Sobre el mecanismo de asimilación y su uso con los pueblos nativos amazónicos

«El mundo que vais a hacer, más os valiera no verlo»

Agustín García Calvo, Carabelas de Colón

No extraña mucho que, viendo lo enferma que está la sociedad desarrollada y el tipo humano insustancial y embrutecido que se forma en el corazón del Desarrollo y en sus márgenes, pues, como decimos, no extraña tanto que algunos de los que estamos hastiados de tanto embrutecimiento generalizado echemos la vista hacia los restos de lo que aquí llamamos pueblos indígenas, nativos o hasta primitivos, con una especie de ligera esperanza de encontrar en ellos lo que a nosotros nos falta. Para mirarlos con los ojos llenos de todo aquello que quisiéramos tener aquí y no tenemos, pues vivimos en el reino del ruido, de las informaciones (frescas ellas, las de cada día) y la diversión, que envuelven, con su cobertura luminosa, el reino verdadero: el del aburrimiento, de la depresión (y su contrapar en forma de la felicidad del idiota) y del vacío. Para encontrar gentes y tradiciones que aún pueden discernir cuando conservar es menos dañino que progresar a ciegas. Para volver a toparnos con hombres y mujeres entre los que no te encontrarás en cada esquina (ya digitalizada, ya conectada a la red mundial donde todos se conectan porque no tienen mejor cosa que hacer) con un influencer de turno dispuesto a encontrar, hasta debajo de las piedras, a los ávidos consumidores de sus indigestos contenidos (lo peor de todo, es que lo consigue).  

Pero, ay, como suele pasar con las ilusiones, una mirada un poco más detenida sobre las cosas las hace saltar por los aires. Es que de entrada uno se engaña cuando se hace esas ilusiones, pensando que aún quedan mundos que no son este mundo nuestro, que están fuera de él, que son distintos, como pequeñas islas de autonomía y tradición en medio de un embravecido mar de una dependencia extrema, el sinsabor y el sinsentido. Y que es que ya apenas queda algún resto de un mundo separado de este en el que estamos pudriéndonos y debatiéndonos entre sus basuras y desechos, pues todas esas tradiciones, que aún oponen resistencia a su descomposición dentro del mundo del Desarrollo digitalizado, son presa tanto del Estado y de las empresas, de los negocios lícitos e ilícitos, como también de nuestra Ciencia y nuestra Academia, de nuestras ideas y creencias. Para nuestra sociedad, los indígenas constituyen un problema por resolver, así que los académicos y los voluntarios, los cooperativistas y los activistas de toda laya corren de prisa para atender la ‘cuestión indígena’. Los expertos se hacen preguntas acerca de sus miserias y problemas, mientras que los académicos escriben toneladas de artículos sobre sus rasgos, sus ideas y sus reivindicaciones. Se les capacita y se les empodera, se les informa y se les instruye para que puedan entrar al mundo que se los está tragando en tanto que comunidades. En definitiva, están ya dentro de nuestra sociedad, de una u otra forma.  

Ciertamente, es fácil que uno se engañe en este sentido, pues hoy, como nunca, se habla de la interculturalidad y la diversidad cultural, de los retos de por aquí y de por allá y de las identidades de toda índole, cada una competiendo en singularidad con las demás. Y solo después de un tiempo uno se da cuenta de que todas esas numerosas reuniones y debates en torno a la diversidad cultural, todo el tinglado que se monta alrededor de esto, son simplemente como una especie de una celebración funeraria, donde la pobre fallecida es justamente esa diversidad cultural, que, como suele pasar con los muertos, se vuelve inofensiva para los vivos y se le recuerda solo con palabras llenas de aprobación, compasión y bondad. Solo de una diversidad amortecida e inofensiva pueden tratar con esa benevolencia y hasta preocupación los expertos académicos y los ejecutivos estatales y empresariales. Cuando esta, en cambio, está viva, cuando brotan de ella impulsos llenos de vitalidad, se la combate de una u otra manera.

Como el idioma revela ya de por sí cierta ideología del grupo que lo habla, un análisis del vocabulario de los representantes (los más activos y los que más contacto tienen con los que vienen a empoderarlos y capacitarlos) de esas culturas y tradiciones que aún permanecen de pie evidencia ese trance en el que estamos: en el que todos esos pueblos se van asimilando e integrándose (con más pena que gloria) en la sociedad industrial. Por poner solo unos pocos ejemplos, pero que son muy sugerentes: la ‘autodeterminación de los pueblos’, el concepto que han añadido algunos comuneros a su vocabulario en tanto que una reclamación política. Aquí no se trata de estar en contra o a favor de esa autodeterminación, sino del mismo hecho de entrada de ese término en el léxico de los líderes y luchadores indígenas. Ahora mismo carecemos de la información de si un término similar haya habido en algunas lenguas nativas del territorio peruano, pero poca duda cabe de que el concepto de autodeterminación de los pueblos sea un producto sociolingüístico de la sociedad occidental y de sus ideologías políticas, muy relacionado con otros conceptos como ‘nación’, ‘voluntad del pueblo’, ‘Estado’, etc. Tampoco nos cabe la menor duda de que muchas personas procedentes de nuestras sociedades ultra-desarrolladas apelan a este término y promueven la autodeterminación de los pueblos indígenas de América con las mejores intenciones, con honradez y el corazón lleno de buena voluntad y sentimientos. Ahora bien, lo que es importante, en relación a lo que estábamos diciendo sobre la integración de estos pueblos en la sociedad única, es que el uso de este tipo de términos por las gentes de estos pueblos revela que lo que se ha conseguido de forma inmediata es su inclusión en la Ley y el Derecho de esa sociedad, de esa cultura que los está devorando, que se los asimila a nuestros esquemas ideológicos y al modo de funcionamiento de la sociedad industrial. O sea, que dejan de ser diferentes. Ese es el precio que se paga. ¿No dicen que por la boca muere el pez? Pues, ahí está. Ya puede cada uno hacer los cálculos correspondientes de lo que vale más la pena.

