El hombre de la masa

En un artículo anterior hablábamos de cómo la catástrofe que a nosotros muchas veces nos la presentan como futura y estadísticamente probable, como mostrándose amenazante en el horizonte, podría estar ocultando que la sociedad moderna ya está viviendo desde hace tiempo un derrumbe y un ahogamiento extremo. Y que, más bien, ahora estamos siendo arrastrados por una inercia que nos viene empujando desde atrás. Querríamos seguir apuntando algunos aspectos de esta situación en la que estamos inmersos.

Y es que el problema de nuestras sociedades no solamente se refleja en el lamentable estado de lo que se llama entorno natural. Otro daño más que notable que efectúa la sociedad de masas se puede apreciar en los hombres y las mujeres que ella produce. Aquí nos vienen a la mente unas lúcidas palabras de Jaime Semprun: “cuando el ciudadano-ecologista se atreve a plantear la cuestión que cree más molesta preguntando: “¿Qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos?”, en realidad está evitando plantear otra realmente inquietante: “¿A qué hijos vamos a dejar el mundo?”’[1]. (Considero innecesario recordar que de aquí en adelante realizo una descripción muy aproximativa, tosca y generalizada del individuo más o menos integrado en la sociedad avanzada, es decir, trato de rescatar las tendencias generales y dominantes en su forma de ser, pues una cosa como una descripción total, pormenorizada de los individuos, de cada uno de ellos en su singularidad, es una tarea imposible y hasta vana de llevar a cabo; además, la gente, al menos hasta ahora, siempre ha sabido de alguna manera escabullirse, por poco que sea, de la identidad que le impone una determinada cara del Poder, por lo que nunca se pueden aplicar estas generalizaciones a todos ni en igual medida. De todas formas, tampoco hay que olvidarse que se uniformiza a las masas por medio de exaltación y promoción de la singularidad de cada una de sus partes constituyentes: a cada uno le gusta una determinada marca de coche, cada cual lee prensa de determinada “postura” con la que más o menos se identifica, cada uno consume tales artículos de entretenimiento y tienes propias opiniones y creencias, entre otras muchas cosas, sin que esto suponga que estos individuos no sean intercambiables entre sí para el sistema).

El individuo triturado diariamente por la maquinaria social actual, en efecto, causa aún más temor que cualquier desastre ecológico. Su triste condición se revela en toda su crudeza cuando está metido, por ejemplo, en el habitual atasco automovilístico: impotente y rabioso, no puede oponer nada a la ansiedad que lo maltrata más que la fe en que está allí porque él mismo lo ha decidido así. Una acción medianamente sana en estos casos sería la de huir del coche, abandonándolo en medio del río de metal, y escapar del tamaño sufrimiento organizado, pero una acción de este tipo le es vedada, porque bien no cree necesario salir de su encierro o bien siente que no tiene otro remedio. Amaestrado en las mejores escuelas de obediencia y sumisión, liga su existencia a la de la sociedad que lo ha parido sin ninguna intención de ponerla en tela de juicio de una forma lúcida y razonable. Cuestionará la mala conducción de sus prójimos, la falta de respeto de las reglas establecidas, pero no tanto su condición de “accesorio” de automóvil. Acepta a sí mismo y, con ello, acepta a la sociedad, aunque aparentemente sea crítico con ella. El sistema técnico en el que vive ha creado para él un entorno complejo y simple a la vez, donde cree tener una mayor sensación de seguridad y control. Ha renunciado a vivir a cambio de la ilusión de que todas las condiciones de vida, en algún momento, estarán bajo el total control estricto y científico de la Humanidad. Cuando en el horizonte amenaza la catástrofe total, ese individuo se aferra principalmente a la sensación de seguridad que le proporciona el progreso técnico.

La sociedad lo empuja a negarse a cualquier gesto de libertad, le cuesta decir ‘no’ de veras a lo que se le impone (bien sea en forma de una orden sin más, bien sea en forma de una amable oferta o propuesta). En todo caso, si se trata de un buen ciudadano bien integrado en la sociedad, creerá en el sustituto de libertad que le vende la democracia y el Progreso: creerá, por ejemplo, que el automóvil le vuelve más independiente o que puede opinar lo que él quiera y hacer con su vida lo que considere oportuno. Es decir, está muy determinado por la propaganda democrática de la sociedad de masas. En verdad, si bien se mira, no puede hacer nada con su vida más allá de lo que ya viene en las indicaciones de uso para esta especie de “vida” que se le ha endosado: si quiere tener algo de seguridad mientras dure su hastiada existencia, si quiere ‘tener un futuro’, no puede menos que someterse a lo que más o menos la mayoría está obligada a hacer y renunciar, así, a todo atisbo de razón y de pasión por la vida y libertad. Si quiere ser parte más o menos funcional del sistema, tiene que adaptarse. En algunos casos esto le lleva a una fe bien asentada en que así es feliz y no necesita ni quiere otra cosa, en otros, a la adaptación a la realidad en silenciosa resignación e impotencia, en casos más extremos pero aparentemente cada vez más recurrentes, a la depresión.

Vive en unas condiciones tan insanamente tecnificadas y complicadas que pierde cualquier noción de que algo puede hacerse sin que haya que recurrir a los expertos y al Estado. No controla ya prácticamente nada de las condiciones en las que es obligado a existir. Necesita, por ello, de indicaciones: cómo cruzar la calle, cómo comer, cómo dormir y cómo usar su cuerpo. Para todo hay una receta: aún cuando va a pasear al monte, dispone de un camino bien señalizado por donde tiene que caminar. La sociedad de masas no vale nada como comunidad (más o menos autónoma del Estado y del progreso tecnológico): es muy dependiente de lo que hagan o dejen de hacer el Estado y los técnicos. La sociedad industrial ha desarrollado notablemente sus capacidades técnicas, pero en la misma medida ha atrofiado la capacidad de la gente de hacer su vida de forma más o menos libre e independiente, por cuenta propia. ¿Qué puede hacer de verdad un individuo, por ejemplo, ante un importante derrame de petróleo en el mar? Los problemas que genera la sociedad técnica exigen respuestas técnicas que uno sencillamente no puede proponer aunque lo quisiera. Estos problemas requieren de expertos especializados y de importante investigación científica, de enormes aparatos estatales y no-estatales, ingentes recursos, negociaciones políticas, etc. Requiere, en pocas palabras, del inmenso aparato burocrático como el actual. Tal vez sea también por esta razón que el individuo moderno, para sentir que está haciendo algo al respecto, la única acción que realiza es la de apelar a la responsabilidad de los entes abstractos que penden arriba sobre él: al Gobierno, a la Ciencia, a la Humanidad, etc. Sumándose a la masa o a los grupos políticos, provistos para este propósito, para exigir a los dirigentes y los expertos que se ocupen del asunto es como cree estar haciendo algo con los problemas generados por la propia marcha sin sentido de la sociedad. Ellos, allá Arriba, cree, pueden brindar una solución, la comunidad, la gente de a pie, no.

En este contexto la pregunta que surge por sí sola es esta: ¿es capaz este hombre, producido y bien amoldado por la sociedad de masas, afrontar decentemente lo que le está viniendo encima? La memoria nos dice que hay que abstenerse de pronósticos y de seguridad de que el día de mañana sea como nosotros lo imaginamos ahora. No se puede calcular ni medir, además, la dimensión del daño generado en la gente por la sociedad industrial, ni tampoco saber a ciencia cierta cuántas reservas de espíritu y de salud salvables le puede quedar todavía. Sea como fuere, lo único medianamente seguro es que lo que vaya a pasar también dependerá de lo que la gente haga: de si renuncia a su libertad más todavía o, al contrario, de si la ejerce, esto es, empieza a decir ‘no’, a negarse a seguir igual, a rechazar los sustitutos de vida, que es lo único que le puede ofrecer el sistema.


[1] Jaime Semprun (2016): El abismo se repuebla. Pepitas de calabaza, Logroño, p.44.

Unas palabras contra las ideas de felicidad que nos vende la sociedad desarrollada. Parte I

A continuación vamos a presentar la primera de las tres partes de un artículo algo extenso, un poco arriesgado, sobre algunas ideas de felicidad que nos vende la sociedad del Desarrollo.

Como ser feliz: 7 simples claves científicamente probadas[1] que te ayudarán todos los días.

Una entrada en Internet[2].

A modo de introducción

Si se supone que en este estadio de Progreso de la Historia, en países como España o Francia, somos bastante libres y seguros[1], o que al menos esta sociedad desarrollada proporciona mayores cuotas de libertad a sus ciudadanos y clientes, es lógico que también se suponga que en esta sociedad uno pueda ser relativamente más feliz y contento. De hecho, la búsqueda de la felicidad personal, de las cosas que a uno le gustaría hacer y a través de las cuales realizarse ocupa un espacio nada desdeñable en la publicidad y en la educación. En las democracias avanzadas esta cuestión tan compleja sobre la felicidad, aparentemente, se ha resuelto de una manera muy sencilla: cada uno puede ser feliz a su manera, lo que corresponde a la idiosincrasia de un régimen en el que el corazón mismo del sistema se halla anclado en el corazoncito del individuo de la masa y en el que la producción de masas trata a sus clientes de forma individualizada. Una vez que se ha destruido la comunidad, una vez que el pueblo parece haberse retraído y silenciado, se apodera de nuestros corazones el sustituto democrático de la felicidad; la realización personal dentro de la sociedad establecida y la compra de artículos de toda índole producidos específicamente para generar en las masas un estado de satisfacción y felicidad salen al primerísimo plano.

Por otra parte, siempre junto a esas imágenes de la felicidad moderna, junto a los ejemplares individuales que han conseguido un relativo éxito en su vida (aman lo que hacen y, por ello mismo, triunfan) y que lucen sus alegres sonrisas para la publicidad, que han realizado sus proyectos y cuyos futuros han redimido los esfuerzos que hicieron en el camino hacia sus metas, aparece la imagen de la podredumbre social, del abismo que se repuebla cada vez más y más, del reino de la mediocridad y la mala fortuna, donde habitan sujetos a los que se les han cerrado (al menos temporalmente) todas las puertas que conducen a la felicidad, la libertad y el bienestar. Es vital que esta última imagen del abismo social siempre aparezca ante los ojos de los mal que bien integrados para que no se les olvide cuál es el camino para ser felices.

Nosotros aquí, como consideramos al tan distinguido individuo moderno, tan querido y alabado por la publicidad, como un sujeto mayoritariamente sumiso y dócil, tampoco nos sentimos muy convencidos por las ideas de felicidad que nos venden; evidentemente, momentos de eso que llamamos alegría aparecen de vez en cuando (es que el Estado, al fin y al cabo, no es tan poderoso y total como para poder montar un Ministerio de Felicidad y Alegría y, de esta manera, poder administrarlos como si de cualquier Ministerio de Justicia o de Economía se tratase), de hecho el propio sistema está interesado en ello, pues no le beneficia en absoluto tener a todo el mundo siempre descontento y encabronado (y para eso lleva años invirtiendo tanto tiempo y dinero, que son lo mismo, en desarrollar distintas formas de diversión y de ocio, de ofrecer diversos estilos de vida y, en general, desarrollar eso que se llama Cultura). En la primera parte de este escrito nos dedicaremos un breve momento a esta cuestión de la felicidad individual que se nos está vendiendo tanto desde distintos aparatos de la promoción ideológica, mientras que en la segunda trataremos de razonar acerca de las posibilidades de alegría cuando todavía no se nos ha reducido del todo a meros individuos atomizados de la masa; y lo haremos a través de una imagen poética que explicaremos en el debido momento.

