Vivir eternamente

¿No quieres vivir eternamente? ¿No crees que envejecer no sea más que una enfermedad que algún día podrá curarse gracias al progreso científico? ¿Qué te parece si un día nos hacemos como los dioses de los pueblos antiguos y alcanzamos la inmortalidad? Que no, compañero, que no son preguntas que se hacen algunos chiflados. Son preguntas serias, de gente muy seria y hasta con estatus de científicos. ¿No crees tú, acaso, en la Ciencia? Pues ya puedes mirar con más optimismo al futuro. Con un optimismo razonable, claro: lo más seguro es que no seremos inmortales todos, cada uno de los tantos billones que estamos en la tierra, pues ya sabes que al igual que hoy, en los tiempos de la mortalidad, no todos tienen dónde caerse muertos, mañana, en la época de la inmortalidad, no todos tendrán dónde permanecer vivos.

Mira: ¡cuántos millones se gastan algunos adinerados persiguiendo el sueño de la inmortalidad! ¿Acaso crees que toda esta gente se gasta esas millonadas para nada? ¿No serán ellos los primeros en darse cuenta por dónde empieza el camino al tecno-paraíso?

Eh, muchacho… ¡Y pensar que algunos ya se creían vivir en un mundo sin utopía! A cada ideología le corresponde su utopía, ¿no lo sabías? A la sociedad donde la Ciencia es la religión y la técnica es su profundo motor le corresponde una utopía con el correspondiente carácter científico y tecnicista. Cambia la envoltura, la presentación y la jerga, pero la cosa sigue siendo tan igual como cualquier otra utopía moderna. Hay que creer en algo, ¿no te lo dicen así todos los días? Algunos creyentes en los prodigios científicos de la futura inmortalidad van un paso por delante: creen en lo que al simple mortal aún le parece imposible. Claro, el pobre profano aún dispone de la facultad de preguntarse: ¿no será esa fe tan segura en el Glorioso Futuro robótico un modo de recubrir y ocultar la negativa de esos tecno-profetas a mirar el mundo tal y como es (donde los mortales no solo han de morirse algún día, sino que están continuamente expuestos a una especie de mortificación en vida y aturdimiento de los sentidos y la conciencia) y a tener que lidiar con la idiotez personal. Porque es que, en efecto, hay que ser lo suficientemente idiota como para querer aguantar la estupidez de uno mismo durante toda una eternidad (sin darse cuenta, claro, esta es la condición de la estupidez).

Hemos entrado en una fase definitiva, a partir de la cual todo deseo de mejora cualitativa en la sociedad se basa en la creencia en que el Hombre y su Ciencia puede (y como puede, debe) corregir todas las imperfecciones de la naturaleza y de los humanos de carne y hueso. El mundo y la vida de antes eran tan impredecibles, incontrolables, aparentemente irracionales y, encima, el pobre hombrecillo es todavía mortal. ¡Qué cosa más arcaica e injusta esa de tener que morirse uno (con todos los millones que a uno le pueden quedar aun por gastar y mover de un sitio para otro)! Ya va siendo hora de que el Hombre, equipado con sus novísimos adelantos técnicos y científicos, fulmine todo ese cúmulo de imperfecciones y cree un mundo donde todo es previsto, controlado y perfecto: o sea, un perfecto mundo de la muerte (que es prevista, controladora y absolutamente perfecta, pues si te mueres una vez, ya no hay quién te saque de allí, muchacho; a la muerte le basta con alcanzarte una sola vez).

A lo largo de la historia, se ha soñado con la inmortalidad. Los científicos están dispuestos a cumplir tal inveterado sueño del Hombre. En toda sociedad histórica, en cualquier civilización se han perseguido los Ideales correspondientes a cada tiempo en la búsqueda de la Gloria eterna. El paso del tiempo nos deja algún que otro recuerdo de estas civilizaciones y sociedades, y gracias a ello podemos apreciar esa estupidez y vanidad del Hombre, que se pasa la vida haciendo el imbécil. Así pasará seguramente con nuestra civilización: no será sino otra huella, la más perfecta y lograda de todas, de la estupidez del Hombre. Ojalá quede alguien, razonable y sensible, para apreciarlo.

¿Es sexista el lenguaje? Reflexiones en torno al lenguaje y la realidad

Lo que no se nombra, ¿no existe?

El lenguaje no sexista, lo mismo que, en general, el lenguaje políticamente correcto, por suerte para la gente de a pie, no suele traspasar muy a menudo las fronteras de las instituciones políticas, las académicas, mediáticas o de algunos círculos de activistas, aunque tampoco hay que descartar su entrada en el lenguaje corriente de la gente. Por otra parte, que el venerado Congreso español o una universidad tenga una guía del lenguaje inclusivo o algo similar no nos preocupa demasiado. Allá que hablen ellos como les dé la gana. Por suerte, el lenguaje es una fuerza muy difícil de atrapar y manejar. Pero, a pesar de todo, a veces resulta molesta esta seguridad con la que hablan algunos del sexismo del lenguaje, como si supieran perfectamente lo que dicen.

En España varios lingüistas intentaron mostrar sus reservas al respecto, pero debe de ser que lo que han apuntado no ha tenido mucho efecto. Como se trata de un asunto muy politizado, desde luego, no es nada fácil que se imponga la razón. En una entrada en Internet titulada “Aquello que no se nombra, no existe. O por qué es necesario comunicar con justicia de género” se dice explícitamente: “Acabamos de publicar la guía de comunicación género-inclusiva. ¿Y por qué? Porque el lenguaje y la comunicación son herramientas muy poderosas, también para luchar por los derechos humanos [cursiva mía]”. Nos ahorran el trabajo de descifrar sus intenciones: la idea es convertir la lengua oficial en un instrumento al servicio del feminismo y de los derechos humanos. Pero el problema no reside solo en ese uso político (pues es habitual que el lenguaje lo tenga), sino también en que tal uso se deriva de una equivocación respecto a lo que es el lenguaje.

Para empezar, el hecho de que “lo que no se nombra, no existe” es más complejo de lo que pueda parecer a primera vista. Tal afirmación conlleva su contrapartida: “lo que se nombra, existe”. Me imagino que el uso del cultismo ‘existir’ aquí implica una especie de sinónimo para ‘hay’, que utilizan los simples mortales. Pues bien, hay que anotar que se nombran en nuestra lengua ‘orco’, ‘unicornio’, ‘Satanás’ y también ‘Napoleón’, por poner solo unos pocos ejemplos, que sí existen como entes reales, esto es, como ideas que forman parte de la realidad, aunque solo sea en cuanto a ficción, fábula o personaje de la Historia (en el caso de ‘Napoleón’). Pero el hecho de que se nombren ‘orcos’ no hace que, por allá, por debajo de nuestras ideaciones acerca de la realidad, los haya. Y, por otra parte, en efecto, para que algo sea real o perteneciente a la realidad tiene que ser denominado con un nombre, o sea, ser sabido e ideado. Para que la manzana sea lo que le corresponde por su significado, tiene que tener un nombre, tiene que tener una idea de lo que es ‘manzana’ a la que se reducirá cualquier manzana que se pueda encontrar por el mundo. Pero lo que parece claro también es que lo que haya por allí, de desconocido, no se agota en la realidad (en lo que existe), que es conocida y sabida, la realidad no puede dar cuenta de todo lo que hay, y por eso es que los significados de las cosas nunca están perfectamente definidos.

Agustín García Calvo describió detalladamente que la Realidad no es todo lo que hay en su ¿Qué es lo que pasa? (2006); remito a esa obra al lector que quiera profundizar en estas cuestiones, sin duda, apasionantes. Así que por mucha repetición del eslogan que debe de parecerles infalible (‘lo que no se nombra, no existe, majete’), su denuncia del sexismo del lenguaje no resulta muy convincente: no convence ni su concepción de lo que es realidad ni la implicación del lenguaje en su construcción.

Se comprende perfectamente que la realidad no puede constituirse sin la mediación del vocabulario semántico de un idioma, de las palabras que tengan un significado semántico (‘mesa’, ‘burro’, ‘alma’, etc.), que no es otra cosa que la idea que se tiene sobre algo. Nos acercamos a las cosas por medio de nuestro lenguaje, a la manzana real solo podemos acceder por medio de asignación de un nombre y de constitución de una idea de lo que es la manzana. Gustav Landauer (2015:30), en su ensayo Mística y Escepticismo de 1903, en la que partía de los hallazgos de Fritz Mauthner, revelaba: “¡Cosmovisión! No es otra cosa que nuestro léxico, y el léxico es nuestra memoria, y a la inversa.” Y cuando apuntaba, en el mismo ensayo, que “el pensamiento por conceptos no puede conducir a nada más que al intento de asesinato del mundo viviente” y, más tarde, “en lugar de incorporárnoslo [el mundo], lo hemos descorporeizado, rogándole ingresar a los vacíos apartamentos de nuestras asociaciones y conceptos universales” (2015:34-35), me parece que percibía con bastante claridad que había un abismo insalvable entre lo que de palpable, desconocido y viviente había en el mundo, por un lado, y las ideas y los conceptos que hacíamos de todo ello (nuestra realidad) por medio de la actividad lingüística.

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El género gramatical y la invisibilidad social de las mujeres

El lenguaje, desde luego, puede servir para muchos usos. Es indudable que en el enunciado “Todos los jefes se reunieron para cenar junto con sus mujeres”, el uso de la lengua por parte del hablante refleja, en efecto, el dominio patriarcal de nuestras sociedades: pues refleja que los jefes son, por defecto, hombres, mientras que sus mujeres en la frase aparecen como si fueran sus accesorios personales. También los cambios sociales quedan reflejados en el léxico, cuando aparecen las ‘directoras’, las ‘juezas’ o las ‘presidentas’. Hasta allí no hay ningún problema. El léxico, de alguna manera, revela nuestra realidad, nuestra cosmovisión idiomática. Aunque… ya me dirán qué es lo que ven de anti-patriarcal en el hecho de que, sumadas a los hombres, haya presidentas o jefas de administración mujeres para seguir sosteniendo instituciones tan masculinas y patriarcales como la de presidente o la de juez.