En verdad, no hay mejor manera de acabar con estos restos de mundos diferentes y relativamente independientes del Leviatán (o de la Mega-máquina o como se prefiera) que por medio de su integración en el seno de la sociedad estatal. El resultado (esperable) de dicha integración es que los “de fuera” acaban hablando y pensando de la misma manera que “los de adentro” y su diferencia y su misterio se neutralizan, se empalidecen y pierden su sustancia. Se vuelven trasparentes, fácilmente entendibles para los gestores de la sociedad industrial. Tal asimilación llega a casos bastante extremos, en los que algunas comunidades amazónicas en Perú, por ejemplo, pretenden “conservar” sus tradiciones y sus modos de vivir gracias “al uso sostenible de recursos naturales” y “el turismo vivencial”. Uno, en verdad, no sabe si este tipo de expresiones han sido enunciadas por algunos comuneros desde la amenazada Amazonía o por algún universitario europeo que colabora con alguna ONG en pro del eco-desarrollo y busca ‘experiencias’ alternativas para su desarrollo y crecimiento personal (aprobado y recomendado por los especialistas en determinada versión de psicología).

El patético y apenas disimulado paternalismo de la cultura dominante respecto a estas tradiciones y culturas amazónicas provoca náuseas. Hasta ahora el Estado ha sido abiertamente hostil en relación a estas tradiciones y las ha destrozado y saqueado de una manera indignante. Ahora el paternalismo del Estado técnico viene a sustituir la vieja hostilidad racista: se levantan, una vez más, con más bajones que subidones, las políticas de Interculturalidad y de Caridad, para ayudar a esos “pobres” a sobrevivir. Primero se los ha masacrado. Y ahora se pretende conectarlos a los respiradores artificiales del Estado y de la Empresa. Incluso se llega a una especie de idealización y de romantización de estas culturas dentro de la sociedad industrial, pues tan notorio es el hastío de estar encerrado siempre en ella que cualquier otra cosa parece ser un destello del Edén perdido. Se sabe muy bien que estas tradiciones están tan debilitadas porque se las ha destrozado, se ha envenenado la tierra de la que vivían, se ha burlado de sus visiones sobre el mundo (diciendo que eran muy atrasadas respecto a la visión científica en la que se apoya el Estado). El nuevo paternalismo viene a completar la humillación: el verdugo histórico se compadece de su propia víctima, la víctima ahora es el objeto de su caridad, del empoderamiento y de la capacitación que le brinda su verdugo. Todo este giro se explica por el hecho de que estas comunidades están sufriendo las recientes etapas de la expansión de la sociedad industrial (o como se llame) que pretende incorporar estas tierras, junto con sus habitantes, a sus esquemas y planes de gobierno y economía. No en vano, uno de los problemas de mayor gravedad que sufren ahora muchas de las comunidades amazónicas no es otro que la descomposición comunitaria y su sustitución por el Estado.

La integración intercultural, en fin, debemos entenderla como lo es en realidad (y no perder el tiempo debatiendo una quimera intelectual de los académicos): una forma sutil y progresada de desintegración de estas comunidades para organizar el saqueo legal y normalizado de las tierras que estas habitan. Es muy difícil dominar a alguien que tiene una escala de valores opuesta a la tuya y se mantiene en sus trece, pero si el indígena empieza a creerse que la tierra es un saco de recursos a explotar para hacer negocios y “salir adelante” (o sea, «desarrollarse»), que sus propias costumbres y tradición son un filón que se puede rentabilizar en el mercado turístico, si le convences de que hay un desarrollo bueno al que puede aspirar (en contraposición al desarrollo malo que padecen), entonces la cosa ya marcha mejor: el indígena empieza a guiarse por los mismos esquemas ideológicos que aquellos que lo han capacitado desde el Estado y las ONGs y, por ende, ya no es una fuerza contestataria al totalitarismo productivista e industrial reinante, es una fuerza que suma esfuerzos para su apuntalamiento.

Es importante, por lo tanto, entender que, en el caso de estas comunidades, el problema no radica solo en las formas más violentas y brutales de la industrialización y del saqueo. Es evidente que estos pueblos han sido invadidos, saqueados, han padecido violencias de todo tipo. Pero el problema es más amplio y grave: el instrumento más potente del Poder actual es la asimilación y la integración. Y estas, normalmente, discurren por vías no violentas, sino todo lo contrario: para dominar sobre esos territorios y neutralizar el peligro de la diferencia que en ellos puede habitar, este instrumento, en vez de excluir (que sigue siendo también utilizado muy a menudo), integra, incluye esa diferencia dentro de su ser (que, como ya hemos dicho, incluso puede llegar a tener aspectos de idealización y de romantización), una vez que se neutralizan sus peligros y venenos, una vez que se suavizan sus asperezas y se vacía de contenido el corazón mismo donde se conservaba la fuente de aquella diferencia. Son formas más progresistas y democráticas de dominio, mucho más sutiles y sofisticadas que las formas más autoritarias y sangrientas. En América Latina, hoy en día, se pueden observar ambas. Lo más probable es que dentro de un tiempo, por medio de combinación de ambas formas del instrumento de dominio,  la parte de la Amazonía que nos recuerde que allí antes hubo una selva con vida propia, será reducida a las reservas naturales debidamente protegidas por los sectores ecologistas del Estado, mientras que toda la demás Amazonía se incorpore, de una vez y para siempre, a las autopistas del Desarrollo… ambas cosas sellarán su muerte y su sustitución por sucedáneos de ‘lo amazónico’ artificiales, vacíos y manipulables científica y técnicamente para favorecer el mantenimiento del sistema desarrollista.

Como lo que aquí se dice puede parecer muy sombrío y pesimista, hay que recordar que, como no hay futuro, la condena nunca es segura del todo. En cada momento hay cosas que están en juego. Es cierto que las comunidades amazónicas tienen demasiados frentes abiertos y no dan abasto: la guerra, que en su contra llevan el Estado y el Capital, se manifiesta con distintos rostros, legales e ilegales, abiertamente violentas o más disimuladas. Más aún, hay un problema al interior de estas comunidades, pues, empiezan a descomponerse desde dentro: los lazos comunitarios ceden ante el arraigo del Individuo, el portador por excelencia de la idea de Estado. Pero, aun así, el sistema que los tritura tampoco es omnipotente ni está nada claro que pueda con todo. Da fallos, y esos tienen que aprovecharse.  Ahora bien, y de eso hablaremos más detenidamente en otro momento, la duda que tenemos es la forma de proceder de los rebeldes en esta guerra: aquí desconfiamos mucho de la defensa positiva de estas comunidades, que, además del peligro de caer en la idealización de la que hablábamos al principio, se presta con mucha facilidad a la asimilación – en esto último insistía mucho y con toda la razón Agustín García Calvo. Contrariamente, y siguiendo una vez más las recomendaciones del zamorano, lo más sensato en esta guerra parece ser el ataque directo en contra del enemigo, en contra del Leviatán, en contra de la guerra y del desorden que produce el imperio del dinero. Es lo que se puede hacer desde dentro de la sociedad industrial.