*

…cada individuo está costituido en obediencia al Poder, le debe al Poder no su vida, ciertamente, pero sí ese sustituto de la vida que es la existencia, el ser fulano de tal, el tener un puesto en tal sitio, el tener derecho a tales trabajos y a tales diversiones.

Agustín García Calvo, ¿Quién dice No?

mi sensación interior de que soy una unidad aislada puede ser falsa, y la declaro falsa, porque no quiero darme por satisfecho con el horrible aislamiento.

Gustav Landauer, Escepticismo y mística

Vaya por delante que aquí no sabemos definir lo que es felicidad ni alegría (no porque no hayamos experimentado alegrías, sino porque aún cuando las vivimos se nos escapa de la lengua su comprensión conceptual clara y exacta) y no tenemos ni la menor intención de tratar de captarlas con nuestras toscas, siempre demasiado aproximativas palabras. ¿Para qué hacerlo? No vamos, entonces, a decir nada definitorio ni conceptual respecto a la posible felicidad que la gente suele anhelar o añorar y, cómo no?, incluso experimentar de vez en vez de forma inesperada y desbordante, tan solo atacaremos las ideas de felicidad que se venden desde Arriba y que sirven para legitimar el orden existente al insinuar que es completamente compatible esa vaga felicidad que añora la gente y las lógicas y el tipo de relaciones que sostienen a este Orden. Nosotros, en todo caso, nos inclinamos más por pensar que si hay alegrías en la gente es, casi siempre a pesar del Orden impuesto, no es el resultado de los esfuerzos desde Arriba en darnos alegrías.

En este sentido, cabe sospechar que bajo esa ilusión de poder ser felices individualmente en esta sociedad se esconde una especie de estado de satisfacción sustitutiva: es decir, como la posible vida, que tal vez sí podría proporcionar cierto disfrute y alegría, se encuentra fundamentalmente ahogada bajo el peso de los numerosos sustitutos que promueven e imponen el Estado y el Capital, como la conversión de la sociedad en una masa de individuos sumisos se profundiza hasta los límites insospechados, el logro de estos sustitutos (por ejemplo, un buen empleo en una gran empresa, ser un doctor de una prestigiosa universidad, casarse y tener hijos, comprarse un nuevo aparatito inútil cualquiera, etc.) provoca un estado de satisfacción que se toma en muchas ocasiones por el de felicidad. Puede resultar muy difícil, según qué caso, separar nítidamente lo uno de lo otro, dónde está en cada ocasión concreta esta satisfacción sustitutiva y dónde está eso a lo que la gente siempre se ha referido como ‘alegría’ o ‘felicidad’, pues incluso bajo este impresionante aplastamiento de la vida por el Estado y el Capital la gente sigue experimentando verdaderas alegrías y tristezas (mucho más de lo segundo que de lo primero, evidentemente), se sigue encontrando con momentos en su vida que, sin saberse claramente por qué razón, le llenan a uno el corazón de alegría y de estremecimiento.

Lo que parece de todas formas claro es que este estado de satisfacción personal por conseguir un buen puesto de trabajo o de poder ir de vacaciones a un lugar muy promocionado por la industria turística o de sentirse plenamente realizado en las aspiraciones personales tiene mucho que ver con la aceptación y el estar de acuerdo con cómo son las cosas, con cómo es la realidad establecida. La idea, tal y como esgrime la publicidad, es siempre pensar en positivo (y si te rodeas de individuos positivos mejor todavía, pues con tanta positividad embriagadora uno no correrá el riesgo de tener que embriagarse de alcohol para ahogar sus penas).

Aún así, la gente no siempre es tan simple como les gustaría a los gestores de la publicidad y desconfía bastante de estas recetas para ser feliz supuestamente aprobadas por la ciencia: de hecho, para nadie es un secreto que el trabajo asalariado, el pilar fundamental de la existencia que nos impone el Capital, no hace feliz ni aporta sentido ninguno a una gran cantidad de la gente. Pero mientras más evidente se hace esta mentira, más empeño se hace en sostenerla (hasta que se vuelva insostenible y haya que dar el cambiazo para seguir igual). Si uno, en cambio, está descontento o muy descontento con esta realidad, si siente que lo aplasta y no le deja vivir, es decir, si no le seducen las zanahorias que le ofrece la publicidad, es muy difícil que este estado de satisfacción sea algo habitual en él y, por tanto, se hace también más difícil que acepte esta idea de felicidad individual y aislada que difunde la propaganda comercial.

Mientras algunos de nosotros tenemos estas muy incómodas dudas (y un gran descontento ante lo que se nos impone como ‘esto es la realidad y no hay más, hijo’), los promotores de esta sociedad parecen no tener duda ninguna: a las primeras de cambio te van a soltar su ‘sé feliz’ y hasta mostrarte el camino de cómo llegar hasta ello: por ejemplo, comprando este último modelo de automóvil o yendo al estadio a ver a tu equipo favorito de fútbol o regalándole algo especial a tu pareja cada 8 de marzo (para hacerla feliz a ella, hombre, ¡no seas tan exageradamente egoísta pensando solo en tu felicidad!). Hasta tal punto ha llegado la tecnificación de nuestra vida que incluso eso de ser feliz podría pronto reducirse (si nos descuidamos) a la aplicación de unas cuantas técnicas científicamente probadas: pensar en positivo, relajarse, dejarlo ir, hacer lo que a uno le gusta, comprar cosas que a uno le gustan, etc. Todo es cuestión de técnica. Y como corresponde a una sociedad altamente tecnificada, tiene que en ella haber expertos en el manejo de estas técnicas: los expertos en felicidad que te indicarán las técnicas apropiadas si no para estar feliz, al menos para estar contento con la vida, saber disfrutar de pequeñas cosas y pensar en positivo.

Se pretende, de esta manera, hacernos creer que eso que llamamos vagamente ‘felicidad’ es compatible con la cárcel que es este Mundo y, si se descuida mucho, uno mismo (en el que ese Mundo crece y se desarrolla). Para los promotores de la positividad, la felicidad no tiene nada que ver con algo vago e indefinido que se pierde entre lo infinito de la vida y que cuando aparece siempre resulta difícil de ubicar con cierta exactitud. Como buenos constructores de proyectos que son, se creen estar en capacidad de crear proyectos de felicidad personal en masa, eso sí, personalizados para cada tipo de gustos y preferencias. La felicidad se traduce entonces en la capacidad de comprar y despilfarrar los seductores productos (entre los que están también los variopintos estilos de vida, modos de ser y modas identitarias)  que nos suministra el Mercado para endulzar nuestros moldeables paladares: ya desde bien pequeños los niños no hacen más que pedir a sus padres que compren este u otro chisme que ven por la tele y, cuando ya lo tienen en sus manos, se llenan de esa satisfacción de la que hablábamos antes. Tanto ellos mismos, como sus padres, que se enternecen mucho al ver a sus niños tan felices y contentos entreteniéndose con su nueva PlayStation N.º X.


[1] Si uno mira, aunque sea muy por encima, a lo que nos cuenta la Historia sobre los recorridos que han hecho las gentes de por allá y de por acá se dará rápidamente cuenta de que, efectivamente, parece ser que la gran parte de ellas ha estado marcada por la condición de sufrir una u otra forma de dominación. Esta dominación siempre muestra distintos rostros, pero todos ellos están apuntando a reducir las posibilidades de vida de la gente y a su sometimiento. Las formas actuales del Poder son las que más eficacia parecen presentar, en lo que a la reducción de esas posibilidades se refiere, precisamente gracias al proceso de ensanchamiento de los límites de la vida subyugada o de la muerte administrada (García Calvo): así, el tener el derecho a escoger una de las tantas formas de someterse (que rara vez se presentan hoy como expresión de la sumisión y la docilidad, sino como expresión de la libertad de elección y la voluntad personal) crea la ilusión de que aquí y ahora, en este estadio del Desarrollo, el individuo por fin disfruta de unas cuotas de libertad más que notables (el hecho de que hasta ahora se sigue hablando de ir ganando mayores cuotas de libertad, algo que es, como el amor, inmensurable, muestra a las claras que sigue imperando la mentalidad progresista que se cree escalando poco a poco hacia mundos cada vez más perfectos, al menos en potencia). Claro está: esto se refiere sobre todo a los países democráticos avanzados, donde los niveles del bienestar alcanzados se consideran relativamente altos, pues en los países en vías de Desarrollo, el llamado por los expertos Tercer Mundo, todavía se tiene que trabajar con mucho esfuerzo y muchos sacrificios para alcanzar el mismo nivel de bienestar y libertad.


[1] Resaltado en negrita mío.

[2] Accesible en https://postcron.com/es/blog/como-ser-feliz/.

¿A dónde te llevan, automovilista?

…y así como no es la peste y el ruido del Progreso la parte más espantable del automóvil, sino la cara del conductor, llena de aquella seriedad desconsoladora del que cree que está yendo a alguna parte.

Comuna Antinacionalista Zamorana, Comunicado urgente contra el despilfarro

Hablar de guerra no es ninguna exageración, si nos paramos a pensar en los millones de muertos causados por la circulación de automóviles y en toda clase de males que la acompañan: ciudades y zonas rurales trituradas, paisajes arrasados, etc. Esta guerra ha conformado un tipo humano particularmente representativo que con solo mirarlo se comprende el significado de la expresión hombre totalitario. Ejemplo de aquello en lo que se convierte el ser humano bajo la acción de las restricciones organizativas de la sociedad industrial, el automovilista continúa siéndolo cuando pone todo su empeño de ser civilizado en hacer de lubrificante de la técnica de la mejor manera posible, circulando cívicamente, incluso ecológicamente si es que posee un coche “limpio”, por el desierto transitable que le prepararon: en cualquier caso, sigue siendo el atropellador que el proyectil que conduce le ordena ser.

Jaime Semprun, El abismo se repuebla.