Pero la cosa ya no queda tan clara cuando las feministas van más allá del léxico, que solo es una capa, seguramente la más fácilmente accesible a la consciencia personal, de la lengua. La misma insistencia y tozudez que muestran los sobrevivientes del marxismo-leninismo, que son capaces de encontrar los elementos de la lucha de clases en un plato de lentejas que se les ponga por delante, la muestran algunas feministas que han sido capaces, por ejemplo, de encontrar una de las fuentes del sexismo en el género gramatical de la lengua española y en las reglas de concordancia entre los elementos de la oración en función de él. Como el pronombre masculino ‘ellos’ es la opción que se utiliza para anular una oposición entre este y el pronombre femenino ‘ellas’ (en una oración que haga referencia a hombres y a mujeres a la vez, tipo ‘Ellos están ya aquí’, donde el pronombre masculino sirve para aludir a ambos), deducen que esto es una evidente invisibilización de las mujeres en la sociedad.

Por esta razón, pretenden algunos pasar por alto el sencillo hecho de que el género masculino sea la opción no-marcada en las oposiciones privativas (para hacer la concordancia sintáctica) y afirmar, a cambio, que se trata de un instrumento del sexismo, como en la frase (1), donde el lenguaje acometería el pecado mortal:

  1. Sus tíos (masc.) y su prima (fem.) eran todos (masc.) altos (masc.) y morenos (masc.).

Esta frase se tomaría como si esas palabras, nombres y adjetivos que concuerdan con ellos, tuvieran sexo de las personas a las que pretenden aludir. Es absurdo, pero así se lo toman algunas feministas. No obstante, ¿qué haremos, entonces, con las distinciones tipo ‘el policía’ y ‘la policía’? ¿No se ve, acaso, que aquí la distinción que marca el género gramatical nada tiene que ver con el sexo y la dominación patriarcal, sino con la separación entre un término que alude a una unidad (‘el policía’) y otro que lo hace respecto a un conjunto (‘la policía’)? ¿Que solo se trata de un asunto gramatical? Si uno se pone escudriñar la lengua española, encontrará innumerables ejemplos que contradicen la afirmación de que el genérico masculino gramatical invisibiliza a las mujeres (‘cuchillo’ y ‘cuchilla, ‘manzano’ y ‘manzana’, etc.). Esa no es su función. Decía el gramático García Calvo (en su conferencia Lenguaje contra cultura, 1992), con una gran labor a sus espaldas en torno al lenguaje, al respecto de esta guerra declarada por los feministas al lenguaje: “Está claro que la gramática más profunda de las lenguas, cuando se analiza, no revela ninguna relación ni con el tipo de sociedad ni con la visión del mundo; nada. Pero, en cambio, el vocabulario semántico sí: la revela hasta tal punto que podemos hablar de identidad. El vocabulario semántico de una lengua es su visión del mundo, la visión del mundo de la tribu correspondiente: es su Realidad.” Creo que estas formulaciones respecto al lenguaje y la realidad son bastante más exactas y, desde luego, mucho más rigurosas.

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Desdoblamientos y la comunicación

Incluso si salimos del campo gramatical y nos adentramos en el de la comunicación verbal, nos podemos encontrar con que algunos puntos esenciales del lenguaje no sexista y de su diatriba contra el género gramatical conducen a situaciones bastante graciosas. Si nos atenemos a lo que nos sugieren algunas investigaciones en el campo de la pragmática de corte más cognitivo, la comunicación verbal se puede explicar por el principio general de relevancia, esto es, que quien escucha una frase cuenta con que esta sea pertinente y valga la pena procesarla. El oyente, además, espera que el emisor sea lo más relevante posible (dentro de los límites de sus capacidades comunicativas y cognitivas), que no haya descompensación entre el esfuerzo al que se le expone al oyente para entender algo y la “recompensa” cognitiva que sacará este último al interpretar lo que se le ha querido comunicar. Pues bien, creo que, a excepción de casos en los que alguien raye en el fanatismo, en una reunión de hombres y mujeres, la frase (2) …:

  1. Todos tenemos que estar preparados y atentos para lo que se nos viene.

… es, desde el punto de vista lingüístico, más óptima y relevante (y no es, por ello, más patriarcal) que la siguiente (3):

  1. Todos y todas tenemos que estar preparados y preparadas y atentos y atentas para lo que se nos viene.

¿Por qué? Creo que el lector por sí mismo intuye el motivo. Porque todos esos desdoblamientos en el ejemplo (3) (‘todos y todas’, ‘preparados y preparadas’, ‘atentos y atentas’), reclamado por los hablantes del lenguaje no sexista, no añaden nada al significado codificado gramaticalmente en el ejemplo (2), ni tampoco a lo que queda implícito (sin ser propiamente dicho) en el enunciado, y lo único que de verdad hacen es aumentar la carga del procesamiento sobre los oyentes sin justificación ninguna. Lo único que podrá deducir el oyente, como una especie de explicación de lo sucedido, es que el hablante en (3) debe de ser o un activista feminista o un cargo institucional que quiere ceñirse a una guía del lenguaje inclusivo, tiene mucha consciencia social y los machaca con desdoblamientos a troche y moche haciendo que una charla de 5 minutos dure el doble de tiempo sin que, por ello, añada nada relevante a lo que dice. Algo similar le sucede al oyente cuando tiene que entender lo que le intenta decir alguien que es vago o redundante al hablar (dice mucho para decir poco): la redundancia que pueda mostrar un hablante es su rasgo comunicativo personal, no pretende añadir nada al significado gramatical, ni siquiera al significado que queda implícito en lo dicho.

Supongo que ya siente el lector que en este ejemplo se trata muy poco del lenguaje y mucho de cosas como la cultura y las normas sociales o la consciencia y la voluntad personal. Porque para hilar toda esa oración (2), para construirla de acuerdo a las reglas sintácticas y prosódicas de su lengua, su consciencia no ha intervenido para nada. Más bien, su exceso de conciencia hace que estropee su discurso con producción de giros innecesarios en (3). La insistencia en visibilizar a las mujeres, a toda costa y conscientemente, a veces produce la molesta sensación de que con eso, más que hacerse algo en contra del dominio patriarcal, solo se estropea lo que funciona bien sin la intromisión de la consciencia.

Cuando alguien utiliza constantemente en su discurso estos desdoblamientos (en algunos casos, eso sí, su uso puede estar justificado en términos comunicativos, pero no tal y como se lo imaginan las feministas), sin que tengan una finalidad lingüística ni comunicativa, dudo mucho que lo haga porque haya entendido una pieza del aparato gramatical, su funcionamiento, las lógicas de su cambio en el tiempo o de su adquisición por parte de los niños, sino probablemente porque obedece a la politización del asunto (o sea, se trata de una finalidad social, no lingüística), porque, por ejemplo, quiere mostrar que es fiel a las corrientes políticas de tintes feministas y que se ha creído que así combate el patriarcado. Cree que cambiando cosas en el lenguaje cambia la realidad. Pero en esto, una vez más, podría, por ejemplo, fijarse en el marxista-leninista: por mucho que uno se empeñe en pronunciar en pleno siglo XXI ‘la clase obrera’ o la ‘lucha de clases’, estas no se hacen más verdaderas y palpables. La relación entre el lenguaje y la realidad debe de ser más compleja. Será que no les convence a algunas feministas la explicación de que el género gramatical (que, no se olvide, tampoco es presente en todas las lenguas) no sea más que un instrumento de clasificación del vocabulario de un idioma. Se sabe muy bien que las lenguas se las ingenian para clasificar su inmenso vocabulario de muy distintas maneras, y una de ellas (solo una de ellas) es el género gramatical, como es el caso del español o del ruso, habiendo otras formas distintas de clasificación del vocabulario. ¿No será que en la gramática del español se recurre al género para distinguir, por ejemplo, charcos y charcas? ¿Es que también una charca tiene sexo femenino y es invisibilizada constantemente por algún viril y machista charco?

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La separación entre la gramática y la cultura

El uso por parte de hablantes, a nivel del vocabulario semántico, puede reflejar, como he dicho ya antes, las relaciones patriarcales en la sociedad. Por medio del lenguaje y de las ideas que se tienen sobre el mundo un hablante puede confirmar o desmentir muchas cosas, pero el lenguaje en sí no tiene sexo ni es sexista. Si el género gramatical de verdad tuviese algo que ver con la invisibilización de la mujer en la sociedad, ¿no tendríamos en las sociedades, cuyos idiomas no disponen del género gramatical en su aparato lingüístico (que no son pocos, por cierto), ejemplos de sociedades más igualitarias en cuanto a las relaciones entre los sexos, unas sociedades donde las mujeres tuvieran mayor visibilidad social? El hecho es que, en lo que nos consta, independientemente de si el idioma que se habla tiene o no el género gramatical, las sociedades son bastante machistas y sexistas. Solo este simple hecho ya de por sí evidencia que el establecimiento de la relación entre el género gramatical de un idioma y la invisibilización de la mujer en la sociedad patriarcal es muy dudoso y no tiene rigor. Creo que es mucho más fructuoso buscar las fuentes del patriarcado y del sexismo en la cultura y en las ideologías, y no en el aparato gramatical de una lengua.

Veamos un pequeño ejemplo y hagamos un pequeño análisis:

  1. The novelist who wrote that book was a woman.

Ahora pensemos: es muy probable que algunos lectores que entiendan el inglés, al empezar a leer el sintagma ‘The novelist’, habrían pensado, sin querer, en un hombre. De hecho, no he escogido un ejemplo en inglés vanamente. Es un idioma en el que el género gramatical es ausente y no hay necesidad de concordancia según él (más allá de los pronombres tipo he o she, her o his, etc.), y, a pesar de ello, no sería extraño que el que se encuentre con esta oración (4) en un principio, antes de que llegue a procesarlo por completo, piense en un novelista hombre. La cuestión es que justamente nada en esta frase, nada gramaticalmente, en términos del aparato lingüístico: ni el sustantivo ‘novelist’, que no tiene ningún género gramatical, ni ‘who’, ni el verbo ‘wrote’, ni en los demás elementos (a excepción, naturalmente, del sustantivo ‘woman’), no hay nada gramatical en ellos que nos esté indicando de que se trata de un hombre. Pero, a pesar de ello, se puede dar esa circunstancia en que uno, al interpretar la frase (4), en un primer momento pueda bien imaginar de que se trata de un hombre, y solo cuando la frase se completa, desecha esa interpretación.