Derecha-izquierda, izquierda-derecha

En España hemos vivido hace poco una gran juerga del politiqueo parlamentarista, con las caras de derechistas y de izquierdistas apareciendo por todos los sitios (uno empezaba a tener cierto miedo de mirarse en el espejo, por si, por alguna razón, en vez de la cara que uno acostumbra encontrar allí aparecía una geta de uno de esos ejecutivos estatales) y con los que se dan de pensadores y que instigaban (con una retórica que recordaba los tiempos de guerra: que si no votas al buen bando, serás culpable de la victoria del Enemigo y de todas las pestes por venir) a la población a votar para salvar la democracia y cosas por el estilo (yo ni siquiera me he aclarado quién, al final, quería salvar la democracia y de quién: pues tanto los de un lado como los del otro se presentaban como sus salvadores y garantes de sus inveterados valores). Y todavía puede que nos vuelvan a dar la lata en poco tiempo.

La actualidad política europea sigue basándose en la oposición derecha-izquierda, en ese juego democrático que nos regala la posibilidad de elegir legalmente lo que nos gusta. Aunque, por lo bajo, de vez en cuando uno espeta: “pero si es que en el fondo son los mismos”. Pero solo por lo bajo. Luego, la propaganda se impone a la voz viva. La actualidad manda creer en esa diferencia. Los derechistas (tan patrióticos ellos: dicen ‘España’, y se les hincha el pecho y se les humedecen los ojos) están aterrorizados ante la amenaza “comunista”, mientras que los votantes de izquierda (la domesticada, pobre ella, a no poder más y ahogada en sus propios clichés y superficialidades) están aterrorizados ante la posibilidad de que algún partido de derecha extrema acabe gobernando en su país y volvamos a los tiempos de oscuridad y terror. ¡Cómo si este aparatoso e irracional tinglado montado sobre lo ancho del mundo dependiera de algún partido político! La sola idea es absurda, pero ¡qué les importa el sinsentido del mundo que quieren administrar y en el cual seguir haciendo sus carreras!

Es muy cansino este tema y más cansino todavía ver cómo las masas, a pesar de la evidencia, se siguen tragando esta falsa oposición entre los unos y los otros. Pero hay que hacer que suene, a pesar de la propaganda, esa voz que de vez en cuando nos dice por lo bajo que los políticos de distintos colores son lo mismo. Se me ocurre una imagen que podría explicar en parte hasta qué punto llega en verdad esa diferencia entre ambos polos de la política de conformidad: estamos rodeados de árboles: por allí y por allá vemos abedules, robles y arces, pero damos unos cuantos pasos, y ante nuestros ojos aparecen, por acá y por allá, pinos y abetos. Si creemos en la Izquierda y en la Derecha, si creemos que son dos polos radicalmente distintos, sin apenas punto de contacto, nos parecerá que vemos ante nuestros ojos dos tipos de bosque distintos, separados. Pero con un poco de atención y perspectiva uno ve que no estamos sino en un solo bosque, compuesto de árboles de dos clases de hoja, dos clases que forman un todo, que forman un solo bosque.

Así sucede con la izquierda y la derecha: son dos polos opuestos que sostienen la misma estructura y, por ende, comparten el material del cual esta está hecha. Lo que ocurre es que su colaboración para el sostenimiento del Sistema procede por medio de oposición. Ambas en conjunto delimitan las posibilidades que tiene el Sistema en un momento determinado: son opciones de reproducción institucional del Sistema que tienen que rivalizar para que el esquema del Estado democrático se siga sosteniendo. Si es que la una no se sostiene sin la otra: ¿qué sería de la derecha si no hubiera una amenaza izquierdista? De igual manera, ¿qué pasaría con la izquierda si no hubiera una derecha contra la que dirigir a la masa de sus votantes? Sus diferencias están hechas en función de servir al mismo Señor. De hecho, tanto alarde que se hace de sus diferencias, tanta propaganda política y palabrería académica y experta, obedecen mayoritariamente a la necesidad inconsciente de ocultar su evidente sustrato común.

Es cierto que tal división ha respondido en el pasado a la necesidad de establecer diferencia entre aquellos quienes sostienen el Poder y aquellos otros que lo padecen. La derecha ha representado el Poder, mientras que la izquierda era lo que se le oponía. Ahora bien, lo que es la izquierda política (asociaciones, partidos, sindicatos) hace mucho tiempo que está plenamente integrada en la estructura del Poder. Aquí, cualquiera que se siente incómodo en el plano abstracto y metafísico que estoy utilizando, puede situarse en el plano histórico y ver que, en efecto, lo que han hecho históricamente las poderosas organizaciones izquierdistas, sobre todo por medio de su acceso al Poder, sea por medio de una revolución o por medio de una votación democrática, es perpetuar el Estado y servir al Capital. Y si no le gusta la Historia del pasado, fíjese en una pantallita de esas que todos tenemos a mano, donde nos cuentan la Historia de cada día, y verá que la izquierda que aparece ahí está condenada a servir al Amo, al igual que la derecha.

Dependiendo de cuáles son tus aspiraciones y convicciones personales (es decir, cuáles son las aspiraciones y las convicciones que te ha inculcado el Sistema por medio de su propaganda, publicidad o educación y que te tomas como si fueran tuyas propias) normalmente escoges alguna de estas variantes. En una democracia estás en tu pleno derecho de hacerlo. Sobre todo, si crees que el cambio de las figuritas en el escenario político puede de verdad significar algo más allá de la habitual política de conformidad, que los que acceden a aquellos puestos al servicio del Señor pueden hacer algo en contra de sus mandamientos… Pero… Si lo que quieres es abrir una brecha (y lo más grande posible) en los muros donde te han condenado a ir muriendo en vida, si no te quedas contento con esto que te venden como vida, como la aplastante realidad, no hay que entretenerse demasiado con los engaños democráticos: no queda más remedio que tener que reconocer el fundamento común de ambos polos y la necesidad de negación de ese fundamento, con lo cual esa oposición entre derecha e izquierda se vuelve mucho más superflua de lo que aparece en los medios de información de masas y en la mayor parte de los libros de ciencia política o sociología. La rebelión de la gente, si es atinada, estará dirigida en contra de ambos polos.