Una de las experiencias más espantosas de una vida bajo la asfixia de una aglomeración es la que se padece cuando uno se halla inmerso en el tráfico automovilístico. Mientras experimenta sus horrores, uno se da cuenta de que lo más esencial de ese proceso de embrutecimiento generalizado es la suspensión de toda forma de acción humana libre y de todo atisbo de esperanza. La posibilidad de maniobra humana libre y razonada es prácticamente anulada: las exigencias de la Velocidad del Progreso consiguen imponer sus propias dinámicas. La impotencia y la violencia, que amenazan con brotar en cualquier instante del atasco, surgen muchas veces como reacción justamente al hecho de que no se puede proseguir con el desplazamiento a la velocidad adecuada, es decir, es una reacción frente a la aparición muy clara del tiempo vacío que constituye el trayecto, tanto más sentido cuanto menos velozmente este se hace. La lucha se desata entre el permanecer lo más tranquilo posible o dejarse llevar por una impotencia de la que enseguida brota la agresividad y la rabia. Sin embargo, a pesar de toda la violencia y brutalidad que padecen los conductores, a pesar de toda la estupidez a la que están expuestos, sorprendentemente la cara del conductor permanece con esta aterradora expresión de aquel que no duda en ningún momento y que tiene muy claro su destino. Algunos de ellos se desesperan, a menudo insultan a los que van en otros coches y tratan de adelantarse los unos a los otros: es la imagen perfecta de cómo bajo la imposición de la Economía organizada unos hombres se convierten en lobos para otros, haciéndoles correr el riesgo de ser comidos como si fueran ovejas. Nunca, de hecho, el prójimo nos estorba tanto como durante los insufriblemente largos y lentos minutos y horas de tráfico. Pero es que así son los aires de Progreso, camarada: mira a esos muchachos de 16-17 años que sueñan con manejar uno de esos chismes y cuando por fin los ves conduciendo, hasta parecen haberse hecho más maduros. Sí, en estos tiempos tan extraños que corren uno a menudo parece hacerse un hombre, como antaño se solía decir, cuando ya es capaz de manejar este trasto. La exigencia de algunas mujeres de poder hacer uso de ellos en igualdad de condiciones que los pobres hombrecillos solo muestra otro ejemplo más de su asimilación al patrón masculino y de su sometimiento (de otra forma, ya no como parte excluida y marginada, sino como parte activa y protagonista) al Orden imperante.

Los individuos amasados en tan poco espacio, enfrascados en un tráfico que lentamente destruye sus nervios y su salud, se ven forzados a expulsar su odio y rabia a los prójimos porque ya no pueden aguantar más (de hecho, algunos no aguantan nada y tocan el claxon y chillan a la primera de cambio). El odio nunca es tan inútil como cuando lo expresan los conductores durante algún embotellamiento. Suelen culparse entre ellos, enzarzarse en inútiles trifulcas verbales con las otras víctimas de tanto progreso no pedido: pues la enorme y compleja estructura tecno-industrial que muele sus huesos y sus nervios se ha convertido en su ambiente “natural” y por el hecho de estar en prácticamente todos lados ya ni se percibe, y por ello no se le dirige la mirada llena de ira. Echarán pestes sobre los demás cuando tengan que echarlas, pero pocos de ellos renunciarían a seguir siendo molidos, pues la dinámica del Progreso es tan fuerte y potente que arrastra consigo todo lo que encuentra a su paso, incluidos los automovilistas.

Esta potente dinámica se acompaña por los esfuerzos desde arriba por implantar en los corazones de la gente cierta predisposición a la sumisión, alimentada a veces por la impotencia y otras veces, por la fe en que lo que está es bueno que esté justamente porque está y, por tanto, tiene que haberlo y hay que aprovecharse y alegrarse de ello (y esta misma fe es la que les dicta que quien no esté contento con este Progreso necesariamente ha de ser un ridículo romántico amante de las cavernas prehistóricas). En este acatamiento más o menos resignado de las órdenes que se dan de una manera imperceptible y que son impuestas en función de las necesidades que tiene el Capital de seguir viviendo a costa de todo lo vivo se aprecia claramente la tendencia en las sociedades modernas hacia cierto orden totalitario bien cubierto de algodón, suave y esponjoso, que esconde bajo la aparente voluntad personal y libre circulación de los individuos la sumisión de estos a las exigencias que marca el desarrollo del Capital. La perpetuación de esta especie de sometimiento dulce y confortable por ahora parece estar bien asegurada: la masa de individuos no ofrece síntomas de tener mucho que oponer; en cambio, sí muestra cierta expresión de satisfacción más o menos contenida por la independencia y libertad que le brinda el automóvil. ¿Qué te puede hacer más libre e independiente que tu automóvil que te lleva allá donde quieras ir?

Tal vez no fuera del todo exagerado, en este sentido, preguntarse por si en verdad es el conductor quien conduce el coche o si es que es, al contrario, de alguna manera conducido por él. O, en todo caso, hacerse uno mismo la pregunta de hasta qué punto uno es conductor y no conducido. Ciertamente, a estas alturas del Progreso nuestra fe en que somos nosotros los conductores no parece tambalearse mucho. Es decir, creemos con cierta firmeza en que somos nosotros quienes tomamos las decisiones e imponemos nuestra voluntad a los variopintos aparatos que han entrado en el mundo y lo han transformado hasta dejarlo irreconocible. Uno está seguro de que decide libremente que tiene que irse a este u otro lugar, sea su trabajo, sea un centro comercial o cualquier cosa que sea, después coge su coche y gracias a su inestimable ayuda en un espacio de tiempo relativamente corto (o no tan corto, eso ya depende) ya está donde quiere. El automóvil, así, se presenta como un aparato que está al servicio del libre movimiento del individuo, que lo utiliza para desplazarse allá donde quiera o deba (por ejemplo, para llegar al lugar de su trabajo o a un festival cultural de masas). El individuo es obligado a creer que es el protagonista de la acción y que a su servicio están todos estos aparatos que trae consigo el Progreso; es decir, tiene que desechar bien rápido la sospecha de que este desarrollo técnico hace tiempo que ha cobrado protagonismo y le ha impuesto su propia impersonal voluntad. Es más, si por su cabeza no pasa ni la sombra de esa duda, tanto mejor: tiene que estar seguro de que lo mismo que el Hombre controla el Universo a través de su Ciencia, su ejemplar individual ejerce un control parecido sobre los aparatos que han venido a simplificarle la vida.

Esa ilusión funciona como una especie de tranquilizante para su conciencia. Alguien que un sábado o viernes decide irse de escapada de fin de semana o de compras a un centro comercial y que recurre para ello a un coche en realidad no está nada claro que lo haga de forma tan libre como podría creerse, pues muchas de estas acciones ya estaban requeridas en la lógicas de las necesidades del Orden establecido, en el cual, por ejemplo, el turismo de todo tipo y la compra en el supermercado solo son dos modalidades del despilfarro de bienes. La planificación urbana y la ubicación específica de los centros comerciales u otros lugares de consumo de masas, el crecimiento de las aglomeraciones y la proliferación de autopistas y otras infraestructuras, la fabricación de automóviles y su promoción, entre muchas otras cosas, están configurando un ambiente en el que este individuo ha de vivir y determinan sustancialmente su forma de ser y de comportarse. La complejidad del asunto parece residir en que se consigue con cierta eficacia que este individuo-conductor, por lo general, tome este ambiente configurado según las necesidades del Capital como absolutamente normal, natural, inevitable. Porque solo si lo toma de esta manera no se le pasará por la cabeza que está literalmente recorriendo una ruta que ya estaba dibujada para que él o cualquier otro la recorriese. Que su libertad de movimiento está ya calculada, parida y medida en la necesidad que tiene de estar moviéndose continuamente el propio Capital.

Evidentemente, alguno tal vez pueda contradecir a eso que de cualquier modo nuestros actos van a ser condicionados por el entorno en el que los hombres desarrollan sus actividades: es un apunte válido, pero para este caso está mal dirigido. Pues la cuestión está en otra parte, a saber, en que el individuo ya no dispone de la libertad de intentar siquiera salirse de este entorno ni de cuestionar su pertinencia (más allá de los perfeccionamientos que se buscan para mejorarlo, pero eso no es cuestionamiento ninguno, sino su aceptación) y que, por otra parte, sus actividades se están reduciendo cada vez más a una u otra forma de Trabajo inútil, es decir, vienen impuestas por las necesidades que tiene el dinero de circular para vivir: las actividades de los hombres son cada vez menos producto de sus propias experiencias, búsquedas y sentimientos y cada vez más meras imposiciones de un sistema económico altamente tecnificado, que más que satisfacer las necesidades de la gente impone sobre ella las que tiene y crea él mismo. Cierta intuición de esta trampa de vez en cuando se asoma en nuestras almas individuales, pero la hemos de desechar pronto para no correr el riesgo de darnos cuenta de la profundidad del abismo que está debajo de nuestros pies.

Que el automóvil tiene que ser vendido no por una necesidad de la gente libre y no sometida, sino para cumplir con la sencilla regla de que lo que se produce ha de ser vendido para producir más todavía parece ser bastante evidente. Esta producción de coches, por otra parte, encaja perfectamente en la dinámica de la sociedad moderna y la apuntala a la vez. Como bien se sabe, el Capital, para vivir, tiene que asegurar un movimiento sin cesar de las cosas; evidentemente, sucede lo mismo con las personas: ellas también tienen que estar puestas en movimiento. Y el automóvil es uno de esos medios que cumple a la perfección este mandato. El éxito del coche posiblemente se debe, entre otros factores, a que en su propia estructura ofrece la posibilidad de movilizar continuamente los átomos individuales de la sociedad de masas. El movimiento de estos no es libre como mínimo desde hace tiempo, pues es el propio Capital el que necesita que se muevan, su estructura técnica apunta en este sentido.

Desde el mismo momento en que una marca de automóviles empieza a producirse y, después, publicitarse en el mercado, el uso que posteriormente se hará de él se halla literalmente grabado en su diseño y estructura[1], y prácticamente todo lo que hará el individuo con ese coche será más o menos lo que se esperaba que se hiciera, que es, en pocas palabras, llevar a cabo una modalidad de consumo o incluso inventar, sin pretenderlo, una nueva. Esto significa que los supuestamente libres actos del individuo, que comprará y usará ese automóvil, ya están de alguna manera prefijados y requeridos en la lógica de la vida acelerada del Capital, pues el automóvil viene a encauzar la vida de la sociedad según la dirección óptima para el Capital. Por tanto, estos actos pueden ser lo más cómodos posibles, ser producto de unas posibilidades de movilización y desplazamiento imposibles en otras circunstancias, es algo indiscutible, pero son actos publicitados y, por ende, no libres, impuestos en forma de una amable y seductora oferta. Es en este sentido cómo quiero sugerir que es el propio automóvil el que en cierta medida conduce al individuo que cree conducirlo.