Allí está un ejemplo para diferenciar lo que es puramente lingüístico, gramatical, de lo que es lo cultural y lo personal de cada uno. Es lo cultural, las ideas que tiene uno sobre la realidad lo que puede llevar a un hablante a pensar al inicio en un hombre, no la gramática de su lengua. Como uno de costumbre está habituado a un mundo en el que la Cultura y las Ciencias han sido tradicionalmente reservadas casi exclusivamente a los hombres, puede reflejar tal dominio tradicional masculino en su propia interpretación del enunciado. Pero esa especie de enriquecimiento del significado lingüístico no proviene de la gramática, sino de las ideas personales, de la cultura y de la sociedad. La comunicación verbal implica una interacción entre elementos puramente lingüísticos, que no tienen mucho que ver con las relaciones sociales, que se utilizan de forma automática e inconsciente, con los elementos de tipo cultural y contextual que sí lo tienen y que sí son conscientes e intencionales.

La sintaxis del enunciado (4), con sus reglas de concordancia y lo demás, no nos dice nada respecto de las relaciones sociales, no hay más que relaciones gramaticales, que los hablantes utilizan sin ni siquiera ser conscientes de cómo las usan. A la gramática, no le importa en absoluto que la novelista aludida sea mujer u hombre (a la gramática no le importa en absoluto quién dice ‘yo’, pues justamente ese ‘yo’ gramatical no es la persona real que utiliza ese índice para referirse a sí misma). Ahora bien, en la comunicación se da todo un proceso ostensivo-inferencial, paralelo al de la descodificación lingüística, en el que las ideas personales, el conocimiento, los recuerdos, las opiniones, el uso deliberado de los términos y las inclinaciones personales o sociales, efectivamente, juegan un papel clave. También juega un papel clave el uso intencional de la lengua, las capacidades comunicativas del emisor o del oyente, etc. Pero son ya elementos más cercanos a la cultura que al aparato gramatical.

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El lado político del asunto

Para combatir el patriarcado, como para combatir cualquier otra cosa, hay que apuntar allí donde se puede hacer daño al enemigo. Si para eso se ataca la sintaxis o la fonología de un idioma, la lucha no va a prosperar: solo generará más confusión y desperdicio de energías absolutamente inútil. Y es una de las características de nuestra sociedad: el desperdicio de la vida en debates y discusiones que no sirven más que para matar un rato y no darse cuenta de lo que pasa alrededor. En nuestra sociedad, mires por donde mires, te encontrarás con muchos brazos que sostienen palos, en todo momento dispuestos a descargarlos sobre alguna espalda, pero quienes los sostienen suelen estar ciegos.

Esa voluntad de poner todas las manifestaciones de la vida al servicio de los ideales políticos y sociales no parece sino una manifestación de la expansión del Poder político que quiere manejar, según sus conveniencias, no solo la naturaleza, el tiempo, el gusto o la salud de las masas sino también la lengua que habla la gente. Pretenden que también la lengua sea parte de su botín político y sirva a sus fines. Y ya sabemos la triste historia de los pobres idiomas, convertidos en armas culturales de los nacionalismos de toda índole. Es muy sintomático que se haga uso, para los fines liberadores del lenguaje no sexista, de instituciones del Estado y similares. Es notable constatar que ese largo tiempo de luchas feministas ha venido a parar en el refuerzo y la confirmación del Estado (lo mismo que les ha pasado a los marxistas y los comunistas de antaño, y lo que les pasa a los nacionalistas, obsesionados con la idea de Estado). Cada vez que se ha pretendido una Justicia, se ha abierto una forma de Inquisición. Esto no cambia. Esa voluntad es por esencia contraria a cualquier aliento de vida, de rebelión y de libertad.

Solo quiero insistir en una simple cosa que repetía tanto García Calvo y que no debería olvidarse jamás y que también tiene una implicación política (pero contraria a la política de los políticos profesionales y activistas que tienen cargadas sus municiones con muchas buenas intenciones): que la lengua no es propiedad de nadie (de hecho, cualquier hablante habla perfectamente bien en su lengua sin ser consciente de ella) y que, por ende, no hay órgano central ni voluntad política que pueda manejar la gramática de la lengua. Es de cualquiera. ¡Escuchad, los aspirantes a revolucionarios y rebeldes!: sobre el aparato gramatical de la lengua, alejado en su gran parte de nuestra consciencia, no hay manera de establecer relaciones de propiedad ni de dominio. No os dejéis engañar, ni siquiera cuando el engaño viene acompañado de buenas intenciones (me pregunto cuándo no viene acompañado de ellas), por esas pretensiones de quien sea: un partido, un gobierno, una institución social o política, que quiera imponer su voluntad sobre él. La voluntad va ligada a lo cultural, no a lo gramatical. Lo gramatical es lo que vive debajo de nuestras consciencias personales. No hay que olvidar que la lengua actúa tanto para establecer ideas, como la idea de ‘mujer’ o la de ‘hombre’, y así es como participa en la construcción de la realidad, como para deshacer esas ideas y actuar en su contra. Hay una guerra constante entre el lenguaje y la realidad que se establece por medio de consagración de significados. Pero el lenguaje, en sus estructuras más profundas, no es de nadie (‘yo’ es de nadie, ‘tú’ es de nadie): ni de los políticos, ni de los académicos, ni de los activistas biempensantes y aparentemente radicales, ni de los feministas ni de la madre que nos parió.

Sucinto análisis del informativo

En los informativos de cada día nos llevan anunciando la buena nueva: el paraíso robótico, digital y tecnicista que se nos viene. La vieja utopía comunista, maltrecha y malparada, se ha quedado muy atrás chupando el polvo. En nuestra trayectoria recta por la senda del Progreso, ninguna meta es más real que la del mundo cada vez más tecnificado. Los coches voladores nos ayudarán, a cada uno, individualmente, tal y como manda la ideología democrática, alcanzar la meta establecida. El presidente del Gobierno y el Rey de España ya están allí certificando, con su presencia y aprobación, el futuro. Todos los días los noticieros se encargan de irradiar a los televidentes con el entusiasmo y la ilusión que proyecta el avance imparable en el campo de la Inteligencia Artificial (IA). Todos los días se nos insiste en la gran utilidad de la IA, en la cantidad de problemas que viene a solucionar. Se podría decir que vivimos en un mundo donde la utilidad de una cosa no se nos presenta de por sí, como una evidencia que nos brinda la práctica, sino que tiene que recurrir a la propaganda y la publicidad diaria para convencer a todos de su realidad. Todo lo cual, lógicamente, le hace a uno sospechar sobre esa supuesta utilidad de los chismes que anda vendiendo el Mercado.

En el mismo noticiario, junto a una buena dosis del tecno-optimismo y del tecno-entusiasmo sin freno, se nos anuncia que hay por Europa contabilizados más de 9 millones de jóvenes con problemas de salud mental. Al parecer, muchos de ellos padecen depresiones y ansiedades, y no son inhabituales los casos de suicidio entre ellos. Claro, en seguida la noticia nos inyecta un tranquilizante: se habla de los jóvenes, sobre todo de familias más pobres, que todavía no tienen el acceso al bienestar y que, por eso, el sistema ha de encargarse del problema y resolverlo, o sea, de incluirlos en el mundo de la prosperidad y del bienestar. Acto seguido, la pantalla nos traslada a Barcelona donde tiene lugar una juerga de jóvenes norteamericanos, rebosantes de ese bienestar y alegría de la que aparentemente están privados los 9 millones de desgraciados con problemas de salud mental. Este amasamiento de noticias no puede ser inocente: debe ser que estar encerrado en una sala llena de ruido (que apenas ya recuerda lo que era la música), con la compañía de alegres Spring breakers que disfrutan de la posibilidad de “travelling around the world” para hacer las mismas tonterías que hacen habitualmente en Oklahoma o Míchigan, no es sospechoso de ningún trastorno, sino de mero bienestar y de felicidad. Parece ser que aguantar no sé cuántas horas seguidas un ruido infernal en un ambiente donde es imposible nada más que la intoxicación de los sentidos y el aturdimiento de la conciencia se considera como señal de un estado de salud mental óptimo. A veces uno se pregunta de quién está peor: si lo está quien ha sido declarado enfermo o trastornado o quien es considerado absolutamente normal.

Claro, como uno a veces no puede evitar pensar mal, puede intentar aunar ambas cosas, el tecno-entusiasmo provocado por la IA y los robots de la futura liberación y del futuro progreso con el abismo negro de la depresión que campa a sus anchas por el mundo. Como consecuencia de eso, puede aventurarse uno a sacar la siguiente interpretación: que tal entusiasmo solo es un intento de recubrir, ocultar y huir de la desesperación y la podredumbre del mundo tecnocrático. Las depresiones, las ansiedades y toda la mala leche que asecha a uno como consecuencia de una vida que no sabe a nada y no tiene pinta de cambiar a mejor no puede presentarse en su desnudez: por contrario, se nos vende como una salida de la normalidad tranquilizante y como un caso excepcional que no hace peligrar el futuro esplendido al que nos lleva el desarrollo técnico.

Por el segundo aniversario de la guerra en Ucrania

En una película de culto en Rusia, “Брат-2” (El hermano-2, 2000), un sencillo chico ruso (Danila Bagrov) viaja a los Estados Unidos para ayudar al hermano de uno de sus compañeros de la guerra en Chechenia que tiene problemas con las mafias (la americana y la ucraniana). Es un jugador de hockey sobre hielo y un empresario americano se queda con parte de su dinero sin que nada, aparentemente, se pueda hacer. La sola razón del viaje a los Estados Unidos por parte de Danila Bagrov no es sino el hecho de que “los rusos no abandonan a los suyos en la guerra”. En los Estados Unidos se carga a los ucranianos, a los americanos y ayuda a su compatriota a resolver sus problemas. De la misma manera, la idea rusa está dispuesta a cargarse a medio mundo si hace falta. Simplemente porque quiere demostrar que su supuesta civilización, a pesar de sus derrotas históricas, vale más que la del Occidente. Los Estados Unidos tienen dinero, pero Rusia tiene la verdad y por eso es más fuerte.