Ahora bien, la división entre el Poder y sus sirvientes, por un lado, y los que lo padecen, por el otro (pues que haya gente viva a pesar de la obra del Estado y que se niega a tragar las mentiras que le sueltan todos los días, no depende del buen hacer del izquierdismo… por suerte) no desaparece con la evidencia de la falsedad de la oposición derecha-izquierda, ni mucho menos. Tal división se mantiene, a pesar de todos los esfuerzos del Poder por asimilar y fabricar a la gente a su imagen y semejanza. Se puede, si se exige una alternativa, utilizar la distinción entre los de Arriba y los de abajo, cuyos términos no son tan engañosos como derecha e izquierda, aunque, eso sí, hay que usarlos con cuidado y cierta precisión (de la que podremos hablar en otro momento). El término Arriba, evidentemente, incluiría a los servidores del Estado tanto desde la derecha, como desde la izquierda. Y lo que es más importante aún: en el ideal, se pretende que no quede más que Arriba, que abajo se imponga la Ley de Arriba no solo como entidad externa, sino como una expresión del interior de los individuos. Hasta donde me consta, los políticos y los opositores institucionalizados no recurren a este tipo de oposición. Así que es una opción que podría aprovecharse todavía.

Sobre la idea de sostenibilidad

Ante los malos augurios del Futuro catastrófico algunos dirigentes y expertos parecen haber encontrado una fórmula para prolongar un poco más la vida del cadáver andante que es nuestra sociedad. Y es la noción de Desarrollo sostenible: de entre todas las nociones y teorizaciones expertas que ha habido en los últimos años, es, desde luego, la que mayor calado ha tenido en las instituciones del Poder. Como ya el propio término indica de lo que en última instancia se trata es de hacer del Desarrollo, de la sociedad capitalista, algo que se pueda sostener en el tiempo. Se pretende con ello hacer todos los cambios necesarios en la producción y en el consumo, en la política y en la economía, en la educación y en los hábitos, para que este monstruo que se está viniendo abajo se mantenga de pie. Para poner un ejemplo muy sencillo: para que la gente siga, por ejemplo, conduciendo automóviles, pero de una manera menos tóxica para lo que ellos llaman el medio ambiente. De esta manera es como el Estado y el Capital, o para ser más concretos, unas fracciones que están a su servicio, pretenden que el futuro sea el que ellos nos quieren imponer.

En algunos lugares esta noción verde y ecológica del Desarrollo avanza más rápido que en otros. Pero ya desde hace tiempo en cualquier rincón del mundo ya se viene escuchando la terminología sostenible y verde e incluso se viene hablando sobre la necesidad de ‘transición’ (claro está, garantizada por el propio Estado) hacia economías circulares, limpias y energías renovables. También en este sentido se dejan de extrapolar la Modernidad y la Tradición, por lo que también se empieza a hacer espacio para los restos de pueblos ‘tradicionales’ o ‘indígenas’, de los que se espera también un aporte, aunque sea simbólico, a una Modernidad inclusiva e intercultural. En verdad, el Desarrollo sostenible no viene a interrumpir la marcha embrutecedora del Progreso, sino hacerla más técnica y científica, para que no se estrelle tan rápido contra el muro de cemento y hormigón que es divisado en el horizonte gracias al cálculo científico.

Como toda hija del Poder establecido, se ocupa del futuro, porque pretende garantizar la supervivencia de lo existente. Evidentemente, es una idea progresista: además de garantizar dicha supervivencia, la sostenibilidad y toda la retórica ecologista en su torno buscan un perfeccionamiento técnico, político, económico, ecológico y social del orden impuesto y del dominio que ejerce. No vienen a interrumpir la marcha de las cosas, no vienen a detener la continuidad de lo dado, aunque a alguno tal vez lo parezca a primera vista. No: buscan perfeccionar los mecanismos que reproducen el orden estatal y capitalista, buscan asegurar su futuro.

Hay críticas notables y muy atinadas al desarrollismo (y a un cierto ecologismo) que no pretendemos aquí volver a repetir. Solo indicaremos un pequeño aspecto de este: que toda la noción de Desarrollo sostenible[1] es esencialmente hija de la sociedad de masas, es una respuesta de la ciencia y de la técnica a lo que ambas son capaces de calcular y establecer como futuro probable. Sus soluciones (tipo la de la sostenibilidad o la ecología integrada en el circuito económico), por tanto, consisten fundamentalmente en la expansión de la sociedad técnica y en el mayor dominio de la cuantificación científica pero a un nivel superior. Con el Desarrollo Sostenible la vida seguirá reduciéndose a lo que la ciencia puede cuantificar y medir, hasta los niveles que exija la administración del poder.

Con la palabra ‘sostenibilidad’ quieren pasar por sostenible aquello que no se sostiene si no es con la mentira. Solo hace falta encontrar una palabra adecuada: una vez encontrada, la explicación de la realidad que proporcionan los expertos en nueva materia tenderá a lo que esta expresa. La sostenibilidad pronto encontrará forma y contenido. Y si la realidad es bien tozuda y desmiente lo que expresa el concepto (incluso por la boca de los mismos expertos o sirvientes del Poder), este fácilmente puede defenderse por un tiempo contra las críticas proclamándose un ideal: una sociedad sostenible en el futuro. Si no somos sostenibles hoy, lo seremos mañana. Una vez declarada la palabra ‘sostenibilidad’ como absolutamente indisoluble de la imagen del futuro perseguido, ya poco importa cuán de veras sostenible sea el orden o cuán circular llegue a ser la economía. Cualquier revelación de su mentira no bastará para descarrilar la maquinaria puesta ya en marcha, hasta que no se produzca un agotamiento extremo y se vuelva imprescindible buscar nuevos conceptos y disfraces para salvar lo que se hunde. Conceptos y teorías que ya están siendo elaborados desde hace un tiempo, pretendiendo superar la noción del desarrollo sostenible, y que están esperando sus oportunidades (post-desarrollo, decrecimiento, teorías de la economía circular, etc.). En muchas universidades, al menos en Europa, ya tienen su lugar. Hay que entender que el sistema social actual necesita volver constantemente una mirada crítica hacia sí mismo, justamente para superar los momentos en que sus bases parecen tambalearse y amenazan con venirse abajo, con el fin de realizar cambios precisos que permitan mantenerlas, aunque bajo apariencias nuevas. Una crítica radical del orden estatal y capitalista, mientras tanto, no puede basarse en ninguna teoría que de entrada esté construida sobre los mismos fundamentos que el propio orden.