Es evidente, por lo demás, que ya por el mero hecho de haber toda esa propaganda publicitaria que trata de asegurarnos de las necesidades que tenemos y que quedarían sin resolver si no dispusiéramos de esa maravilla podemos sospechar de la inutilidad originaria del automóvil: es decir, que en condiciones más sanas no habría necesidad de él. “¿Cómo te voy a llevar a un hospital si te pasa algo y no tenemos un coche para hacerlo?” Una pregunta que, por ejemplo, a muchos limeños les parece confirmar la necesidad del coche, pero lo que pasa es que no siempre suelen profundizar en el razonamiento para llegar a comprender que es una necesidad fabricada, impuesta, falsa (y por ello pretenden justificar con usos muy excepcionales un trasto que por regla general no hace más que expandir el mal allí por donde pasa): que el automóvil se ha vuelto necesario solo porque se han impuesto las condiciones urbanas propicias para el desarrollo del Capital, pues no solo es adaptable a ellas, sino que en su propio funcionamiento ayuda a instalarlas primero y arraigarlas después. El que hace esta pregunta de forma ciega también está ciego respecto a un hecho sencillo: las distancias que tiene que recorrer un limeño para hacer tal o cual cosa son fruto no de una evolución natural, sino del aplastamiento de la vida y del sometimiento de las tierras, los valles y los cerros a las necesidades del Capital, que para vivir necesita expandirse y ocuparlo y movilizarlo todo a su alrededor.

Pero que no se engañen demasiado los apagados habitantes de las aglomeraciones del mundo entero: esta reconfiguración del espacio no es un producto de mentes conspiradoras que quieran gobernarnos a todos: ¡qué sencillo sería acabar con ese gobierno! No, parece más bien que es el propio desarrollo técnico, impersonal y frío, impulsado por el sistema capitalista, el que marca cada vez más nuestro modo de vivir, el de todos nosotros, los que están más arriba y los que estamos más abajo. Lo que son solo posibilidades para el sistema técnico actual, para los hombres y las mujeres que están dentro de él son muchas veces imperativos, presentados en forma de ofertas de consumo. Y si para este sistema es posible hacernos conducir un automóvil durante 6-8 horas para llegar a un lugar más o menos turístico (prácticamente cada lugar es potencialmente turístico), nos movilizará, pues ¿a quién no le seduce la seductora oferta que nos ha preparado el desarrollo del Estado con sus autopistas y tan diversos lugares y modos de consumo? El sistema técnico en el que vivimos es el molde donde a nosotros no nos cabe más opción que rellenarlo de la manera que corresponde. La entrada del automóvil en nuestra vida no ha supuesto sino eso: adaptación nuestra (nuestra conversión en conductores) y el de nuestras ciudades y pueblos (que se vuelven totalmente irreconocibles una vez que se someten al imperio del automóvil) a los parámetros que ya venían preestablecidos en él. Enseguida se vuelve un estimulante para la fabricación de otros productos (que vienen a rellenar las necesidades que se crean en su torno): las gasolineras, los servicios de lavado de coches, centros de revisión técnica, las autopistas y etc. No podría funcionar si el espacio social, la economía, la forma de vivir de los individuos, entre otras cosas, no estuvieran en sintonía entre ellos y se rigiesen bajo mismas lógicas: es decir, el automóvil forma parte de un sistema complejo e integrado, muy cohesionado, que se ha convertido en el ambiente cotidiano de los individuos. Es fácil imaginar que si cayeran todas estas condiciones de sostenimiento del Capital, caería junto con ellas cualquier atisbo de utilidad en el automóvil.

Si para ti, querido lector, todo ello constituye algo natural o normal, pues nada más queda por hacer: ve a ponerte al volante de uno de estos monstruos y alégrate de vivir rodeado de tanto conductor de Progreso. Si, en cambio, hueles e intuyes la trampa que se esconde detrás de esta figura sobre cuatro ruedas entonces, tal vez, aún haya vida por delante, aún haya cosas que hacer y que no serán precisamente las que están mandadas e impuestas sobre nosotros en forma de amables e inofensivas ofertas. Quién sabe…


[1] En este sentido sería muy interesante estudiar cómo el uso del automóvil ha contribuido seguramente a la degeneración del viajar al hacer turismo.

Acerca del conformismo

Después de dos artículos que trataban de analizar algunas cuestiones respecto de la libertad de expresión, nos hemos visto empujados por no se sabe bien qué fuerza a cerrar esa especie de trilogía con un tema que, a nuestro parecer, va muy ligado con lo que estábamos tratando de hacer ver en esos dos artículos acerca de la libertad de expresión. Y es el tema del conformismo.

De hecho, donde mejor florece el conformismo es donde carga al que ha convertido en no-libre con la ilusión de la libertad o simplemente le inocula esa ilusión; donde consigue llevar al individuo a repetir de forma maquinal un vocabulario de individuo, que se contradice a sí mismo por el hecho de esa repetición. Los poderes, que llevan a cabo la conformación, se convierten en víctimas de su propia actividad de conformación: hasta ese punto es irresistible su capacidad. Se funden en la masa homogénea que ellos producen; se creen sus propias mentiras; y cuando hablan, se hablan a sí mismos maquinalmente.

Günther Anders, La obsolescencia del hombre (Vol. II)

El conformismo se halla literalmente introducido en el mismo fundamento de la masa democrática como elemento solidificante. Constituye el tejido de las venas y arterias por las que se moviliza la masa sin-sangre, cuyos movimientos aparentemente libres están de antemano muy determinados por esa estructura venal y arterial. Pero no resulta tan sencillo hablar del conformismo en la sociedad contemporánea. Una expresión o explicación demasiado tosca puede contribuir al enésimo engaño. Y esa torpeza puede dar lugar a que el conformismo sea tomado bien como media verdad, bien como algo trivial. No resultaría nada extraño escuchar a alguien decir algo semejante a lo siguiente: “que sí, que somos bastante conformistas, pero, mira, yo, por ejemplo, no me conformo con este empleo que tengo ni con la clase política que tenemos en este país tan corrupto”. En este tipo de afirmaciones todavía se esconde la fe en que uno dispone todavía de suficiente capacidad y autonomía para ser conforme o no según le convenga. “Todo es cuestión de voluntad”, ¿no dicen así los creyentes en la política de conformidad? Pero lo cierto es que cabe sospechar que el individuo moderno, por lo general, ya no puede no estar conforme. Que su ser depende de ello. Y que para él, el salirse de ese continuo proceso de estar siendo conformado supondría un acto de rotura, salida de sí mismo, distorsión inquietante. Y eso hay que explicarlo.

Hemos de tener la ilusión de no conformarnos nunca. Cuantas veces habré escuchado la típica frase de algún personaje mediático de turno: “mi propósito es ser cada día mejor y conseguir nuevas metas», es decir queremos lo que aún está por llegar, queremos llegar a ser a lo que todavía no somos, pero lo que nos proyectamos en el futuro: ¿qué habría sido de la idea de progreso si nos contentáramos con lo que tenemos? ¿Qué habría sido de los productores de la producción si su producción nueva no estuviese acompañada de la voluntad de los súbditos de cambiar de vez en cuando su juego de sofás, que es que ya nos les conforma el que tienen? Y es que, efectivamente, el conformismo, para imponerse, tiene que instalarse sigilosamente a ambos lados de una fina línea que disimula separar aquello que nos hace aparecer inconformes (te puede gustar tu empleo o no, y en este caso el buscar uno que te guste no te lo impide nadie) de aquello que nos convierte en conformados a través de un proceso ininterrumpido. Y se sitúa tan sigilosamente que pasa prácticamente inadvertido en la mayoría de los casos. De tal modo, que cuando uno se sitúa entre lo que le hace aparecer inconforme en verdad esta posición lo está condenado al más aplastante conformismo. El éxito de la sociedad de masas actual depende en buena medida del hecho de que el individuo ya no se da cuenta de este proceso, pues este proceso constituye su ambiente normalizado y naturalizado. No se da cuenta de ello como no se da cuenta de las cosas que están allí porque tienen que estar allí.

Ciertamente, el hecho de que a uno no le guste el empleo que tiene o le parezca que su salario es insuficiente en relación con el trabajo que realiza es algo trivial y, aunque sí se revista de inconformismo, esconde en sí la conformidad y la sumisión de dimensiones trágicas: la sumisión al Trabajo y al tiempo muerto. Lo mismo pasa cuando un votante de izquierdas no se conforma para nada con un gobierno de derechas: atrapado como está en la dicotomía derecha-izquierda, no se da cuenta en ningún momento que la razón de ser de ambas es justamente el producto de ese conformismo y de su propia necesidad de perpetuación. Y viceversa. Si aún no son convincentes estos ejemplos, allí están los “inconformes” con el lamentable estado de las pistas y carreteras limeñas: ¿Cómo van a conformarse con pistas de tan mala calidad? Que si tienen muchos huecos, que si los arreglos que se hacen no duran ni una semana, que si… Pero todo es pura ilusión: pues ya se les ha hecho conformes al convertirlos en conductores, personas conformes con una vida dependiente del automóvil o de cada vez creciente movilización, conformes con el paisaje urbano transformado a raíz del dominio del automóvil. Su aparente inconformismo solo es un modo de un conformismo más atroz.

Líneas arriba decía que no siempre nos conformamos con lo que tenemos, sino que aspiramos a más, a lo que aún está por llegar. Y esto muy importante entenderlo bien: justamente el poderío del Mundo del Desarrollo reside en que tiene a su disposición mecanismos y procedimientos que permiten manipular y fabricar aspiraciones, voluntades y esperanzas de los individuos. Estamos siendo conformados incluso cuando creemos todo lo contrario: el Poder, que lleva en su propia sangre abstracta la necesidad de previsión y de planificación, está un par de pasos por delante. Desde luego, en la mayoría de los casos cuando alguien no se conforma con lo que tiene es porque ya se le ha vendido la imagen, la publicidad de lo que está por llegar, lo que puede ser suyo, pero que aún no lo es, o lo que puede sustituir la antigualla de la que aún hace uso. Uno de repente siente una potente voluntad de vender su automóvil actual para comprar otro que se publicita como la última innovación en la industria automovilística. Como al menos parece entreverse de ello, ni en las aspiraciones a tener otra cosa estamos a salvo de ser conformados con lo que nos suministra el Mercado, pues nuestras aspiraciones en muchos casos parecen estar ya pre-establecidas por el sistema productivo y solo nos tenemos que encargar de afirmarlas con una escenificación que represente un acto de voluntad propia, surgido desde lo hondo del corazón del individuo. Y es que el Mercado, listo como es, sabe que tiene que ofrecer a los individuos conformados y por él formados (al menos en una notable medida) una posibilidad lo más amplia posible de elección de productos (y en esto, lo mismo da si se trata de jabones o de partidos políticos o de identidades culturales). ¿Qué sería de nuestra sociedad si uno no tuviera la ilusión de poder libremente ambientar su piso según sus propios gustos y preferencias? Esa ilusión de que uno escoge libremente entre lo que se le suministra y se le impone podría, sospechamos, ir de la mano con esa ilusión de que uno no es sometido a la voluntad imperante y que siempre busca para sí lo que él quiere y lo que a él le gusta. ¡Fabrica la voluntad, fabrica los gustos de tus súbditos, no los domines por la fuerza bruta, con la mano de hierro, constitúyelos!: he allí un camino para cementar una sociedad de seres sumisos mucho más eficaz que cualquier totalitarismo de antaño: el progreso es un progreso en la eficiencia.