Un intelectual ruso del siglo XIX (Belinski) escribió: “La Rusia encarnada en las personas educadas de su población lleva en su alma el inamovible presentimiento de la grandeza de su misión y de la grandeza de su futuro”. Mucho tiempo después, en Ucrania, sus dirigentes buscan reencontrarse con esa grandeza profetizada (Moscú es la Tercera Roma) y olvidarse de la humillación de tener que reconocerse como una potencia perdedora a la que otros imponen sus valores.

En la Rusia postsoviética se encuentran medio entrelazados y medio desperdigados el mesianismo con los restos del cristianismo, el nacionalismo, el resentimiento de una potencia perdedora (la URSS) y la arraigada tradición militar, alimentada por la crudeza de su historia y su gran desarrollo técnico e industrial (no quiero con esto decir que en Rusia solo hay estos elementos: solo menciono aquellos que corresponden al propósito del tema tratado aquí). Su mesianismo le sigue susurrando que lleva en sus adentros la civilización más pura de toda la humanidad y que su misión no es sino redimir el mundo. El nacionalismo, a menudo con toques de neopaganismo, le brinda la sustancia espiritual: es la civilización del Mundo Ruso, de la lengua y de la cultura rusas, de las tradiciones patriarcales y cristianas. La posición secundaria en la geopolítica justifica su resentimiento y odio hacia el Occidente, el gran dominador de los últimos tiempos y que resulta culpable de todos sus males y de la decadencia generalizada (como ha dicho Putin a propósito de una improbable guerra nuclear con la OTAN, “nosotros [los rusos], en tanto que víctimas, iríamos al paraíso, ellos [el Occidente] simplemente se irían a la mierda”). Y, por último, es un país técnicamente desarrollado, con gran potencia económica y militar, sabe lo que es la guerra. Su tradición militar le insufla confianza en sus fuerzas y en su invencibilidad. Todo ello en medio de constantes confusiones y desgarros intelectuales: Rusia se siente europea y no se siente europea al mismo tiempo; se quiere imaginar una nación definida, pero se encuentra, bajo sus fronteras, con numerosas culturas y lenguas que la desdibujan; quiere ser pluricultural, pero siempre se muestra atada a su nacionalismo; quiere ser el Imperio que vuelva a poner las cosas en su sitio, pero se encuentra con poderosos competidores con un nivel de desarrollo técnico superior; quiere ser la Luz de la humanidad, pero no hace más que encontrarse con sus propias tinieblas.

Las tendencias culturales y políticas abiertas al Occidente, ideales sociales y políticos más liberales en estos tiempos se retrotraen ante el empuje de la idea del Mundo Ruso y de su específica universalidad: el destino de los liberales y europeístas ahora es la cárcel o la emigración. Uno de sus líderes más carismáticos (Navalny) ha muerto hace pocos días en una de sus cárceles. Los que están en contra de la guerra son declarados antipatriotas y antirrusos. Se pretende que Rusia sea lo que dicen de ella sus dirigentes y que se refleje toda su alma en la mirada de su líder (que se considera a sí mismo, según sus propias palabras, “el nacionalista ruso más verdadero y eficiente”). Rusia, según se explica, está en guerra contra los enemigos (la OTAN) que intentan cercarla quitándole lo que es suyo, imponiéndole sus espurios valores, reescribiendo la historia y propagando su degradación social al resto de las sociedades (un claro ejemplo de ello sería la destrucción de la institución familiar en el Occidente). Y así, esta guerra agresora contra Ucrania se vende a la población rusa (y al mundo entero) como una mera legítima defensa ante el poderoso enemigo occidental que pretende destruir los valores (cristianos) que con tanto esmero conserva la idea rusa.

En la lengua rusa se han expresado grandes espíritus, como Tolstoi, Gogol o como Bulgakov, por nombrar algunos. Pero el Mundo Ruso solo pretende parasitar su legado, desnaturalizarlo y apropiarse de él solo en tanto que una especie de manifestación de ‘espíritu ruso’, que tiene un significado muy desdibujado y poco preciso (como la propia palabra ‘ruso’). Pero toda esa grandeza cultural ni siquiera llega hasta la población de a pie. Esta, viviendo la miseria y la estupidez de sus vidas, encuentra la grandeza y el sentido solo en la exuberancia de la propaganda estatal. Para el ideal del Mundo Ruso, ser ruso significa sobre todo ser patriota y fiel a su Estado. El Estado es el baluarte de ese mundo, su sostén, el último bastión en el que refugiarse ante el dominio ideológico y técnico del corrompido Occidente. A eso debe ceñirse la población. Si la Patria llama a matar a los ucranianos para sostener su propia y patriótica grandeza, no tienes derecho a rehuir tu deber. Quien lo haga es un traidor, quiera o no, trabaja para el enemigo. Pero estos mecanismos, evidentemente, no son específicamente rusos.

Los ucranianos, mientras se defienden como pueden, no solo se aferran a la ayuda de la OTAN. Se aferran a su propio nacionalismo para sobrevivir este ataque del Mundo Ruso que se siente amenazado. En el nacionalismo buscan, a su vez, un refugio contra el Mundo ruso. Porque no solo se trata de sobrevivir sin más, de defender la tierra o a las gentes por la que se siente amor o veneración, lo cual es muy comprensible y respetable, sino, ¿cómo no?, se trata de que sobreviva la nación ucraniana, el ideal de un Estado nacional ucraniano. El Estado nacional, como en todas las guerras, se aprovecha haciendo que se confundan el amor por la tierra y sus gentes con el amor a la Patria. Creo que hay subrayar que en el caso de esta guerra no se trata solo de un conflicto entre la OTAN y Rusia debido a sus intereses económicos, como muchos subrayan, sino que también de que la idea (nacionalista) de Ucrania, en tanto que Estado independiente de Rusia y con los valores occidentales, es incompatible con la idea del Mundo Ruso, que entiende que las tierras ucranianas y las gentes de Ucrania son parte de él. La anexión de Crimea ha sido vendida en Rusia precisamente como eso: como la vuelta al seno materno de un pedazo de tierra rusa que estuvo a punto de caer en las manos del enemigo (el Occidente).

Hace dos años algunos pensaban que esa guerra sería el fin de las ansias imperialistas de Rusia, que la gente acabaría con el régimen de Putin. Pero se han mostrado dos cosas: primera, que una parte de la población rusa no rechaza ese régimen ni esos ideales de los que he estado hablando y, segunda, que el Estado tiene suficiente fuerza propagandística y represiva como para hacer callar a los descontentos. Rusia no es precisamente un país liberal y progresista en el que puedes cambiar de gobierno cada cuatro años que algunos se han creído. Ahora, en cambio, lo que se espera es una paz que se presiente indigna y la continuidad del régimen ruso se da por descontada.

En un día como hoy tal vez merezca la pena que nos acordemos del gran Lev Tolstoi, quien en su ensayo La superstición del Estado, 1910, escribía: “La falsa doctrina del Estado consiste en que este se reconoce unido a unas gentes de un pueblo, de un estado, y separado de las demás gentes de otros pueblos y otros estados. Los pueblos torturan, matan y roban los unos a los otros y a sí mismos por culpa de esta horrible falsa doctrina”. Los enardecidos por el odio patriotas rusos deberían leer con algo más de detenimiento a uno de sus grandes compatriotas.

Expectativas políticas, libertad y publicidad

Decía Anders que “no daremos en el clavo mientras veamos en la publicidad solo un hecho más entre otros”, pues “desde el momento en que todos los objetos de todo tipo se han contagiado de los objetos del actual tipo dominante, a saber, del tipo mercancía, vale más bien decir que nuestro mundo es, ya de antemano, un universo de publicidades. Consiste en cosas, que se ofrecen y nos solicitan. La publicidad es un modo de nuestro mundo[1]. La publicidad también es lo que da su forma y carácter a lo que llamamos en los países desarrollados ‘libertad’. No es solo que nuestra concepción de libertad sea también el objeto de la publicidad, que lo es evidentemente, sino que se nos la presenta como la amplitud de la oferta y el derecho a escoger según el gusto o la opinión personal. La libertad de hoy es, en cierto sentido, esa abundancia de la oferta en la que uno está invitado a escoger lo que le conviene, lo que le gusta o a lo que puede aspirar.

Si asumimos el hecho que explicaba Anders, de que la publicidad es un modo del mundo en que vivimos, y razones para ello no faltan, se sobreentiende que nada hay más ingenuo que pensar que una persona o una organización de personas pueden desarrollar una actividad política institucional sin que ella se vea determinada por este modo publicitario de nuestro mundo. Evidentemente, ningún partido político puede escapar de esto, sea de izquierdas o de derechas (una distinción que hay que coger con pinzas hoy en día): de hecho, los partidos de izquierda, para tratar de persuadir a los indecisos electorales de que ellos constituyen, por ejemplo, una forma diferente de hacer política o incluso una política revolucionaria, no pueden hacer otra cosa que recurrir a la publicidad, publicitándose, precisamente, como ‘izquierda’, como algo que viene a subsanar los males de la sociedad causados por los señores del Capital. No es cuestión de voluntad ni de intención; es que la maquinaria tecno-democrática en la que se montan esos izquierdistas funciona así o de ningún otro modo. O te publicitas o simplemente estás fuera de combate. En un sistema tan complejo y con mecanismos de administración de la sociedad cada vez más tecnificados y, por ello, autónomos, con sus propias lógicas, las intenciones y las voluntades personales son adversarios bastante débiles. En todo caso, se puede entorpecer o parasitar la máquina, pero no hay mucho margen para utilizarla en contra de lo que ella misma reclama. Solo hay una voluntad, y es la de Dios. Y peor para aquellos que ni siquiera se enteran de eso.