La tierra, con sus montes, árboles, lagunas y ríos, pide a gritos una interrupción del desarrollo. La humanidad (una abstracción de las tantas que hay), creyente en ser la dueña del mundo y casi ya del universo entero, no se detendrá por buena voluntad. Entender los gritos de la tierra y traducirlos al lenguaje humano es una tarea subversiva que hay que hacer en contra de esa pretensión de dominio.


[1] Con esto, evidentemente, no defendemos el Desarrollo a secas ni mucho menos. Simplemente, denunciamos el concepto del Desarrollo sostenible como un cambio que solo busca asegurar la continuidad de lo que ya existe.

Almas muertas

El Estado es totalitario porque es la forma perfecta o cerrada de organización política, en la cual el proyecto de organización, el proyecto de un Orden establecido por el saber humano y funcionando según el Plan de la Autoridad, sólo podrá cumplirse si ese Orden se refiere a un conjunto definido y numerable, a un verdadero Todo. Los sacrificios de indecisas vidas, de pequeñas libertades, y también de otros modos de ordenación, locales, vacilantes, relativos, consuetudinarios, que el Estado requiere para establecerse son tan abrumadores y costosos que no pueden imponerse si no es con la justificación definitiva de conseguir una organización perfecta, y por tanto total en su pretensión de Orden: si el Estado renunciara por un momento a la certidumbre y totalidad de su proyecto, la enormidad de lo pagado pondría sin más en evidencia su sinsentido.

Agustín García Calvo, ¿Qué es el Estado?

Observando un poco desde la distancia el barullo de los políticos y los académicos respecto a la llamada ‘cuestión indígena’ en Perú, no me ha pasado desapercibida su preocupación surgida a raíz del todavía elevado grado de imperfección o apertura en sus fronteras o, como diría García Calvo, en su definición: un hecho alarmante y molesto para cualquier pretensión de un orden cerrado y bien organizado como lo es, sin duda alguna, el Estado moderno. A pesar de lo relativamente conformados que están la mayoría de ellos, aún nos podemos entretener con este triste espectáculo: su imposición sobre los restos relativamente menos imbuidos por sus lógicas y todavía no metidos del todo dentro de su organización.

Como se sabe, todavía hay estados, como este peruano, ya bastante definidos, pero que aún están demasiado abiertos y muestran en sus muros relativamente grandes huecos por los que nadie sabe quién entra ni sale. Estando las cosas así, ¿cómo, díganme por favor, van a suplantar nuestra vida por lo que sea que ellos administran, si no se sabe exactamente a quién hay que administrárselo? ¿Cómo van a hacer sus negocios si no van a poder tener claro quiénes son sus clientes ni sus partes interesadas? Pues bien, y es que el Estado, como bien se sabe, tiene que recurrir, entre otras cosas evidentemente, al conteo de los individuos para constituirse: contando y definiendo las poblaciones que han quedado atrapadas bajo su jurisdicción es cómo se consigue su imposición y su necesidad sobre ellas. Es una de las condiciones importantes para su correcto funcionamiento y esa es justamente la que se aprecia con toda la claridad en este país latinoamericano. No estoy diciendo nada nuevo, en verdad, para aquellos como nosotros que ya tenemos nuestro DNI o pasaporte y estamos bien contados y definidos desde bien pequeños. Allá donde nos movemos, allá donde nos trasladamos por el ancho del mundo, convertido en un globo, prácticamente cada nuestro paso queda registrado de alguna manera. Pero, tal vez, para algunos restos de pueblos de América Latina esto va a ser una cierta novedad. Andan los hombres (y las mujeres, por supuesto, que cada vez hacen más de lo mismo que los hombres y se parecen más y más a ellos) del Estado y de la Academia, lo mismo que los representantes de las empresas, preocupados por estas tierras de que no todos los indígenas están bien contados, contabilizados y definidos claramente quién es cada quien. Y con pretextos humanistas y humanitarios despliegan sus aparatos, todavía débiles, todavía inseguros, pero que mañana serán eficaces y mortales en lo que se refiere al cierre del orden impuesto allí donde aún quedaba algún pequeño resquicio de otra cosa, fuera lo que fuera esta cosa. Les va la vida en ello, en definir y contar los restos de vida que queden por allí para evitar el grave problema del orden establecido de que quede por allí un afuera, un exterior, un espacio no conquistado y manejable para sus estadísticas y negocios. Y es que no hay Estado que tolere mucho la permanencia en la duda y en una diferencia no-domada, una forma de vivir escurridiza, que está como medio escabulléndose de sus leyes, sin aceptar o aceptando a regañadientes todas las supuestas bondades que traen el Estado y el Capital debajo del brazo y con las etiquetas como ‘diversidad’, ‘pluralismo’, ‘interculturalidad’ (que son imágenes de la falsificación, pues falsifican una realidad que es todo lo contrario: homogeneización y uniformización, pero que hoy en día se imponen recurriendo a pequeños detalles plurales y múltiples que actúan como enormes pantallas que encubren el engaño).

Para el actual dominio es absolutamente necesario contar y definir a los pocos pueblos indígenas que quedan relativamente fuera de su control (e insistimos en la palabra ‘relativamente’, pues, no es menos cierto que al menos en parte ya están dentro del orden impuesto por el Estado: ¿nunca se ha encontrado usted con algún indígena que le vende su ‘cultura’ como atracción turística para tipos tan normales y modernos como usted, sin duda, lo es?), para convertirlos en masa de individuos que necesita la democracia, deseosa de clientes y de votantes. Y es que tampoco hay Estado que valga si no impone sobre sus poblaciones el tiempo medido y muerto del Trabajo, sin el cual tampoco habría Capital, tal y como nos ha mostrado Agustín García Calvo en esa maravilla de escrito que citaba al comienzo. ¿Habrá una gran juerga cuando por fin se cumpla el sueño inveterado del estado peruano, ese que reza “unida la costa, unida la sierra, unida la selva contigo, Perú”? Como las demás restantes abstracciones en forma de un estado que figuran en los mapas de geografía política, Perú lleva al pueblo, atrapado dentro de sus fronteras, a la abstracción. Y allí donde se expanden sus fronteras se expande también la muerte, la mentira y el aburrimiento, y nuestra memoria se llena de tragedias, de sangre y de fango que todo Estado, también el democrático, necesita para imponerse primero, y sostenerse y actualizarse eternamente después. Menos mal que los ideales, que suelen ser totalitarios, como este mismo ideal de un Estado perfectamente cerrado, siempre se topan con que hay escapes, escabullimientos y fugas que, por muy pequeños que sean, frustran cualquier pretensión totalitaria.