Ese conformismo también se aprecia en las sociedades menos democráticas y avanzadas en la carrera histórica. Las protestas recientes en Bielorrusia, por ejemplo, muestran claramente cómo detrás de al menos un aparente inconformismo con la dictadura de Łukašenka, que guarda formas de control social aún propias de las que se empleaban en la URSS, se esconde el desesperante (para los que no están conformes del todo, claro) conformismo con lo que está por llegar y se publicita como el futuro esplendido del país: la democracia bielorrusa, que hasta ya tiene sus caras visibles que quieren encarnarla. La rebelión, que consiste en este anhelado grito de NO, de BASTA, se marchita desde dentro una vez que junto a ese NO empieza a aparecer un SÍ a la forma de dominio más perfeccionada y más influyente de todas: la tecno-democracia del mundo del Desarrollo. Es doloroso, pues, posiblemente, se lleva a cabo un acto de inconformismo para hacer enseguida una muestra de absoluta conformidad (con aquello que está por llegar, porque ya se ha publicitado como futuro al cual hay que llegar). Y de esta manera se neutraliza cualquier atisbo de inconformismo y de rebelión. Por tanto, tampoco parece haber muchas razones para pensar que en sociedades menos avanzadas y que aún están librando batallas contra regímenes abiertamente autoritarios podamos depositar nuestras esperanzas de una subversión del Orden impuesto. Si sus protestas prosperan, llegarán a parar en eso que se llama Democracia y Desarrollo. Es a lo que aspiran, sin menor atisbo de duda y con una determinación que a alguien que todavía no ha perdido del todo la sensibilidad le echa para atrás.

Por último, que estas palabras que me nacen de la más honda desesperación no se tomen como el trabajo de aquel que está metiendo el último clavo en el ataúd donde han guardado de una vez y para siempre al muerto. A pesar del incuestionable carácter sumiso de nuestras sociedades, el grito de la rebelión y del inconformismo suelen encontrar pequeñas grietas por las que brota de vez en cuando. Por muy poderoso que se haya vuelto el sistema de dominación actual, que ha conseguido, a grandes rasgos, convertirnos en seres sometidos que no se sienten como tales, este poderío siempre está inseguro, siempre teme algún brote de la vida y la razón entre la gente. Y sabiendo de su inseguridad, nosotros podemos estar algo esperanzados en que su inseguridad no está infundada, que tiene fundamento, que en la gente aún se guardan manantiales de vida, por muy aplastados y secados que estén, y que allí arriba ellos se lo saben y lo temen.

Váyanse al psicólogo

Una vez más lanzamos una breve reflexión, a ver si con ella acertamos o no en decir algo que valga la pena ser pronunciado. No podíamos quedarnos sin decir nada respecto a la milagrosa proliferación de todo tipo de expertos en el alma y de sus recetas curativas, con las que pretenden solucionar nuestra vida.

¿Qué, pobre diablillo? ¿Qué esto que ellos venden como vida te está destrozando? ¿Y que, encima, en vez de hacerlo de forma instantánea, lo hace lenta y dolorosamente, como disfrutando y revolcándose del gusto en tu sufrimiento? ¿Y qué no puedes aguantar por mucho tiempo este sentimiento que se te está revelando en cada nueva herida abierta? ¿Qué si lo que quieres tú es ser feliz, pero que a cada paso esa felicidad individual se te revela como una mera ilusión y que, por ello, no haces más que pasar disgustos? ¿Qué ni el trabajo, ni la novia ni tus hobbies te curan del mal? ¿Qué has intentado refugiarte en la rutina y ni así? Bueno, ya estás agotado de tantas preguntas que te estoy haciendo.

Aquí no vas a encontrar remedios para cerrar en falso tus heridas, pues lo que hacemos aquí es lo contrario: no dejar que estas heridas se cierren en falso, hacer el muy humilde esfuerzo por tratar de hacer ver el veneno y la mentira de los grandes y pequeños remedios a los grandes y pequeños males que nos asechan. Y si hace falta, preferimos que estas heridas estén abiertas, porque solo los muertos, se supone, no sienten dolor. Y nosotros, como queremos vivir un poco a pesar de la muerte reinante, ¿cómo vamos a permitir que estas muestras de la vida, aunque solo sea de dolor y de desengaño, no broten para hacernos ver que estamos en el reino de la muerte? Esta parece ser la gran paradoja en la que estamos metidos por estas alturas del progreso: que el progreso ya no nos hace felices, que, más bien, nos jode la vida, se impone sobre ella aplastándola; y tú tienes que escoger entre el vivir de estas heridas, esperando que de ellas brote nueva sangre con la que podrías, tal vez, destruir el veneno que te suministran cada día, sentir el dolor por aquello que te acaban por truncar y suplantar por un sucedáneo que no te hace sentir nada o, en cambio, buscar con todas tus fuerzas cerrarlas, siempre en falso, evidentemente, pues los remedios que te venden como soluciones a tus dolores no son más que aturdimientos de dolor y de conciencia. Si, ya puesto, prefieres lo primero, no queda más que seguir afrontando lo que se nos viene cada día encima pero, al menos, sin dejarnos engañar en demasía. Si optas, al contrario, por lo segundo, ya sabes lo que tienes que hacer sin que yo te lo tenga que decir: vete al psicólogo.

Hechos aislados, problemas individuales #2

La violencia en el seno familiar es un signo de la fractura social que estamos sufriendo. He conocido a muchas mujeres maltratadas que han enfrentado o han aceptado su destino como hecho aislado, como un problema individual, la de ellas y de sus parejas. Han tenido que soportar el daño no solo en forma de la violencia que desolaba su vida familiar, sino también la violencia de sentirse solas. La ayuda de estructuras ajenas que aparentemente están allí para proteger los derechos de cada uno, como la Policía, siempre han mostrado una incapacidad (si no desinterés) de resolver sus problemas. De hecho, pocas veces la denuncia de la violencia machista en un centro policial ha supuesto alguna mitigación, un alivio para estas mujeres. Es más, muchas veces ellas mismas han corrido a retirar esas denuncias. Parece que en ocasiones les domina la sensación de que no tienen escapatoria del infierno en el que viven, que no pueden romper con sus ataduras.

         La proliferación de familias que en poco tiempo se rompen, en el sentido de que en el lugar donde debía haber unión, libertad y amor arraiga violencia, coerción y condena, muestra claramente nuestro fracaso como sociedad, que cría individuos incapaces de unirse libremente, de amar, de respetar, de ser semillas de una vida plena, alegre, llena. Parecemos una enorme fábrica de producción de niños y niñas que, al sentir el vacío de la ‘existencia’ a la que les han condenado, se apresuran en expulsar de sí lo único que les queda: agresividad, odio, indiferencia, pasividad. Vemos por las calles, todos los días, a hombres y mujeres dispuestas en cada momento a atacar, a agredir con palabras. Vemos a personas que solo pueden dedicarse a saciar sus impulsos instantáneos, sin la fuerza de oponer a ellos algo sólido, un espíritu vital, un sentimiento de valor y de arraigo. ¿Cómo hemos podido permitir que crezca en nuestros corazones, que debía haber sido solo un corazón, tanto odio? ¿Dónde está todo este bienestar, esta alegría y satisfacción que se le presupone al tan alto grado de civilización que hemos alcanzado? Pues, no es sino en su nombre que hemos diezmado a pueblos enteros que vivían al margen nuestro.

         Nada les podemos enseñar a los ‘salvajes’, a los ‘primitivos’, somos la peste para nuestro entorno y para nosotros mismos. Hemos de re-nacer, hemos de renovarnos. Hemos de dejar de ser una sociedad de violadores, de asesinos, pero también hemos de dejar de ser una sociedad de sumisos, de asalariados, una sociedad de individuos atomizados, desarraigados. A decir verdad, no somos una sociedad, somos Estado, y ser Estado quiere decir ser individuo atomizado, sumiso, sin energía vital ni espíritu de lo común. Las relaciones que producen aquellos que carecen de un espíritu de vida y de su alegría y armonía solo pueden dar muerte y producir dolor. Y eso es a lo que nos dedicamos: matar, violar, agredir. En nuestro interior se halla una miseria que produce una miseria exterior y es a la vez alimentada por ella. En medio de todo ello, las mujeres tienen una mayor probabilidad de ser víctimas inmediatas de tales relaciones, por haber sido históricamente el grupo subyugado y subordinado. Y muchas de ellas nunca encuentran una salida, caen con los años bajo el peso de esta miseria y, aunque vivan, ya no se levantan.

         Creo que hay que empezar por lo más inmediato: entender el mundo que hemos creado y heredado y que los más honrados de nuestros muertos, a pesar de sus esfuerzos, no han podido o no han sabido cómo impedir. No habrán querido dejárnoslo en herencia, pero nos hallamos en él, somos sus herederos. ¿Qué hemos heredado? Pues, desarraigo, atomización individual, la muerte de lo común, la ausencia de energías renovadas de la vida, el Estado, el imperio del Dinero, la fractura social… A la vez, somos una fábrica que amenaza al mundo que nos rodea con los niños y las niñas que estamos pariendo: sometidos desde la temprana edad al mundo virtual y de las tecnologías, a la falta de un aprendizaje comunitario, expuestos ante su destino de ser meros engranajes de una terrible máquina social que les demolerá más lentamente o más deprisa, dependiendo del caso, ellos no serán sino reproductores de una miseria muy parecida (o incluso, mucho peor) a la que estamos sometidos nosotros.

         Esta comprensión social nos debería poder ayudar a esclarecer que la violencia que sufren muchas mujeres no son hechos aislados, no nacen como problemas personales de cada pareja o familia. Y que mientras estén enfocadas como eso, como algo aislado y privado, nunca daremos una solución más eficaz. No hay comunidad: esta es una cuestión primordial. No hay comunidad, por tanto no hay problemas de comunidad. Solo hay individuos y Estado (y organizaciones relacionadas con él), y, por tanto, solo hay problemas individuales que ha de resolver el Estado o alguna de las organizaciones a las que puede descargar esta tarea. Cuando consideremos los problemas de Fulana como una des-armonía en el funcionamiento de la comunidad, podremos estar en mayor capacidad de responder ante sus preguntas y problemas, esto es, cuando veamos su problema a la luz del contexto en el que se desarrolla y el que también depende de lo que nosotros hacemos o dejamos de hacer. La comunidad no será un varita mágica, no es una panacea que de una vez por siempre resolverá nuestros problemas, y ya sabemos que en comunidades históricas las mujeres también han sufrido de subordinación patriarcal: tampoco hemos de caer en el error de crear una comunidad que nazca en coerción y violencia: eso seguiría siendo Estado; pero solo en una comunidad renovada, radicalmente nueva, que conservará, no obstante, el espíritu de nuestros anhelos y recuerdos, podremos hallar armonía y vitalidad que nos permitan crear mundos más bellos, en todo caso, no tan monstruosos como la sociedad moderna.