Provistos de una buena dosis de buena fe, los políticos se dedican a cultivar, como en la buena publicidad, expectativas en el electorado, en la ciudadanía democrática. Esta tarea de cultivo de la expectación no es nada difícil, pues expresar una idea o un eslogan que la población entienda y apoye no exige ningún esfuerzo extraordinario, ya que en toda la sociedad cada uno dice lo que otros ya saben y cada uno escucha de boca de otros lo que él mismo dice. “Agora! A Galiza que queres” (del Bloque Nacionalista Galego), o incluso más claro aún: “Farémolo posible” (Sumar): lo que te ofrece un partido es lo que tú quieres; e incluso directamente puede apelar en sus eslóganes a hacer algo posible sin que se especifique el qué, pues lo importante no es tanto el qué ni el cómo, que siempre son variaciones de lo mismo, sino la mera instigación a realizar un deseo que se presenta como tu propio deseo. La Galicia que quieres o el coche que quieres: la política democrática ha asimilado las peores formas del mercadeo y de la publicidad. Y, ¿cómo no?, ¿cómo esto no se va a presentar como la señal de nuestra libertad en los países democráticos? Pues, si no lo crees, por ahí están varios países con gobiernos dictatoriales y revolucionarios en los que no se te ofrece “La Bielorrusia que quieres”, sino que se te constata que “No hay otra Bielorrusia que esta que tienes”.

A toda la sociedad, en fin, se le suministra una ingente cantidad de información que luego cada uno por su cuenta expresa como si esta proviniese de su interior y se posiciona respecto a ella según las preferencias ideológicas a las que esté más predispuesto. Por esta razón, los eslóganes que se ven por las calles de las ciudades y los pueblos durante las campañas electorales a menudo son insípidos y ya sabidos, pues han sido repetidos hasta la saciedad. Si está de moda el tema de la corrupción, los eslóganes serán eslóganes de anticorrupción, si de moda está el cambio generacional de dirigentes, los eslóganes promoverán la sangre joven que ‘hará una nueva política’, si de moda está el tema de la mujer, los eslóganes serán feministas, y si de moda está cambiar (para seguir siendo lo mismo), se ofrecerá el cambio (y si te ofrece la Revolución, como los camaradas de Venezuela, ¡ay de ti!).

Esto último, más bien, parece sugerir que los partidos políticos por sí solos no generan estas expectativas, más bien, en muchas ocasiones parece que se adecuan a lo que dicta el momento del sistema social a través de sus incontables medios de información de masas, la Academia y otras instituciones. Si se quedan rezagados en esto, lo cual ocurre también con los partidos, la sociedad seguirá adelante sin ellos. Muchas de esas expectativas, no obstante, ya de antemano habían sido exigencias del sistema social en general. Lógicamente, al sistema no le conviene mucho ofrecer algo que está fuera de su alcance. Y si lo hace, si te ofrece algo que a la postre no podrá cumplir, pues peor para él: producirá gente frustrada y rabiosa, resentida por el engaño y la promesa incumplida. Nadie está a salvo de las promesas incumplidas[2].

Sea como fuere, el hecho de que hacer política hoy en día consista inevitablemente en una promoción publicitaria de una especie de mercancía está a la vista de cualquiera, no hace falta una gran capacidad de observación para percibirlo. La contienda electoral es la que refleja con mayor sencillez el carácter publicitario de la libertad democrática. Cuando una de estas contiendas comienza, el espacio, en cuestión de poco tiempo, se convierte en una enorme red de carteles publicitarios que nos ofertan los productos políticos con el eslogan, la cara del candidato y el logo correspondientes. En Perú, por ejemplo, esta invasión de la publicidad llega hasta tal extremo que no queda calle, ni callejón, ni plaza ni casi edificio que no lleve una publicidad con la propaganda electoral. Los muros y las vallas también caen víctimas de la enfermedad electoral que se apodera sobre el país entero. En eso, todos los partidos actúan de la misma manera. Si no lo hacen, es que quedan en desventaja. ¿Cómo no lo van a hacer? Ya allí se puede apreciar el engaño de la política que quiere venderse como ‘alternativa’, sea de derechas o de izquierdas, pues, prometiendo hacer las cosas de otra forma, ya desde el inicio hace lo mismo que todos, pues, de lo contrario, queda fuera del juego. Y, no, el argumento según el cual todos los medios son buenos para conseguir un fin revolucionario ya no puede engañar a nadie que haya investigado, leído o simplemente se ha interesado un poco sobre la historia de las revoluciones. Las revoluciones modernas (o sea, sobre todo, a partir del modelo de la Revolución Francesa) son perfectos ejemplos de que por la vía estatal no se puede hacer nada que no sea el sometimiento a la lógica del Estado. Muchas revoluciones modernas nacieron, al menos en parte, de la negación del Estado, pero, cuando tuvieron éxito, no pudieron más que doblegarse ante él y ponerse a su servicio. Uno no cambia desde dentro las profundas estructuras de esta sociedad a su voluntad: esas estructuras cambian a uno según su propia lógica de desarrollo y funcionamiento.

Las expectativas, cumplidas y no cumplidas o, sobre todo, aún por cumplir, son el alimento de la política. Al ciudadano, al igual que al consumidor, hay que mantenerlo motivado. ¿Queda algún resquicio para una acción política que atente contra ese encierro publicitario? ¿Contra un sistema que cambia para perfeccionarse y volverse más difícil de atacar? Por ahora, tal vez solo nos queden las dudas de quienes aún se siguen haciendo este tipo de preguntas…


[1] Anders, Günther (2011): La obsolescencia del hombre (Volumen II). Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial. Pre-textos, Valencia, p.164.

[2] En un país como Perú, donde el sistema democrático es más débil y precario, la expectativa de una democracia más progresada, de una sociedad más próspera, la imagen de un país rico sin pobres, etc., choca con la triste realidad de una sociedad racista, corrupta y que parece caminar con constante rezago. Pero, como es evidente, esa exigencia no es imposible de cumplir para el sistema, y más si tenemos en cuenta el contexto global, pero lleva su tiempo y esfuerzo, y el éxito nunca es garantizado. Si miramos el último par de años, en Perú se ha vivido un breve lapso romántico en el cual la figura de un simple maestro provinciano aspiraba a representar la Revolución del Perú profundo sumido en la miseria. Ese sueño romántico ha terminado de forma grotesca, por una parte, y, por otra, sangrienta. Las expectativas generadas devinieron en decepciones y frustraciones para los que se las creyeron.

Sobre el mecanismo de asimilación y su uso con los pueblos nativos amazónicos

«El mundo que vais a hacer, más os valiera no verlo»

Agustín García Calvo, Carabelas de Colón

No extraña mucho que, viendo lo enferma que está la sociedad desarrollada y el tipo humano insustancial y embrutecido que se forma en el corazón del Desarrollo y en sus márgenes, pues, como decimos, no extraña tanto que algunos de los que estamos hastiados de tanto embrutecimiento generalizado echemos la vista hacia los restos de lo que aquí llamamos pueblos indígenas, nativos o hasta primitivos, con una especie de ligera esperanza de encontrar en ellos lo que a nosotros nos falta. Para mirarlos con los ojos llenos de todo aquello que quisiéramos tener aquí y no tenemos, pues vivimos en el reino del ruido, de las informaciones (frescas ellas, las de cada día) y la diversión, que envuelven, con su cobertura luminosa, el reino verdadero: el del aburrimiento, de la depresión (y su contrapar en forma de la felicidad del idiota) y del vacío. Para encontrar gentes y tradiciones que aún pueden discernir cuando conservar es menos dañino que progresar a ciegas. Para volver a toparnos con hombres y mujeres entre los que no te encontrarás en cada esquina (ya digitalizada, ya conectada a la red mundial donde todos se conectan porque no tienen mejor cosa que hacer) con un influencer de turno dispuesto a encontrar, hasta debajo de las piedras, a los ávidos consumidores de sus indigestos contenidos (lo peor de todo, es que lo consigue).  

Pero, ay, como suele pasar con las ilusiones, una mirada un poco más detenida sobre las cosas las hace saltar por los aires. Es que de entrada uno se engaña cuando se hace esas ilusiones, pensando que aún quedan mundos que no son este mundo nuestro, que están fuera de él, que son distintos, como pequeñas islas de autonomía y tradición en medio de un embravecido mar de una dependencia extrema, el sinsabor y el sinsentido. Y que es que ya apenas queda algún resto de un mundo separado de este en el que estamos pudriéndonos y debatiéndonos entre sus basuras y desechos, pues todas esas tradiciones, que aún oponen resistencia a su descomposición dentro del mundo del Desarrollo digitalizado, son presa tanto del Estado y de las empresas, de los negocios lícitos e ilícitos, como también de nuestra Ciencia y nuestra Academia, de nuestras ideas y creencias. Para nuestra sociedad, los indígenas constituyen un problema por resolver, así que los académicos y los voluntarios, los cooperativistas y los activistas de toda laya corren de prisa para atender la ‘cuestión indígena’. Los expertos se hacen preguntas acerca de sus miserias y problemas, mientras que los académicos escriben toneladas de artículos sobre sus rasgos, sus ideas y sus reivindicaciones. Se les capacita y se les empodera, se les informa y se les instruye para que puedan entrar al mundo que se los está tragando en tanto que comunidades. En definitiva, están ya dentro de nuestra sociedad, de una u otra forma.  

Ciertamente, es fácil que uno se engañe en este sentido, pues hoy, como nunca, se habla de la interculturalidad y la diversidad cultural, de los retos de por aquí y de por allá y de las identidades de toda índole, cada una competiendo en singularidad con las demás. Y solo después de un tiempo uno se da cuenta de que todas esas numerosas reuniones y debates en torno a la diversidad cultural, todo el tinglado que se monta alrededor de esto, son simplemente como una especie de una celebración funeraria, donde la pobre fallecida es justamente esa diversidad cultural, que, como suele pasar con los muertos, se vuelve inofensiva para los vivos y se le recuerda solo con palabras llenas de aprobación, compasión y bondad. Solo de una diversidad amortecida e inofensiva pueden tratar con esa benevolencia y hasta preocupación los expertos académicos y los ejecutivos estatales y empresariales. Cuando esta, en cambio, está viva, cuando brotan de ella impulsos llenos de vitalidad, se la combate de una u otra manera.