La desgracia de la vecindad

Presentamos una tercera entrega de esta experimental y muy escueta forma de removernos contra lo que no nos deja vivir a partir de esas cosillas de la vida cotidiana (que no es que sean más cotidianos que el Capital o el Estado), en las que de vez en cuando nos paramos a pensar.

Esta vez ha sido el molestar que uno siente al tener que escuchar todos los días las obras inacabables de los vecinos en los barrios marginales de una aglomeración como Lima. Si se quiera, tómese este breve ataque como un pequeño homenaje a la maltrecha tierra, destrozada por la creciente urbanización.

¿Quiénes de nosotros no nos hemos quejado alguna vez de lo ruidosos o molestos que resultan a veces los vecinos que tenemos? Evidentemente, esto afecta a muchísima gente, pues muchos de nosotros no nos podemos permitir aquella forma de vivir tan espaciosa como la vieja burguesía o, incluso, si nos vamos al otro extremo, alguna gente del campo, que, cuando se metía en su huerto o jardín o se perdía por los campos o los bosques, que estaban allí dondequiera que uno alzara la vista, sí es posible que llegase a disfrutar de un silencio y de una soledad que siempre han sido para nosotros sinónimos de evasión de la ajetreada realidad que nos rodea para, precisamente, reencontrarnos con lo que había detrás de ella y sentirnos como parte de algo que nos hacía vibrar de una extraña e innombrable emoción cada vez que el viento nos acariciaba con frescura y suavidad. Así que echamos la culpa a nuestros vecinos por siempre escoger el peor momento para hacer bricolaje o remodelar sus pisos o casas: y nunca es bueno, pues si lo hacen entre semana, nos impiden trabajar, pero si lo hacen un fin de semana, ya no nos dejan descansar. Luego, por supuesto, están los gritos, los niños, las borracheras, el volumen del televisor o de la música… Motivos para quejarse hay de sobra.

Pero ¿no va siendo hora ya de que de una vez por todas denunciemos la podredumbre de la que nace esta triste “convivencia vecinal” a la que estamos abocados? A esa misma podredumbre que nos mete en los bloques de pisos o en los hacinados barrios metropolitanos donde, por mucho que no lo queramos, acabamos estorbando los unos a los otros (al individuo atomizado de la masa no puede más que estorbarle la demasiado cercana presencia de otro ejemplar como él). Ni aquel que muere en un “accidente de tráfico” lo hace por mero azar ni solamente por ser un mal conductor, ni nuestro vecino nos estorba únicamente por ser un mal vecino. Son las exigencias del progreso del Capital y del Estado las que nos mandan a jugarnos la vida por las autovías de lo ancho del mundo y son ellas quienes nos encierran en esos barrios apretujados, sin espacio ni posibilidad de vivir pudiendo estirar las piernas sin, a la vez, tener que propinar una patada al prójimo que está al lado. Ni verdadera comunidad, ni hermosa y muchas veces anhelada soledad: en vez de ellos, tenemos que aceptar el vivir en un estado de masificación, tan poco dada a la poesía y al disfrute, y de idiotez creciente (¿no le parece que anhelar algo tan sencillo como disfrute o soledad o poesía le resultará sumamente incomprensible y grotesco a alguien serio, como el que se dedica a la política seria o el que escribe sociología seria, quienes se las tienen que ver con cosas mucho más abstractas y realistas, como el Dinero, el Trabajo, la ciudadanía o el funcionamiento del Estado?).

Hace un tiempo escuché a un viejo pescador explicar una sabiduría que compartían, al parecer, las gentes del campo peruano. Dijo algo así como que la gente somos como plantas o animalitos: al igual que ellos necesitamos espacio de armonía entre nosotros, pues, como nos pasa con las plantas, si se les siembra demasiado junto, no crecen bien. Así también pasa con la gente: masificados y hacinados, se idiotizan y se vuelven irritables. Y henos aquí, en este mundo del progreso progresado y del desarrollo desarrollado, incapaces de cualquier forma de comunidad y masificados individualmente, uno por uno, sin poder soportar la molesta presencia de aquel, que no tiene más remedio que ser igualmente masificado y abocado a vivir en la asfixia generalizada de las grandes conurbaciones actuales, donde ya no queda nada más que muerte; nos hallamos aquí, en este estado permanente donde nos cuesta cada vez más encontrar un momento de soledad, de silencio, de descubrimiento, pues allí donde vivimos muchas veces no hay más que expansiones urbanas, masificadas, entregadas al imperio del automóvil, donde, como mucho y con bastante suerte, nos puede relajar un paseo nocturno por las calles de los barrios sumergidos en los tensos sueños de sus habitantes.

Pero, antes de acabar, he de insistir en que no se alegre mucho el lector pensando que él y yo, en tanto que individuos, en tanto que ejemplares individuales de esta masa, nos libramos de la bronca y que el mal radica únicamente en el exterior. Pues lo mismo que hay entes abstractas como el Estado y el Capital que promueven esta podredumbre, también el individuo es quien da por normal y hasta natural vivir en ella y se convierte con una facilidad aterradora en un sujeto casi perfecto para que estos entes abstractos prosperen. Si es que hasta se le ve contento con su vidilla privada que huele a asfalto, gasolina, masificación y hacinamiento. Y eso se debe a que, tal y como tan bien lo dijo Gustav Landauer, el Estado, ese que vive y se alimenta de esa podredumbre, se recrea en el vacío que se ha instalado cómodamente en cada individuo de la masa, que está muy predispuesto a tragar todo lo que se le ponga por delante, haciéndose cada vez más dócil y manipulable y, por ende, insoportable. En verdad, el Estado, en la forma de la aspiración al ideal de la organización perfecta, se ha tragado y comido a la sociedad que, aún así, por aquí seguimos sintiendo que no lo ha hecho del todo y que lo común, lo que no es Estado, lo que no es individuo de la masa estatal, sigue viviendo y latiendo con mayor o menor fuerza. Si dejáramos relacionarnos como Estado, tal vez, se asomaría la posibilidad de vivir de otra forma y de que la vecindad se convirtiera, como mínimo, en algo más soportable y llevadero, que fuera otra cosa.