         Hombres y mujeres debemos perder el miedo a reunirnos al margen de lo institucional, pues lo común está en contra de nuestras instituciones actuales, de los gobiernos y de su administración, de los partidos, sindicatos, la Iglesia u ONGs; ellos están entre nosotros precisamente porque hemos perdido lo común, porque lo que nos une los unos a los otros es coerción, obligación, el frío de la ley impuesta y de un dogma aprendido y sacralizado. Tenemos que esforzarnos para crear asociaciones paralelas, autónomas, independientes de la acción de los aparatos del Estado y de sus servidores, también para enfrentar el patriarcado y la violencia machista. No necesitamos programas, ni planes, ni liderazgos ni ninguna de estas tonterías que exigen los partidos: la unión y la libertad jamás han nacido en ellos. Para empezar, hemos de encontrar coraje, voluntad y amor y tener una comprensión clara de la realidad, de sus mentiras. Con esto haremos nuestros primeros pasos, lo siguiente se dará por añadido.

Apuntes sobre la violencia y la igualdad de género #2

***

         Para nadie pasa desapercibida la gran actualidad y la importancia que se concede a lo que se ha dado en llamar “perspectiva de género” y a temas de género en general. Se trata, ni más ni menos, de un proceso en el cual, de forma un tanto discontinua por el mundo, las instituciones de todo tipo están integrando en su seno (o intentándolo al menos) cierto número de ideas que abogan por una igualdad real entre hombres y mujeres, por una participación igualitaria de las mujeres en los asuntos de la política, etc. En el territorio que llaman Perú estos brotes ya están a la vista: en el discurso académico, en los medios de comunicación, en los discursos que emanan desde las instituciones de gobierno e, incluso, hemos podido ver recientemente como el tema de la “mujer” ha sido uno de los asuntos a destacar en las últimas elecciones en Perú[1]. Para el mundo “progresista e izquierdista”, obviamente, estos brotes son muy pocos y pequeños, mientras que para los que están “más a la derecha”, a los que suelen llamar “conservadores”, son ya una legión y toda una osadía contra lo que ellos entienden como “el sentido común”. En estados como el español, en cambio, los avances en estos sentidos son bastante más significativos. Aquí lanzaremos el ataque no a las formas más tradicionales del Poder, sino precisamente a las más avanzadas (que, aunque de forma aún deficiente, ya están presente en lo que muchos denominan países en vías de desarrollo).

***

         Como resulta bastante inútil la clasificación y separación entre los progresistas y conservadores (tendrán diferencias sí, pero en lo más profundo están siempre de acuerdo y van de la mano, a saber, por ejemplo, en la supeditación de la vida a los Ideales, la fe en el Progreso de la Humanidad, la necesidad de la ordenación y planificación adecuada para la requerida circulación del dinero, etc.), no me detendré aquí a clarificar sus posturas. Intuyendo la inutilidad de ello, hay que ver si hay alguna otra forma de hablar contra la sociedad patriarcal y todo tipo de violencia que ejerce contra mujeres que no sea ya, desde el comienzo, un sometimiento al Poder que es, como bien se sabe, masculino, hecho a imagen y semejanza del Hombre.

***

         No pronunciar el mismo tipo de discurso que los siervos y los aspirantes a ser siervos al servicio del Poder ha de ser una de las condiciones fundamentales (la cual, aún así, no puede asegurar del todo que lo que se diga no pueda ser asimilado y neutralizado). Precisamente por la misma razón, el hecho de que las instituciones políticas y económicas de nuestras sociedades estén asimilando ideas que provienen de ciertos enfoques feministas no promete nada liberador (ni a mujeres ni a hombres que anden por el mundo), más bien, como ya ha pasado con otras teorías, supone su integración en las redes de dominación, esto es, su muerte.

***

         En este mismo sentido, una crítica de la violencia de género, que hoy por motivos evidentes se ha convertido en un asunto de primordial importancia en la sociedad, no puede conducir a una verdadera supresión de la sociedad patriarcal, si la lucha anti-patriarcal se fía a los medios de comunicación, al Estado, a la Enseñanza, a los partidos: todos ellos llevan en sus venas sangre podrida.

***

         Hay que advertir desde ya mismo, para evitar malinterpretaciones, que cuando aquí se critica el Hombre o lo Masculino, se refiere al Hombre como ideal perseguido por la sociedad, ideal que ha estado dominando desde que ha comenzado la Historia. Siempre queda la posibilidad de que uno, a pesar del peso de tal ideal y de su propia constitución, sea menos Hombre de lo que le correspondería. Pero lo que está claro es que el propio hombrecito, de carne y hueso, está sometido a este ideal abstracto.

***

         Volviendo al asunto de la violencia de género, no hay que olvidar que desde estas estructuras sociales que antes mencionaba se rechaza sobre todo tan solo una de sus variantes, la más cruda y la más repugnante: la que amenaza con destruir físicamente o psicológicamente la vida de la mujer. La restante violencia muchas veces ni se considera como tal: por ejemplo, es claro que si se valora como algo bueno el hecho de que la mujer se incorpore al mercado del empleo y de que se defiendan sus derechos laborales, ello se debe a que el trabajo asalariado no es considerado como violencia, ni contra mujeres ni contra hombres. Violencia, entonces, es que la mujer no pueda venderse honradamente por un salario, como sí lo hacen los hombres, pero si consigue degradar su vida a horas contemporizadas y pagadas, los activistas ya tienen motivo para celebrar la victoria de la Mujer sobre la injusticia social y reducir la brecha de la desigualdad.

         El combate contra la “violencia de género” en sus formas más brutales, como asesinato o violación, apunta a la monstruosidad que es el machismo, pero no apunta en otras direcciones, a otras estructuras de las sociedades históricas y, por tanto, otras manifestaciones de violencia quedan difuminadas entre las nieblas de la difusión informativa de los medios. Este tipo de violencia puede y ha de ser extirpado del tejido social porque se intuye que ello, en principio, no pondrá en peligro el sistema en general y, de hecho, lo va a mejorar. Lo importante es que no surja entre nadie ningún atisbo de impulso que empuje a diferentes grupos de gente (de hombres y mujeres) a buscar  salidas de la sociedad patriarcal y, por ende, de la sociedad capitalista. El sistema requiere de voluntades que quieran permanecer en él, que realicen continuos cambios pero guardando las estructuras vitales.

***

         Lo que he señalado por ahora son dos cosas: a) nuestra incapacidad de tomarnos la vida en nuestras propias manos y nuestra casi total dependencia del Estado (lo cual muestra una vez más que la separación conceptual entre el Estado y la Sociedad no deja de ser un engaño, una mentira: hoy el Estado se halla expandido a lo largo y ancho del cuerpo social compuesto por masas de individuos identificados con Él o que reproducen sus lógicas y mecanismos aunque en sí el aparato estatal se halle medio ausente); b) que el asesinato y la violación de las mujeres son apariciones letales y brutales de un sistema amplio y complejo (contra las cuales, evidentemente, hemos de luchar con todas nuestras fuerzas), el cual llamamos patriarcado, per que la lucha anti-patriarcal tiene que enfocar todas las manifestaciones del patriarcado que padecen las mujeres. Es decir, se requiere una crítica social que apunte a la totalidad del Sistema establecido.

Sobre integración como instrumento del Poder

***

          “…no hay uno que pueda imponerse sino como contradicción de dos” (Comunicado urgente contra el despilfarro, Comuna Antinacionalista Zamorana): efectivamente, la sociedad moderna presenta dos rostros opuestos que, en realidad, no son sino dos caras de la misma moneda: un mundo de bienestar y riqueza, de paz y seguridad; y otro mundo de desechos, de abismo social y de violencia. La existencia de este último es del todo necesaria para neutralizar cualquier intento de rebelión, pues rechazando por injusto el mundo dominado por violencia, crimen e indigencia, uno, demasiadas veces, cae en el error de reivindicar su sitio en el mundo de paz, democracia, desarrollo y bienestar. Y a la inversa, para aquellos que son integrados y bien acomodados, el infra-mundo sirve para hacerles creer que, efectivamente, ellos viven bien, en paz y bienestar. Así, se aspira a que todos tengan como ideal el Orden que les domina. La izquierda, generalmente, no hace sino caer en esta trampa una y otra vez hasta cansar a los propios y a los ajenos.

***

         Lo mismo que una esponja absorbe el agua en el preciso momento en que esta amenazaba con desestructurarla, pero que acaba por ser absorbida, engordando y ensanchando, a la vez, la superficie de la esponja, de la misma forma podemos imaginar cómo el Poder instituido en nuestras sociedades asimila e integra las protestas que en un principio podían llevar un germen de rechazo radical de lo establecido, con el pequeño detalle de que la capacidad de absorción del Estado es muy grande y no se sabe dónde pueden estar sus límites. Una parte de discursos de carácter feminista o cercano al feminismo están ya asimilados por el Estado, que sigue siendo perfectamente patriarcal. El Poder puede llegar incluso a nutrirse y alimentarse de la crítica que se le hace.

***

         Habría que también tener en cuenta que el Individuo juega un rol primordial en esta protesta y crítica que conduce al reforzamiento del Poder. Hay que olvidarse ya de una vez por todas de que el Poder funciona solo como algo exterior al individuo, que simplemente lo padecería, pero en su naturaleza verdadera le estuviera opuesto. Esta idea ha sido una de las perdiciones de las luchas sociales del pasado y también lo sigue siendo en muchas de las luchas del momento que vivimos actualmente. El Poder se reproduce en distintos niveles de la vida social, y esto es de vital importancia comprenderlo, el propio individuo está constituido por él. En un grado u otro, muchas mujeres en sus prácticas cotidianas justifican y perpetúan muchas de las manifestaciones de la sociedad patriarcal a la que están sometidas. Ellas mismas son las que, digamos en un lenguaje de izquierdas, traicionan su propia causa. Están, más o menos, y como más o menos la mayoría, constituidas por el Capital y por el Estado, y en su vida cotidiana reproducen relaciones que son necesarias para que todo siga funcionando tal y como lo está. El Estado se desmoronaría si no hubiera individuos, hombres y mujeres, que lo sostuviesen, precisamente, al ser lo que son.

***

         El individuo es el pilar básico del Estado. Mientras que en las formas menos progresadas del Estado, la gente, en muchas ocasiones, podía vivir un poco al margen de los reyes y tiranos, o simplemente padecerlos, el individuo moderno ni puede vivir al margen del Estado y del Mercado ni tampoco puede realizarse si no es a través de participación más o menos activa en sus estructuras (enseñanza, trabajo asalariado, cargo político, voluntariado para la cooperación al desarrollo, o como mero consumidor, pero también como desempleado, drogadicto o delincuente…). Si la aspiración del pueblo sería puramente negativa, la de quitarse de encima el Poder que lo oprimía, la aspiración del Individuo no sería sino la identificación total entre las estructuras del Poder y él mismo: que lo que quisiera el Poder también lo quisiera el individuo, que lo que necesitase el Poder también lo necesitase el individuo. Por tanto, el individuo no puede ser sinónimo de ‘gente’, al contrario, ‘pueblo’ o ‘gente se contraponen al individuo: mientras unos se definen vagamente por simple contraposición al Poder (y ya lo decía el propio Maquiavelo), el Individuo es núcleo básico del Poder democrático, está constituido por Él y lo constituye a la vez[2].