Como el idioma revela ya de por sí cierta ideología del grupo que lo habla, un análisis del vocabulario de los representantes (los más activos y los que más contacto tienen con los que vienen a empoderarlos y capacitarlos) de esas culturas y tradiciones que aún permanecen de pie evidencia ese trance en el que estamos: en el que todos esos pueblos se van asimilando e integrándose (con más pena que gloria) en la sociedad industrial. Por poner solo unos pocos ejemplos, pero que son muy sugerentes: la ‘autodeterminación de los pueblos’, el concepto que han añadido algunos comuneros a su vocabulario en tanto que una reclamación política. Aquí no se trata de estar en contra o a favor de esa autodeterminación, sino del mismo hecho de entrada de ese término en el léxico de los líderes y luchadores indígenas. Ahora mismo carecemos de la información de si un término similar haya habido en algunas lenguas nativas del territorio peruano, pero poca duda cabe de que el concepto de autodeterminación de los pueblos sea un producto sociolingüístico de la sociedad occidental y de sus ideologías políticas, muy relacionado con otros conceptos como ‘nación’, ‘voluntad del pueblo’, ‘Estado’, etc. Tampoco nos cabe la menor duda de que muchas personas procedentes de nuestras sociedades ultra-desarrolladas apelan a este término y promueven la autodeterminación de los pueblos indígenas de América con las mejores intenciones, con honradez y el corazón lleno de buena voluntad y sentimientos. Ahora bien, lo que es importante, en relación a lo que estábamos diciendo sobre la integración de estos pueblos en la sociedad única, es que el uso de este tipo de términos por las gentes de estos pueblos revela que lo que se ha conseguido de forma inmediata es su inclusión en la Ley y el Derecho de esa sociedad, de esa cultura que los está devorando, que se los asimila a nuestros esquemas ideológicos y al modo de funcionamiento de la sociedad industrial. O sea, que dejan de ser diferentes. Ese es el precio que se paga. ¿No dicen que por la boca muere el pez? Pues, ahí está. Ya puede cada uno hacer los cálculos correspondientes de lo que vale más la pena.

En verdad, no hay mejor manera de acabar con estos restos de mundos diferentes y relativamente independientes del Leviatán (o de la Mega-máquina o como se prefiera) que por medio de su integración en el seno de la sociedad estatal. El resultado (esperable) de dicha integración es que los “de fuera” acaban hablando y pensando de la misma manera que “los de adentro” y su diferencia y su misterio se neutralizan, se empalidecen y pierden su sustancia. Se vuelven trasparentes, fácilmente entendibles para los gestores de la sociedad industrial. Tal asimilación llega a casos bastante extremos, en los que algunas comunidades amazónicas en Perú, por ejemplo, pretenden “conservar” sus tradiciones y sus modos de vivir gracias “al uso sostenible de recursos naturales” y “el turismo vivencial”. Uno, en verdad, no sabe si este tipo de expresiones han sido enunciadas por algunos comuneros desde la amenazada Amazonía o por algún universitario europeo que colabora con alguna ONG en pro del eco-desarrollo y busca ‘experiencias’ alternativas para su desarrollo y crecimiento personal (aprobado y recomendado por los especialistas en determinada versión de psicología).

El patético y apenas disimulado paternalismo de la cultura dominante respecto a estas tradiciones y culturas amazónicas provoca náuseas. Hasta ahora el Estado ha sido abiertamente hostil en relación a estas tradiciones y las ha destrozado y saqueado de una manera indignante. Ahora el paternalismo del Estado técnico viene a sustituir la vieja hostilidad racista: se levantan, una vez más, con más bajones que subidones, las políticas de Interculturalidad y de Caridad, para ayudar a esos “pobres” a sobrevivir. Primero se los ha masacrado. Y ahora se pretende conectarlos a los respiradores artificiales del Estado y de la Empresa. Incluso se llega a una especie de idealización y de romantización de estas culturas dentro de la sociedad industrial, pues tan notorio es el hastío de estar encerrado siempre en ella que cualquier otra cosa parece ser un destello del Edén perdido. Se sabe muy bien que estas tradiciones están tan debilitadas porque se las ha destrozado, se ha envenenado la tierra de la que vivían, se ha burlado de sus visiones sobre el mundo (diciendo que eran muy atrasadas respecto a la visión científica en la que se apoya el Estado). El nuevo paternalismo viene a completar la humillación: el verdugo histórico se compadece de su propia víctima, la víctima ahora es el objeto de su caridad, del empoderamiento y de la capacitación que le brinda su verdugo. Todo este giro se explica por el hecho de que estas comunidades están sufriendo las recientes etapas de la expansión de la sociedad industrial (o como se llame) que pretende incorporar estas tierras, junto con sus habitantes, a sus esquemas y planes de gobierno y economía. No en vano, uno de los problemas de mayor gravedad que sufren ahora muchas de las comunidades amazónicas no es otro que la descomposición comunitaria y su sustitución por el Estado.

La integración intercultural, en fin, debemos entenderla como lo es en realidad (y no perder el tiempo debatiendo una quimera intelectual de los académicos): una forma sutil y progresada de desintegración de estas comunidades para organizar el saqueo legal y normalizado de las tierras que estas habitan. Es muy difícil dominar a alguien que tiene una escala de valores opuesta a la tuya y se mantiene en sus trece, pero si el indígena empieza a creerse que la tierra es un saco de recursos a explotar para hacer negocios y “salir adelante” (o sea, «desarrollarse»), que sus propias costumbres y tradición son un filón que se puede rentabilizar en el mercado turístico, si le convences de que hay un desarrollo bueno al que puede aspirar (en contraposición al desarrollo malo que padecen), entonces la cosa ya marcha mejor: el indígena empieza a guiarse por los mismos esquemas ideológicos que aquellos que lo han capacitado desde el Estado y las ONGs y, por ende, ya no es una fuerza contestataria al totalitarismo productivista e industrial reinante, es una fuerza que suma esfuerzos para su apuntalamiento.

Es importante, por lo tanto, entender que, en el caso de estas comunidades, el problema no radica solo en las formas más violentas y brutales de la industrialización y del saqueo. Es evidente que estos pueblos han sido invadidos, saqueados, han padecido violencias de todo tipo. Pero el problema es más amplio y grave: el instrumento más potente del Poder actual es la asimilación y la integración. Y estas, normalmente, discurren por vías no violentas, sino todo lo contrario: para dominar sobre esos territorios y neutralizar el peligro de la diferencia que en ellos puede habitar, este instrumento, en vez de excluir (que sigue siendo también utilizado muy a menudo), integra, incluye esa diferencia dentro de su ser (que, como ya hemos dicho, incluso puede llegar a tener aspectos de idealización y de romantización), una vez que se neutralizan sus peligros y venenos, una vez que se suavizan sus asperezas y se vacía de contenido el corazón mismo donde se conservaba la fuente de aquella diferencia. Son formas más progresistas y democráticas de dominio, mucho más sutiles y sofisticadas que las formas más autoritarias y sangrientas. En América Latina, hoy en día, se pueden observar ambas. Lo más probable es que dentro de un tiempo, por medio de combinación de ambas formas del instrumento de dominio,  la parte de la Amazonía que nos recuerde que allí antes hubo una selva con vida propia, será reducida a las reservas naturales debidamente protegidas por los sectores ecologistas del Estado, mientras que toda la demás Amazonía se incorpore, de una vez y para siempre, a las autopistas del Desarrollo… ambas cosas sellarán su muerte y su sustitución por sucedáneos de ‘lo amazónico’ artificiales, vacíos y manipulables científica y técnicamente para favorecer el mantenimiento del sistema desarrollista.

Como lo que aquí se dice puede parecer muy sombrío y pesimista, hay que recordar que, como no hay futuro, la condena nunca es segura del todo. En cada momento hay cosas que están en juego. Es cierto que las comunidades amazónicas tienen demasiados frentes abiertos y no dan abasto: la guerra, que en su contra llevan el Estado y el Capital, se manifiesta con distintos rostros, legales e ilegales, abiertamente violentas o más disimuladas. Más aún, hay un problema al interior de estas comunidades, pues, empiezan a descomponerse desde dentro: los lazos comunitarios ceden ante el arraigo del Individuo, el portador por excelencia de la idea de Estado. Pero, aun así, el sistema que los tritura tampoco es omnipotente ni está nada claro que pueda con todo. Da fallos, y esos tienen que aprovecharse.  Ahora bien, y de eso hablaremos más detenidamente en otro momento, la duda que tenemos es la forma de proceder de los rebeldes en esta guerra: aquí desconfiamos mucho de la defensa positiva de estas comunidades, que, además del peligro de caer en la idealización de la que hablábamos al principio, se presta con mucha facilidad a la asimilación – en esto último insistía mucho y con toda la razón Agustín García Calvo. Contrariamente, y siguiendo una vez más las recomendaciones del zamorano, lo más sensato en esta guerra parece ser el ataque directo en contra del enemigo, en contra del Leviatán, en contra de la guerra y del desorden que produce el imperio del dinero. Es lo que se puede hacer desde dentro de la sociedad industrial.

Breves apuntes sobre el progresismo, la democracia, el bienestar y el desarrollo en el contexto actual. Parte II

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Lo cierto es que, como decíamos antes, estas apelaciones a la democracia como el bastión de defensa ante el terrible avance del capitalismo salvaje responden a los esquemas ideológicos que sostienen al mundo que tanto nos incomoda y tantas desgracias nos trae: no se consigue comprender bien hasta qué punto eso del estado democrático se corresponde y se armoniza con las formas más progresadas y desarrolladas de Poder. Cuando uno no se da cuenta de las mentiras en las que se le ha hecho creer, pero se pone a hacer cosas y ser activo y promover los derechos sociales, es normal que acabe pidiendo lo que está permitido pedir, en reclamar lo que ya está reclamado y en desear lo que desea la forma más sublime del Poder. De esta manera, no nos debe extrañar que el potencial negativo y de rechazo hacia el sistema se envenene y se mezcle con las reclamaciones de la ciudadanía democrática, que es, como la restante masa de súbditos, dócil y sumisa a lo que está mandado: estas masas, impulsadas por sus profetas profesionales, piden más democracia, mejoras salariales, participación ciudadana en las instituciones del Poder, respetar la naturaleza, etc. Se trata de un viejo problema de las luchas sociales: la dificultad que surge siempre a la hora de configurar y poner en marcha luchas que apunten contra el orden y no contribuyan a su apuntalamiento. Hasta ahora, si por algo se caracteriza el izquierdismo es por promover una serie de luchas totalmente legítimas, pero, a la vez, totalmente inútiles a la hora rechazar el mundo hecho a la imagen y semejanza del Estado y del Capital. Que un trabajador gane un tanto por ciento más de su salario mensual es mejor a que gane menos, que vivamos en estados donde no van a por ti las fuerzas de seguridad sin justificación alguna y te arrastren por las cárceles, también, ¡lógicamente!, pero tales logros no ayudan en absoluto a cuestionar el sistema ni ponerlo en peligro.