Lo común y el individuo #1

Si hay Estado, es que lo común ha desaparecido o ha sido neutralizado y apenas pervive en las sombras; un Estado moderno si funciona así de bien es precisamente porque consigue atomizar a la gente y borrar de la faz de la tierra los vínculos comunitarios y directos (aún no lo ha conseguido del todo, pero el empeño y las buenas intenciones de mucha gente “buena” y “comprometida” no le faltan ni le faltarán). Como consecuencia de los siglos de usurpación que ha tenido el Estado respecto a las comunidades, los ciudadanos (una forma elegante de nombrar a los súbditos del Estado) lo consideran absolutamente necesario: y no puede ser de otra forma, en las condiciones en las que vivimos el Estado es necesario (en un mundo regido por el Capital es del todo necesario), sin el Estado ellos no serían lo que son; serían otra cosa, pero es mucho más cómodo y seguro conformarse con lo que uno es. Para convencerlos de que esto es así y no hay más, los dirigentes y los intelectuales recurren siempre a la misma estupidez que uno ya se aburre de denunciar: fuera del Estado solo hay caos y violencia (justamente, al ser tan estúpida y repetida millones de veces, funciona; el oficial nazi Goebbels conocía muy bien las potencialidades de este truco: una mentira dicha mil veces se hace verdad). Por tanto, en un Estado como este quedan cada vez menos restos de vida en común, de una vida autónoma y más o menos auto-suficiente; a cambio, se impone el individuo atomizado, dedicado a su vida privada y para quien su libertad termina allí donde empieza la libertad de otro súbdito y cuya existencia no puede ser concebida sin el Estado.

Vistiendo al pueblo con su larga pero asfixiante túnica, el Estado acaba con él, pues, al mismo tiempo que se expande por los contornos del pueblo, destruye y suplanta todo aquello que lo hacía totalmente prescindible. Se imponen otras relaciones, otra forma de vivir. Una vida que quiere liberarse de la tiranía de la mercancía (mercancía es, por decirlo de una manera simple, cualquier cosa que antes era lo que fuese y ahora es dinero) es por fuerza antagónica a esa “vida” mercantilizada que le beneficia al Capital y al Estado. No hace falta detenerse mucho tiempo en analizar cómo es esta forma de “vivir”, pues uno lo va sintiendo en sus propias carnes cada día. Esa vida, tal vez, podría cristalizarse en la imagen de un conductor del auto que va avanzando por el inmenso tráfico limeño, sintiendo el odio a todo aquel que pasa a su lado, obstruyéndole su libre camino hacia la nada, y mirando de reojo las vallas publicitarias que le ofrecen mil formas de consumir su tiempo y de consumirse. Estas le ofrecen todo tipo de “placeres”, servicios, entretenimiento, mientras él sufre, escupiendo insultos, el tráfico que le hace permanecer inmóvil. En toda esta situación de agotamiento, ni pasa por su cabeza salir del auto, deshacerse de él: mañana empezará el día cogiendo su carro otra vez: una persona convertida en conductor es mayoritariamente dócil.

Esta es la vida bajo el yugo del Capital progresado: diariamente, a cada paso, sentir en lo más profundo de uno repulsión por la vida que se lleva, que sería insoportable si no fuera que tenemos “tranquilizantes” con los que mitigar ese hondo dolor: uno de ellos, el peor de ellos, es el de creerse que, a pesar de todo, una vida bien llevada dentro de esta sociedad es algo que se debe desear y a lo que se debe aspirar; que llevando una vida esencialmente miserable y aburrida, uno consiga creerse que está bastante contento con cómo le va (si es que se trata de alguien más o menos integrado) o que las cosas, por la fuerza de la Historia, son así, como si la historia fuera algo separado de las decisiones que tomamos. Ante la evidencia de la propia impotencia ante la realidad, no hay nada mejor que crearse y creerse uno mismo su propia felicidad ilusoria y volátil.

Lo común, la vida palpable y sensible desaparecen a medida que se produce y re-produce este tipo de individuos que conforman nuestras masas sociales y el tipo de relaciones correspondiente; vivimos en la época del dominio aplastante de ese hombre estatizado,  ese hombre inútil como bien dijo uno, que no se ve con capacidad de vivir sin la escuela, sin la universidad, sin el trabajo asalariado, sin dinero y sin todos los sustitutos que le brinda el Estado para desposeerlo de su propia vida y de autonomía. Cuanto más nos iremos integrando en la sociedad, más nítido se siente eso: muchos de los adultos que pueblan barrios como Bocanegra seguramente habrán podido evitar probar del veneno de la enseñanza superior, y, por lo demás, han tenido que dedicar mucho tiempo de su vida a pelear por mejorar sus condiciones; sus hijos ya van cambiando: la gran parte de ellos son escolarizados por la educación estatal o para-estatal (privada), algunos han ido a la universidad y su impulso para consumir es aún mayor. Ya están un poco más integrados y un poco más muertos. Para ellos, la comunidad no es más que un espejismo: su constitución individual les incapacita para llevar a cabo una vida comunitaria, libre de los imperativos de la economía mundializada. Aunque tales individuos quisieran auto-organizarse, ser un grupo rebelde o insurrecto, el colectivo resultante no sería sino una suma, un agregado de individuos atomizados, fácilmente moldeables por el Estado y el Mercado. El individuo moderno solo sabe ser individuo-átomo, perfecto súbdito del Estado y excelente cliente de la Empresa.

La auto-organización ha de ir a la par con la destrucción en cada uno de nosotros de ese muerto viviente del que se sirve el Estado y el Capital para no dejarnos vivir. Del mismo modo, no tiene ningún sentido ponerse a socializar una vida esclavizada y empobrecida como esta que padecemos, es decir, auto-gestionar la miseria que nos quita el aliento. Si nos auto-organizamos para edificar junglas de cemento, para dedicarnos cada uno al consumo y generar toneladas de basura, para convertirnos todos en conductores y seguidores de partidos políticos, para, en última instancia, buscar ser incluidos en este mundo que se está viniendo abajo, para eso no merece la pena empezar nada. El retorno a lo común, si es que se hace, se hará sobre las ruinas de esta vida del individuo-masa y del entorno que es creado por y para él.