***

         La hegemonía del individuo y, por tanto, de conjuntos de individuos, en consonancia con lo que dice García Calvo, es la derrota de lo que queda en nosotros de lo sometido, de lo doliente, lo vivo, lo no-definido. Cuando, por ejemplo, alguien se queja del lamentable estado de las pistas de asfalto por las que transita cada día en su auto privado (¿no es signo de progreso que haya también mujeres conductoras?), lo que dificulta su tarea de ir y volver del trabajo o de las compras en los grandes supermercados de Lima, allí podemos estar seguros de que se trata de una voz del individuo, de alguien que se ha contentado con ser conductor, de estar en continuo movimiento y despilfarrar su vida, por lo que reclama unas condiciones óptimas para llevar a cabo esta orden del Sistema. La voz de lo que aún podría estar vivo en nosotros, lo sometido a las formas del Poder avanzado, o la voz del mismo sentido común (el cual no hay que confundir con las normas dadas por válidas y generalmente aceptadas), al contrario, rechaza en sí ser convertida en conductora, niega la utilidad del automóvil, sabiendo de su potencial de destrucción de campos y de ciudades, su esclavización al Trabajo asalariado y a las necesidades de circulación y de movimiento del dinero. Igualmente, siempre es un individuo quien se queja de la corrupción, pues entiende que los problemas de su sociedad nacen del mal funcionamiento de los aparatos del Estado, mientras que esa voz que no viene del individuo perfectamente «sistematizado», que de vez en cuando surge a pesar de su voluntad, susurra que no es la corrupción, sino la misma presencia de los aparatos del Estado la que le impide vivir. La corrupción afecta al tema del dinero, tema esencial para todo individuo, mientras que el pueblo no quiere saber del dinero. Cualquier rebelión o política de mujeres que no cuestione la relación intrínseca entre el Individuo y el Estado, entre la Persona y el Poder, caerá una y otra vez en la reproducción del Estado, en su renovación.

***

          La sociedad moderna se define, por tanto, entre otras cosas, por sus palancas de integración. Con esto no quiero decir que en nuestra sociedad global solo tengan lugar procesos de integración –también podemos observar numerosos casos de exclusión- pero tal exclusión, en muchas ocasiones, no deja de ser, por así decirlo, una integración precaria o deficiente, una integración suspendida, pues los “excluidos” y los “desechados”, allí donde se encuentren, no parecen dar muestras de capacidad de crear relaciones sociales antagónicas al mundo del cual les han expulsado. No se da allí un fuera del Sistema.

***

         En este sentido, el Sistema actual, a grandes rasgos, ha conseguido, al menos hasta ahora, neutralizar algunas luchas de las mujeres con cierto potencial subversivo abriendo a estas las puertas al Poder, a las instituciones o reconduciendo sus luchas a una mera lucha por mejor acceso a sus estructuras (en caso de este país, tal apertura es aún muy precaria y, por tanto, el Poder está lejos de ser perfeccionado en este sentido). Cuando la lucha anti-patriarcal se torna en lucha por la igualdad es cuando se puede aseverar con bastante seguridad que tal lucha ha sido integrada y asimilada por el Estado y el Capital. Eso no quiere decir que la lucha por la igualdad no sea legítima. Ahora bien, ya que aquí me atrevo a intentar hablar en contra del Poder, estoy diciendo que estas luchas, dependiendo del lugar y siendo más o menos eficientes en cuanto al logro de la integración de las mujeres en los puestos y cargos que representan el Poder, vienen a reforzar el orden existente, pues integran en él los elementos que antaño podrían haber sido disidentes y sediciosos.

***

         “La pretensión de ser jueces, jefes de estado, trabajar en esto y en lo otro y ser hasta militares, no deja de ser una trivialidad. Y garantiza una vez más que las mujeres queden sometidas al modelo impuesto por los hombres, anulando así las posibilidades de rebelión que en ellas podía latir. Y, por el otro lado, positivamente, esa incorporación no hace más que consolidar y reforzar las istituciones, en las que estas mujeres ganan puestos. Es una costatación trivial, al alcance de los niños, que una señora que es juez, general o Jefe de Estado no se distingue lo más mínimo de un señor que ocupa el mismo puesto. Los ejecutivos son intercambiables y, cuando son ejecutivas pasa exactamente lo mismo. La condición de ejecutivo se impone con mucho sobre la diferencia sexual” (Agustín García Calvo, La ética, vía de sumisión, 1988).

***

         Entonces, tal y como lo planteó Agustín García Calvo, hemos de plantearnos la siguiente disyuntiva: “o de verdad no estamos conformes con este mundo, y entonces la crítica no puede por menos que ser total porque todo en el Sistema está conexionado, o se trata de ganar puestos y avanzadas en una lucha típicamente reivindicativa dentro de este mundo, es decir, respetando el campo para ganar en él puestos.” (La ética, vía de sumisión, 1988[3]). En el caso de muchas de las luchas actuales por la igualdad se trata de mejorar la posición social de las mujeres. ¿Cuántas mujeres hay en el Congreso? ¿Cuántas mujeres ejecutivas hay en las grandes empresas? ¿Cuántas mujeres hay que no han ido o no van a la escuela pública o privada? Esas son las típicas preguntas que nos revelan que en realidad no se trata de una subversión del Orden, sino de su apuntalamiento: estas no cuestionan ni el Estado, ni la Empresa, ni la Enseñanza. Es decir, no cuestionan el Orden, su moral y sus valores: simplemente no se quiere estar en desventaja respecto al género masculino[4]. No cuestionan la Autoridad, simplemente quieren que las mujeres también puedan participar de sus privilegios; no cuestionan la Enseñanza, quieren tener el mismo acceso a ella, sin importar que esta siga siendo la misma fábrica que abastece el Mercado y el Estado pero con un enfoque de género; no cuestionan la Política, sino que buscan una paridad de género en el Congreso, en el interior de un partido o donde sea. Los debates sobre el sí o no del enfoque de género en la Enseñanza, en este sentido, desgraciadamente, contribuyen a que esta mentira siga funcionando.

***

         Es significativo, a tal respecto, observar, y en la misma línea que lo hizo Kaczynski, que muchas de las demandas sociales en torno a “género” se centran, efectivamente, en demostrar que las mujeres también pueden ser juezas, congresistas, presidentas, ejecutivas o participantes activas de la vida política instituida, que las mujeres pueden ser como hombres. Es decir, no se llega al rechazo verdadero de la sociedad ni de los patrones masculinos.

***

Sé que a muchos este planteamiento parecerá excesivo en tanto que se muestra una clara intención de rechazo radical de la sociedad establecida. En los tiempos que corren nadie parece estar por la labor de salirse de esta sociedad y cimentar otras, no hay espíritu de rebelión y de creación, no hay nada que nos una (el dinero y el trabajo capitalista no nos une, nos ata), pero no me queda más que insistir en ello: el soplo del aire fresco puede llegar en cualquier momento y de cualquier lado y hay que estar preparados. Por otra parte, aún arriesgando a simplificar en demasía, frente al planteamiento falaz del sistema patriarcal como una especie de mera privación de las mujeres de los privilegios de los que gozan los hombres, se ha de profundizar en el entendimiento de que el Mundo, la Civilización y la Historia desde sus comienzos, con su moral y ética, con su organización y cargos, en su mayor parte son elementos que llevan la impronta del ideal del Hombre, son inspiraciones del ideal masculino, es decir, son invenciones patriarcales. Es absurdo querer “ser mujeres libres y sin miedo” a través de la sumisión de estas a los modelos del hombre, lo mismo que es un sinsentido intentar usar sangre envenenada para salvar un cuerpo enfermo.


[1] Para ejemplificar esa institucionalización de la que hablo, invito al lector a pasar al siguiente enlace: https://www.pe.undp.org/content/peru/es/home/presscenter/articles/2020/la-politica-si-es-cosa-de-mujeres.html.

[2] Al respecto, es muy lúcida y clarificadora la crítica del Individuo que ha hecho Agustín García Calvo, por lo cual se recomienda su lectura. Nuestra crítica del Individuo se basa, justamente, en la interpretación de la crítica del pensador zamorano.

[3] Disponible en http://bauldetrompetillas.es/wp-content/uploads/pdf/eticaviadesumision.pdf.

[4] Nótese al respecto que en otras luchas sociales sucede algo semejante. Como ejemplo, cito lo que escribía T.Kaczynski en su manifiesto contra la sociedad industrial: “Muchos promueven acciones afirmativas, para mover a la gente negra dentro de los trabajos prestigiosos, para mejorar la educación en los colegios negros e invertir más dinero en tales colegios; la forma de vida de la «clase baja» negra la conservan como una desgracia social. Quieren integrar al hombre negro dentro del sistema, hacer de él un ejecutivo de negocios, un juez, un científico, simplemente como la gente blanca de clase medio alta. Responderán que la última cosa que quieren es hacer del hombre negro una copia del hombre blanco; en vez, quieren preservar la cultura afroamericana. ¿Pero en qué consiste esta preservación? Puede consistir simplemente en comer el estilo de comida negra, escuchar música negra, vestir ropa al estilo negro e ir a una iglesia o mezquita negras. En otras palabras, sólo pueden expresarse en los problemas superficiales. En todos los aspectos ESENCIALES más izquierdistas del tipo sobresocializado quieren armonizar al hombre negro respecto a los ideales de clase media del hombre blanco” (punto 29 de La sociedad industrial y su futuro).

Lo común y el individuo #1

Si hay Estado, es que lo común ha desaparecido o ha sido neutralizado y apenas pervive en las sombras; un Estado moderno si funciona así de bien es precisamente porque consigue atomizar a la gente y borrar de la faz de la tierra los vínculos comunitarios y directos (aún no lo ha conseguido del todo, pero el empeño y las buenas intenciones de mucha gente “buena” y “comprometida” no le faltan ni le faltarán). Como consecuencia de los siglos de usurpación que ha tenido el Estado respecto a las comunidades, los ciudadanos (una forma elegante de nombrar a los súbditos del Estado) lo consideran absolutamente necesario: y no puede ser de otra forma, en las condiciones en las que vivimos el Estado es necesario (en un mundo regido por el Capital es del todo necesario), sin el Estado ellos no serían lo que son; serían otra cosa, pero es mucho más cómodo y seguro conformarse con lo que uno es. Para convencerlos de que esto es así y no hay más, los dirigentes y los intelectuales recurren siempre a la misma estupidez que uno ya se aburre de denunciar: fuera del Estado solo hay caos y violencia (justamente, al ser tan estúpida y repetida millones de veces, funciona; el oficial nazi Goebbels conocía muy bien las potencialidades de este truco: una mentira dicha mil veces se hace verdad). Por tanto, en un Estado como este quedan cada vez menos restos de vida en común, de una vida autónoma y más o menos auto-suficiente; a cambio, se impone el individuo atomizado, dedicado a su vida privada y para quien su libertad termina allí donde empieza la libertad de otro súbdito y cuya existencia no puede ser concebida sin el Estado.