Hay necesidades que son, en verdad, ataduras de la esclavitud. Suavizar y endulzar las cadenas no puede considerarse ilegítimo dentro de los parámetros de nuestro pensamiento actual, deprimido por el veneno de las lógicas capitalistas, por allí no apunta nuestra crítica, pero con estas reivindicaciones no se sale del capitalismo: se entra más en él. Nuestra crítica se vuelve en su contra cuando estas organizaciones y manifestaciones reivindicativas y democráticas pretenden pasar por ‘antisistema’, ‘revolucionarias’ o ‘anticapitalistas’. No pueden ser eso: al contrario, cumplen una valiosa función dentro de los mecanismos sociales del Capital: por medio de sus exigencias y reivindicaciones, lograr impulsos necesarios para el perfeccionamiento del sistema. Eso, lógicamente, no tiene nada que ver con la lucha en contra del sistema, una lucha que nace del sentimiento y el razonamiento de que esto que se vende como vida es mentira y que solo alguien como un Dios, sublime y abstracto, puede servirse de ella.

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De forma general, el empeoramiento en las condiciones de vida bajo el capitalismo en estos tiempos muestra que las masas se agarran aún más fuerte a lo que se tambalea (ya sea por medio de una adaptación silenciosa a la miseria cotidiana, ya sea por medio de salidas bravuconas a la calle a reivindicar lo que el sistema promete, pero con lo que no cumple), mientras que también se pueden fortalecer los partidos y las organizaciones de izquierda y de derecha que entren en la escena con una serie de discursos y luchas (cada uno a su manera) que cuestionen y se opongan a tal proceso del deterioro de determinadas condiciones sociales y a la caída en el abismo social de distintos grupos de población. Mientras tanto, en las circunstancias donde lo que más le preocupa a un individuo en su día a día es no quedarse sin trabajo o encontrar cuanto antes un empleo, de sobrevivir en la vorágine alocada del Capital que solo vive de inestabilidad, todo lo que huela a anticapitalismo es muy difícil que encuentre arraigo y un buen abono en los corazones de los individuos de las masas electorales y compradoras. Prima aquello lo que impone la servidumbre, vence la miseria individual de uno, que es, al mismo tiempo, la miseria exterior que le rodea. El individuo sometido al trabajo asalariado está tan incrustado en las relaciones capitalistas que no puede deshacerse de ellas sin el riesgo de tener que renunciar a las pocas fuentes de sustento que lo mantienen vivo. Es por eso que proliferan entre nosotros las ideaciones cargadas de buenas intenciones que luchan por preservar el Sistema mejorándolo, y, aunque se declaren sus enemigos, no pueden hacer nada de verdad contra él, aunque lo quieran, porque, en el fondo, están hechos de la misma pasta que él.

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Normalmente, el izquierdismo domesticado opone tajantemente entre sí la democracia y el totalitarismo. No descuidemos el hecho de que la democracia ha tenido un plus de prestigio en siglo XX gracias, precisamente, a que fue contrapuesta a los totalitarismos vulgares y desnudos de derecha y de izquierda. Asimismo, por un lado, están los totalitarismos, los fascismos y las dictaduras de los gobiernos revolucionarios de izquierdas, la opresión, el oscurantismo y la sinrazón, mientras que, por el otro, está la voluntad del pueblo, la democracia, la libertad, la razón y la prosperidad. Otros divisan en esta relación una especie de tendencia que consiste en el hecho de que en las épocas de bonanza el capitalismo apuesta por la democracia, mientras que en los tiempos de las vacas flacas prefiere recrudecimiento y regímenes más autoritarios: la democracia sería el rostro amable de la dominación capitalista. Estos menudos análisis no se ajustan bien a la realidad. ¿Cuáles son las diferencias esenciales entre el Ideal de la Raza del nazismo, el Ideal de la Liberación Futura del comunismo y el Ideal supremo del Desarrollo de la democracia? Como mucho, habría diferenciaciones en ciertos procedimientos para perseguir, eso sí, los mismos fines. Pero la esencia es la misma: la misma vaciedad que pretende asfixiar la vida bajo la promesa de un futuro de redención.

Gracias a las nociones de representación y de voluntad popular, la democracia transfiere simbólicamente el poder coercitivo al Individuo, que lo ejerce como señal de su libertad, sin aparente coacción externa. Ahora él decide, y junto a él, la mayoría. Y de esta manera, para los izquierdistas mejor adaptados al sistema de valores establecido (que la propia sociedad es incapaz de cumplir) el problema surge solo cuando le parece que, en vez de decidir esa miserable e idiotizada mayoría, lo hace un grupito de poderosos empresarios o elites globales. Para él, el problema consiste en que los intereses del Capital no benefician a una categoría que él suele denominar ‘mayorías sociales’, sino tan solo a los más ricos. El hecho de que  estos políticos social-demócratas, defensores del Progreso y de las mayorías sociales, estén tan bien identificados con la sociedad que los ha parido se revela en esa especie de aspiración a que los intereses del Capital coincidan totalmente con los intereses del individuo y que el Gran Capital garantice unas condiciones lo más favorables posible para que cada uno pueda satisfacer y colmar sus aspiraciones personales, pues son, en lo fundamental, coincidentes con las aspiraciones y los intereses del Capital.

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Si a alguien no le gusta la democracia existente, el demócrata siempre está predispuesto a ofrecerle su democracia ideal. Tratará de convencer al descreído de que el problema consiste en que la democracia, como ideal, es algo bueno, deseable y razonable, pero que su materialización siempre acaba por desilusionar y falsificar el ideal. Que la democracia está bien planteada, pero que quienes la representan la corrompen del todo. Que sus desgracias se deben a su carácter formal. Hay que recordar, sin embargo, que la fuerza de la democracia no solo reside en el grado de su realidad, pues más importante aún es su grado de idealidad, su funcionamiento como Ideal, como futuro para que cualquier aspiración humana y cualquier llama de rebelión sean asimilables y recuperables para el Poder, que lo que arde no prenda y devaste al sistema establecido, sino que lo mantenga en calor. La democracia es a la vez real e ideal. Esta separación entre una democracia ideal buena y una democracia real corrompida es falaz.

La democracia es un régimen perfecto para el Estado y el capitalismo contemporáneo, pues lo que pretende es una adhesión total del individuo a las estructuras del Poder, su identificación con él, además de una participación activa en sus estructuras para que crea que es él quien decide y que es su voluntad personal lo que determina sus aspiraciones. “Cada uno tiene su verdad”, esa es la condición psíquica de los individuos moldeados por la democracia, que, además de ser una forma de institucionalidad, es una forma de ser. Una forma de ser basada en una gran ilusión, falsa y mortal: que el individuo es libre. El individuo integrado en la sociedad democrática no quiere otro mundo, es más, ni se lo plantea: puede reivindicar mejoras y cambios, pero siempre dentro de lo que le permite ver su condición del individuo de la masa democrática. No en vano la frecuente consideración contemporánea de que no hay mundo mejor que este se refiera tanto al régimen democrático como al régimen de producción capitalista de los países con la institucionalidad democrática más avanzada. El Capital y el Estado prefieren tratar con individuos, la democracia, que nos hace creer que cada uno tiene su vida privada, lo hace posible. ¿Es incompatible la atomización, la masificación, la superficialidad y la adhesión individual de cada uno a las estructuras del Poder con las pretensiones del Capital actual? Mucho me temo que el individuo moderno, el ciudadano democrático es justo lo que el Capital necesita. La representación política, los espectáculos mediáticos en torno al parlamentarismo, las intrigas y el éxtasis de las carreras electorales indican la ausencia de lo común, del pueblo, de algún grado de armonía entre lo singular y lo común. Solo hay una democracia y es esta, la que tenemos, la que sostiene al reino del individuo dócil y sumiso, a expensas de lo que quede de común en él, y al Estado y al Capital que administran la existencia de este individuo.

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La sumisión a la democracia y al mundo de ideas y valores democráticos también se sostiene sobre una operación que consiste en la creación, a través de imágenes de todo tipo, de dos mundos separados (que en realidad están muy unidos el uno al otro) entre sí: el mundo del bienestar del alto Desarrollo y el mundo del abismo social que lo rodea. En el primero se encuentra el empleo bien remunerado, las vacaciones turísticas, la paz social y el bienestar traducido en una alta capacidad de adquirir y desechar mercancías; en el otro, el desempleo, el hambre, la violencia y la inseguridad extrema. Esta separación no solo se constata entre, por ejemplo, los países desarrollados y los que aún están en vías de desarrollo, sino en el interior de cualquier sociedad nacional. A la violencia de los narcotraficantes o de los agentes de la minería ilegal en los países andinos o a la de los supuestos “revolucionarios” en las regiones selváticas de la triturada América, a la miseria y a la degradación material y la constante exposición a la violencia cobarde que se ejerce en contra de los pueblos amazónicos se contrapone el orden, la seguridad y el bienestar del Estado de derecho democrático. Un estado democrático provisto incluso de cierto aroma de novedad: un Estado plurinacional, donde la voz de cada cultura sea respetada y se integre armoniosamente en el universo de la sostenibilidad y la prosperidad del Desarrollo. A los pueblos nativos o indígenas se les está obligando a “asumir la Historia”, es decir, se les está obligando a asumir el fin de sus mundos, en tanto que mundos libres de las garras de la cultura única que está devorando el planeta entero.

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Numerosos pueblos del mundo se han visto provistos de instituciones democráticas como una especie de aplicación de un manual de leyes históricas que conducen a la humanidad a estadios cada vez más altos del progreso. Hoy se percibe claramente que la democracia se implanta y se impone desde arriba, sus instituciones tienen mucho más que ver con el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, instituciones al servicio de la Idea, que con la experiencia histórica del pueblo. Evidentemente, en muchos lugares se lucha y se moviliza por la democracia, pero pronto, una vez instalada, se llega al desengaño y la desilusión. Las instituciones que rigen en el mundo difícilmente pueden ser consideradas como una expresión de la tradición comunitaria del pueblo, como una serie de instituciones que emanan desde el suelo, desde las raíces del pueblo. No hay nada más frío y gélido que las instituciones democráticas actuales que pesan como una losa sobre la cabeza de aquello que podríamos llamar pueblo.