Lo común y el territorio #1

Seguro que en la memoria de muchos perviven aún los recuerdos de las luchas que se llevaron a cabo para poblar estas tierras que yacen hoy enterradas bajo capas de asfalto. Chozas hechas de esteras, ausencia de infraestructuras básicas, niños jugando en la tierra… Lo cierto es que hoy en día, apenas se ven por acá esas chozas, hay acceso al agua, se tiene luz, gas, casas de tres-cuatro pisos, carros, escuelas, locales comunales, etc. ¡Cuánto hemos progresado! Efectivamente, se ha progresado… en la integración en el sistema. No es mi intención cuestionar la legitimidad o no de aquellas luchas por mejorar las condiciones de vida, sería algo totalmente vano. Lo que es mucho más importante es que todo este proceso lleva un lado perverso, y es este lado oculto, oscuro el que quiero sacar a la luz.

Como digo, se ha progresado  no solo en cuanto a las mejoras de las condiciones de vida, sino, y esto es lo que me importa, en la integración en el sistema actual de desposesión y de engaño. Como resultado de todo esto las actividades que se llevan a cabo en Bocanegra, el tipo de urbanización que tiene, el tipo humano que lo habita hoy en día ya no corresponden tanto a un barrio que habitan unos pobres marginados y desfavorecidos, inadaptados a las exigencias del modelo socio-económico vigente, sino a un espacio urbano en el cual las lógicas mercantiles y estatales han entrado y se van asentando con fuerza cada vez mayor. Antes estábamos al margen, hoy nos han domesticado y la gran parte de aquello que nos constituye como sujetos obedece a las necesidades que tiene de desarrollarse y expandirse el Estado y el Capital. Y si aún estamos con un pié fuera de su mirada, no somos capaces de vivir de otra forma, de una manera que no reproduzca estas relaciones estatizadas y mercantilizadas.

¿No le preocupa eso a Usted? ¿Le parece que esto es mero signo del Progreso? Será, entonces, que anda demasiado despistado o despistada, pues hace mucho tiempo que el Progreso se ha revelado como miseria y destrucción; el Desarrollo hoy cumple la misma función que para los fascistas alemanes lo cumplía la raza, o para los comunistas soviéticos, la clase: ideales en nombre de los cuales destruir vidas de la gente. ¿O acaso no ve lo que pasa en la admirable Sierra o Amazonía que tienen la desgracia de pertenecer al Estado y que la gente que ha tenido la mala suerte de habitar allí se ve reducida a nada más que estorbo para el Progreso de la Nación en conjunto?

Una de las numerosas formas de destruir lo común es privando a la gente del espacio en el que vive, convirtiéndolo en un soporte del sistema capitalista: en algunos lugares el territorio se vuelve objeto de explotación minera, en otros, del turismo, en otros en soporte de infraestructuras de la agro-industria, del transporte, etc. Se trata  precisamente de conseguir que el habitante de una ciudad sea mero transeúnte en el mismo espacio donde vive, que no tenga ningún derecho a decidir cómo y para qué utilizarlo y que, además, lo tome como algo absolutamente normal. Y mientras permanezca en silencio, (o, como sucede lamentablemente en muchos casos, incluso saludando este robo con efusividad y alegría), será un buen vecino y ciudadano; ya sabe qué será cuando le diga “no” al Poder…

Estas tierras, en las que antaño la gente aún podía dedicarse al cultivo de la tierra, se han vuelto asfaltadas, cementadas y contaminadas hasta no poder más. Una vez que nos hemos desecho de la tierra, del apego a ella, nos hemos descubierto todos desarraigados e indefensos ante los infortunios que produce la marcha de la economía global. Como es obvio, un barrio periférico como Bocanegra no ofrece ninguna atracción turística, ni es fuente de abundantes recursos naturales, pero la privación del territorio aquí se aprecia sobre todo en las propias actividades de la población, en la proliferación de relaciones mercantilizadas, en el sistema de transporte (no olvidemos que estamos cerca de dos puntos neurálgicos de este Estado capitalista como lo son el aeropuerto Jorge Chávez y el puerto del Callao; y formamos parte, a fin de cuentas, de esta monstruosidad tentacular llamada Lima), en la creciente aparición de centros de consumo, entre otras cosas, las cuales hacen que el modo de vivir sea compatible con las exigencias del capitalismo, a pesar de las aún deficientes infraestructuras y sistemas de servicios. Siempre se puede exigir más y, lamentablemente, como sucede en muchos casos, los que están menos integrados quieren integrarse más, aspiran al Ideal de vida buena que el propio sistema vende cada día: quieren tener mejores autopistas, escuelas de mayor calidad, mayores ingresos para el consumo, más y mejor trabajo asalariado, un televisor más grande…

Estamos presenciando el desarrollo de una totalitaria jungla de cemento, asfalto y hormigón, donde se privilegia la circulación del vehículo privado y la hiper-conexión de transporte y de comunicaciones, se da la conversión de gran parte del espacio en zonas de consumo, con sus centros comerciales, restaurantes, hoteles, etc. Hoy se aprecia fácilmente en qué consistía la trampa con la que el Estado peruano convirtió su derrota en la más absoluta victoria: reconoció el derecho de la gente a ocupar estas tierras y vivir en ellas, pero instándole a vivir de tal forma que sea compatible con sus necesidades y, por tanto, sin que la vida de esta gente constituya amenaza para Él ni para su otra cara que es el Capital.

Seguramente hace tres-cuatro décadas pocos se podían imaginar que el capitalismo moderno no solo pasaría a explotarlos en el trabajo, sino también incluso cuando simplemente habitan un lugar. Aún en espacios como Bocanegra, que hoy por hoy sigue siendo muy periférico respecto a los flujos financieros de Lima, la vida de su población discurre sin alterar en nada las necesidades del Estado y del Mercado y, por el contrario, ya se ve impregnada por sus valores (obviamente, esos valores se nos aparecen como si surgiesen naturalmente de la población). El Capital necesita aeropuerto, necesita que compremos televisores y que manejemos carros, pero de nada le sirven comunas con apego a la tierra que viven en circuitos fuera del mundo de la mercancía y no rinden cuentas a ningún Ministerio (recuerden la comunidad agrícola El Ayllu en el Callao). Esta es una cuestión elemental que se ha de plantear: sin territorio liberado del Mercado y del Estado no hay posibilidad alguna de construir una vida autónoma, comunitaria, horizontal y en equilibrio con el entorno. Cada día de nuestras vidas es una derrota más, pero aún no es total.