Vistiendo al pueblo con su larga pero asfixiante túnica, el Estado acaba con él, pues, al mismo tiempo que se expande por los contornos del pueblo, destruye y suplanta todo aquello que lo hacía totalmente prescindible. Se imponen otras relaciones, otra forma de vivir. Una vida que quiere liberarse de la tiranía de la mercancía (mercancía es, por decirlo de una manera simple, cualquier cosa que antes era lo que fuese y ahora es dinero) es por fuerza antagónica a esa “vida” mercantilizada que le beneficia al Capital y al Estado. No hace falta detenerse mucho tiempo en analizar cómo es esta forma de “vivir”, pues uno lo va sintiendo en sus propias carnes cada día. Esa vida, tal vez, podría cristalizarse en la imagen de un conductor del auto que va avanzando por el inmenso tráfico limeño, sintiendo el odio a todo aquel que pasa a su lado, obstruyéndole su libre camino hacia la nada, y mirando de reojo las vallas publicitarias que le ofrecen mil formas de consumir su tiempo y de consumirse. Estas le ofrecen todo tipo de “placeres”, servicios, entretenimiento, mientras él sufre, escupiendo insultos, el tráfico que le hace permanecer inmóvil. En toda esta situación de agotamiento, ni pasa por su cabeza salir del auto, deshacerse de él: mañana empezará el día cogiendo su carro otra vez: una persona convertida en conductor es mayoritariamente dócil.

Esta es la vida bajo el yugo del Capital progresado: diariamente, a cada paso, sentir en lo más profundo de uno repulsión por la vida que se lleva, que sería insoportable si no fuera que tenemos “tranquilizantes” con los que mitigar ese hondo dolor: uno de ellos, el peor de ellos, es el de creerse que, a pesar de todo, una vida bien llevada dentro de esta sociedad es algo que se debe desear y a lo que se debe aspirar; que llevando una vida esencialmente miserable y aburrida, uno consiga creerse que está bastante contento con cómo le va (si es que se trata de alguien más o menos integrado) o que las cosas, por la fuerza de la Historia, son así, como si la historia fuera algo separado de las decisiones que tomamos. Ante la evidencia de la propia impotencia ante la realidad, no hay nada mejor que crearse y creerse uno mismo su propia felicidad ilusoria y volátil.

Lo común, la vida palpable y sensible desaparecen a medida que se produce y re-produce este tipo de individuos que conforman nuestras masas sociales y el tipo de relaciones correspondiente; vivimos en la época del dominio aplastante de ese hombre estatizado,  ese hombre inútil como bien dijo uno, que no se ve con capacidad de vivir sin la escuela, sin la universidad, sin el trabajo asalariado, sin dinero y sin todos los sustitutos que le brinda el Estado para desposeerlo de su propia vida y de autonomía. Cuanto más nos iremos integrando en la sociedad, más nítido se siente eso: muchos de los adultos que pueblan barrios como Bocanegra seguramente habrán podido evitar probar del veneno de la enseñanza superior, y, por lo demás, han tenido que dedicar mucho tiempo de su vida a pelear por mejorar sus condiciones; sus hijos ya van cambiando: la gran parte de ellos son escolarizados por la educación estatal o para-estatal (privada), algunos han ido a la universidad y su impulso para consumir es aún mayor. Ya están un poco más integrados y un poco más muertos. Para ellos, la comunidad no es más que un espejismo: su constitución individual les incapacita para llevar a cabo una vida comunitaria, libre de los imperativos de la economía mundializada. Aunque tales individuos quisieran auto-organizarse, ser un grupo rebelde o insurrecto, el colectivo resultante no sería sino una suma, un agregado de individuos atomizados, fácilmente moldeables por el Estado y el Mercado. El individuo moderno solo sabe ser individuo-átomo, perfecto súbdito del Estado y excelente cliente de la Empresa.

La auto-organización ha de ir a la par con la destrucción en cada uno de nosotros de ese muerto viviente del que se sirve el Estado y el Capital para no dejarnos vivir. Del mismo modo, no tiene ningún sentido ponerse a socializar una vida esclavizada y empobrecida como esta que padecemos, es decir, auto-gestionar la miseria que nos quita el aliento. Si nos auto-organizamos para edificar junglas de cemento, para dedicarnos cada uno al consumo y generar toneladas de basura, para convertirnos todos en conductores y seguidores de partidos políticos, para, en última instancia, buscar ser incluidos en este mundo que se está viniendo abajo, para eso no merece la pena empezar nada. El retorno a lo común, si es que se hace, se hará sobre las ruinas de esta vida del individuo-masa y del entorno que es creado por y para él.

Lo común y el territorio #1

Seguro que en la memoria de muchos perviven aún los recuerdos de las luchas que se llevaron a cabo para poblar estas tierras que yacen hoy enterradas bajo capas de asfalto. Chozas hechas de esteras, ausencia de infraestructuras básicas, niños jugando en la tierra… Lo cierto es que hoy en día, apenas se ven por acá esas chozas, hay acceso al agua, se tiene luz, gas, casas de tres-cuatro pisos, carros, escuelas, locales comunales, etc. ¡Cuánto hemos progresado! Efectivamente, se ha progresado… en la integración en el sistema. No es mi intención cuestionar la legitimidad o no de aquellas luchas por mejorar las condiciones de vida, sería algo totalmente vano. Lo que es mucho más importante es que todo este proceso lleva un lado perverso, y es este lado oculto, oscuro el que quiero sacar a la luz.

Como digo, se ha progresado  no solo en cuanto a las mejoras de las condiciones de vida, sino, y esto es lo que me importa, en la integración en el sistema actual de desposesión y de engaño. Como resultado de todo esto las actividades que se llevan a cabo en Bocanegra, el tipo de urbanización que tiene, el tipo humano que lo habita hoy en día ya no corresponden tanto a un barrio que habitan unos pobres marginados y desfavorecidos, inadaptados a las exigencias del modelo socio-económico vigente, sino a un espacio urbano en el cual las lógicas mercantiles y estatales han entrado y se van asentando con fuerza cada vez mayor. Antes estábamos al margen, hoy nos han domesticado y la gran parte de aquello que nos constituye como sujetos obedece a las necesidades que tiene de desarrollarse y expandirse el Estado y el Capital. Y si aún estamos con un pié fuera de su mirada, no somos capaces de vivir de otra forma, de una manera que no reproduzca estas relaciones estatizadas y mercantilizadas.

¿No le preocupa eso a Usted? ¿Le parece que esto es mero signo del Progreso? Será, entonces, que anda demasiado despistado o despistada, pues hace mucho tiempo que el Progreso se ha revelado como miseria y destrucción; el Desarrollo hoy cumple la misma función que para los fascistas alemanes lo cumplía la raza, o para los comunistas soviéticos, la clase: ideales en nombre de los cuales destruir vidas de la gente. ¿O acaso no ve lo que pasa en la admirable Sierra o Amazonía que tienen la desgracia de pertenecer al Estado y que la gente que ha tenido la mala suerte de habitar allí se ve reducida a nada más que estorbo para el Progreso de la Nación en conjunto?

Una de las numerosas formas de destruir lo común es privando a la gente del espacio en el que vive, convirtiéndolo en un soporte del sistema capitalista: en algunos lugares el territorio se vuelve objeto de explotación minera, en otros, del turismo, en otros en soporte de infraestructuras de la agro-industria, del transporte, etc. Se trata  precisamente de conseguir que el habitante de una ciudad sea mero transeúnte en el mismo espacio donde vive, que no tenga ningún derecho a decidir cómo y para qué utilizarlo y que, además, lo tome como algo absolutamente normal. Y mientras permanezca en silencio, (o, como sucede lamentablemente en muchos casos, incluso saludando este robo con efusividad y alegría), será un buen vecino y ciudadano; ya sabe qué será cuando le diga “no” al Poder…

Estas tierras, en las que antaño la gente aún podía dedicarse al cultivo de la tierra, se han vuelto asfaltadas, cementadas y contaminadas hasta no poder más. Una vez que nos hemos desecho de la tierra, del apego a ella, nos hemos descubierto todos desarraigados e indefensos ante los infortunios que produce la marcha de la economía global. Como es obvio, un barrio periférico como Bocanegra no ofrece ninguna atracción turística, ni es fuente de abundantes recursos naturales, pero la privación del territorio aquí se aprecia sobre todo en las propias actividades de la población, en la proliferación de relaciones mercantilizadas, en el sistema de transporte (no olvidemos que estamos cerca de dos puntos neurálgicos de este Estado capitalista como lo son el aeropuerto Jorge Chávez y el puerto del Callao; y formamos parte, a fin de cuentas, de esta monstruosidad tentacular llamada Lima), en la creciente aparición de centros de consumo, entre otras cosas, las cuales hacen que el modo de vivir sea compatible con las exigencias del capitalismo, a pesar de las aún deficientes infraestructuras y sistemas de servicios. Siempre se puede exigir más y, lamentablemente, como sucede en muchos casos, los que están menos integrados quieren integrarse más, aspiran al Ideal de vida buena que el propio sistema vende cada día: quieren tener mejores autopistas, escuelas de mayor calidad, mayores ingresos para el consumo, más y mejor trabajo asalariado, un televisor más grande…

Estamos presenciando el desarrollo de una totalitaria jungla de cemento, asfalto y hormigón, donde se privilegia la circulación del vehículo privado y la hiper-conexión de transporte y de comunicaciones, se da la conversión de gran parte del espacio en zonas de consumo, con sus centros comerciales, restaurantes, hoteles, etc. Hoy se aprecia fácilmente en qué consistía la trampa con la que el Estado peruano convirtió su derrota en la más absoluta victoria: reconoció el derecho de la gente a ocupar estas tierras y vivir en ellas, pero instándole a vivir de tal forma que sea compatible con sus necesidades y, por tanto, sin que la vida de esta gente constituya amenaza para Él ni para su otra cara que es el Capital.

Seguramente hace tres-cuatro décadas pocos se podían imaginar que el capitalismo moderno no solo pasaría a explotarlos en el trabajo, sino también incluso cuando simplemente habitan un lugar. Aún en espacios como Bocanegra, que hoy por hoy sigue siendo muy periférico respecto a los flujos financieros de Lima, la vida de su población discurre sin alterar en nada las necesidades del Estado y del Mercado y, por el contrario, ya se ve impregnada por sus valores (obviamente, esos valores se nos aparecen como si surgiesen naturalmente de la población). El Capital necesita aeropuerto, necesita que compremos televisores y que manejemos carros, pero de nada le sirven comunas con apego a la tierra que viven en circuitos fuera del mundo de la mercancía y no rinden cuentas a ningún Ministerio (recuerden la comunidad agrícola El Ayllu en el Callao). Esta es una cuestión elemental que se ha de plantear: sin territorio liberado del Mercado y del Estado no hay posibilidad alguna de construir una vida autónoma, comunitaria, horizontal y en equilibrio con el entorno. Cada día de nuestras vidas es una derrota más, pero aún no es total.