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Por tanto, he allí la pretensión fundamental de este orden: que los unos y los otros, los integrados y bien alimentados, por un lado, y los excluidos y los hambrientos, por el otro, tengan como ideal el rostro amable de la dominación (y, por el mismo motivo, se necesita disponer de formas más violentas y crudas del dominio). Evidentemente, este rostro amable debe ser lo más amplio posible para poder acoger las más variopintas identidades y formas de ser, o, dicho en otras palabras, debe basarse en la famosa diversidad y pluralidad. Se ha pasado en cierta medida y hasta cierto punto la línea a partir de la cual estamos cada vez más lejos de un Estado claramente uniformador y más cerca del otro que, tras haber madurado y aprendido, se vuelve más uniformador, pero por medio de hacer lo más visible posible su gusto por lo diverso, lo plural y lo múltiple. El Estado se ve forzado a reconocer la presencia de los restos de otras culturas allí donde no ha conseguido borrarlas del todo el anterior Estado-nación. Pero, lejos de mostrar temor y torpeza, está sabiendo sacar el provecho de esta situación para expandir su dominio. Si el ideal es aspirar a que todo sea reducido a Dinero, deja de importar en absoluto la multitud de rostros que este pueda adoptar: cebollas, bombas atómicas, gastronomía local, la literatura universal o culturas exóticas. De aquí en adelante toda la complejidad de los problemas sociales se reduce a la lucha por integrar a los excluidos en la marcha hacia el Desarrollo (sostenible), es decir, en el proceso de expansión del dominio del Dinero sobre cualquier resto de la vida que pueda aun quedar por algún rincón. En traer Desarrollo a los subdesarrollados. Como si el único camino de los pueblos tuviera que tener como meta la Democracia y el Desarrollo.

Breves apuntes sobre el progresismo, la democracia, el bienestar y el desarrollo en el contexto actual. Parte I

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Ante el manifiesto avance de las tendencias sociales y técnico-económicas que indican el claro recrudecimiento en las condiciones que imponen el Estado y el Capital, la democracia, la perla de la civilización europea, se convierte en el objeto sagrado de la defensa de importantes sectores políticos y sociales que se presentan como alternativa a tal recrudecimiento. Su alternativa, básicamente, es una defensa del Progreso (y la división de sus beneficios entre las mayorías sociales), una apelación a “profundizar” la democracia (esencialmente, una interacción a un nivel superior entre el Estado y las masas organizadas) y el llamamiento a casar la Economía con la Ecología. La amenaza de la ultraderecha les sirve, en este contexto, como prueba empírica del peligro de un retroceso social; la sombra de lo que ellos llaman el “neoliberalismo”, como la muestra del retroceso del Estado (sobre todo, en su versión bienestarista) y el manifiesto desastre del entorno como la justificación de la necesidad de una organización social más cerrada y perfeccionada para la adaptación total a las exigencias que marca la administración del desastre en marcha. No se les puede negar cierto atisbo de inquietud; pero, a pesar de ello, son el reflejo perfecto de los tiempos que corren: como lo que gobierna es la sinrazón y la estupidez, los pocos destellos de sentido común en su crítica quedan ahogados entre toneladas de palabrería hueca y engañosa, clichés y, lo que es muy representativo, de etiquetas con las que se descalifica cualquiera que no muestra un grado suficiente de fe en lo que está mandado creer.

Es muy posible, por lo tanto, que este tipo de críticas al sistema sean el reflejo de un agotamiento espiritual e intelectual de nuestros tiempos. El individuo que es producto de este régimen democrático avanzado, un individuo atomizado y desarraigado, se agarra con todas sus fuerzas a aquello que lo constituye: ante el derrumbe del mundo que él conoce, no puede oponerle nada que no sea lo mismo que le ha vendido el propio orden que está pasando por momentos de no se sabe bien si de una agonía o un mero trance de una dolorosa actualización de sus propias mentiras y males. ¡Señores y señoras! ¿Todavía crees que es necesario una prueba científica, basada en los números y en la experimentación, para saber con claridad que esta vida que nos regala el Progreso, desatado y campando a sus anchas, ya no es vivible, que solo puede soportarse gracias a una suministración masiva de destrucción de la conciencia por el ruido, el entretenimiento, anestesia de toda índole y acciones diarias que no sirven para nada más que matar el tiempo, para no darse cuenta de nada? A veces, uno duda si en verdad percibís lo invivible del sustituto de la vida que se nos ha vendido, porque, lo que defendéis, compañeros en la desgracia, no es más que lo mismo que ya está vendido, con la sola diferencia de que le queréis dar un lavado de cara monumental, pero ni eso, ni eso… Todo es vano: engañaréis a los que ya están engañados, solo a ellos. Y a vosotros mismos también, pues crees en cosas en las que ningún rebelde puede permitirse creer en estos tiempos de la imbecilidad reinante: ya no se puede creer inocentemente ni en el Progreso, ni en la Democracia, ni en la Sostenibilidad, ni en ningún ideal que se venda desde los cielos donde reina el Señor (bueno, si es que alguna vez tales creencias tuvieran un poco más de sustento).

En todo caso, lo que no suele aparecer a menudo entre todo el caudal de información que se vierte en los medios progresistas y, desgraciadamente, también en algunos otros que pretenden ser hostiles al poder estatuido, es la conciencia clara de lo que estamos presenciando ni el espíritu lo suficientemente fuerte y valiente para afrontarlo: solo se afrontan las sombras y los fantasmas; el abismo que está debajo de nuestros pies, ese no, no se le mira ni se habla tanto de él. Nunca se denuncia lo más íntimo de este régimen: solo algunos excesos suyos, arcaísmos que sobreviven por acá y por allá y, como siempre, las amenazas fantasmales de siempre: el fascismo, las dictaduras y hasta el feudalismo renovado (¿no se habla de un neo-feudalismo, sin entender que esto que vivimos supera con creces a aquellos regímenes tan imperfectos de la Edad Media?). Por esta razón, se pierden tantas energías en la denuncia de algún partido derechista, como si de este dependiera el orden que nos ahoga y nos estropea las cosas buenas de la vida. En estos momentos no encontramos nada más profundo que la sensación de ahogo y de parálisis, nuestras bocas quieren coger un buen bocado de aire, pero, al abrirse, no encuentran el de aire fresco deseado. La vida está asfixiada, la comunidad está asfixiada, el individuo está conectado a los respiradores artificiales que le brinda el Estado, este mismo que pretende taponar todas las entradas posibles al aire fresco. Los individuos modernos no constituyen una sociedad, sino Estado, y es por eso también que no pueden reproducir nada que no sea Estado, no pueden aspirar a nada que no sea Estado, por ende, no pueden tan siquiera pretender una salida del Estado. Por eso, también abundan críticas que son meras sombras vacías y planas, que no pueden más que reproducir y aspirar al mismo orden de las cosas, ni tampoco tienen, por la misma razón, nada que ofrecer ni decir ante el hundimiento de la vida que está en marcha.

Ahora, y como siempre ha sucedido, las posibles vías de liberación pasan por una cosa simple de formular: solo estamos vivos gracias a que no todo está dicho, ni está todo hecho. Los que se dedican a criticar, repitiendo y afirmando lo que ya está dicho por los siervos del Poder, corren el riesgo de acabar estando al servicio del Amo, casi siempre sin saberlo. Las mentiras en las que está fundado el Orden o se combaten, sin garantías en el éxito asegurado, o se somete uno a ellas, bien sin darse cuenta, bien a regañadientes, bien con el entusiasmo de aquellos que cogen sus coches para ejercer su libertad e independencia que les ha regalado la democracia.

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Puestos frente al debacle de ciertas condiciones que modelaban la vida social de una etapa capitalista que ahora parece estar viniéndose abajo (el llamado Estado del bienestar), nos encontramos no pocas veces ante augurios de una época venidera mucho más oscura, cuyos signos ya se pueden entrever, se nos dice, en el ascenso de la derecha extrema en no pocos estados del mundo o en la gestión autoritaria de las crisis (como la del coronavirus o la crisis ecológica). Los tiempos marcados por el derrumbe de los cimientos de la sociedad del bienestar prometen, también por medio de un profetismo de nuevo cuño, mayor precarización laboral, la suspensión de ciertos derechos que consideramos nuestras conquistas innegociables y, sobre todo, incorporan ya una denominación para sí mismos que pone los pelos de punta a muchos electores simpatizantes de la izquierda progresista: el eco-fascismo. Toda una terrible imagen de un futuro que se nos avecina de una manera aplastante. Lo que viene sucediendo ya no es progreso, sino una regresión, por lo que, para enderezar el rumbo, urge ser más progresistas que nunca. Y se insiste en salvar la democracia, recuperar la soberanía popular y sacar el Estado de las manos del enemigo: el Capital financiero globalizado, para avanzar hacia un mundo más sostenible, verde e intercultural. Este tipo de izquierdismo se empeña, en la mayor parte de las ocasiones, en no ver que los males que padece la sociedad son consecuencias del Progreso, que ya está fuera de control. Ya no se puede seguir poniéndole parches, esperando a que la cosa no vaya a más. Siempre es más fácil poner la espalda al viento en cuyos idas y venidas sopla la terrible verdad.

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Solo otorgamos un valor considerable a una cosa cuando esta ha sido irremediablemente perdida para nosotros; así nos enseñan. Acostumbrados a vivir bajo alguna u otra forma de la peste industrial, que cada vez adopta peores formas, al parecer, tenemos que aprender a ver lo bueno en lo que se desmorona. Una vez sentida la amenaza real que se cierne sobre las sociedades del mundo desarrollado hemos de valorar en justa medida todas las ventajas que tales atesoran o atesoraban. El imprescindible veneno que estas escondían detrás de su bienestar se diluye ante las imágenes de los horrores del mundo que se halla fuera de las fronteras del Desarrollo y también ante las del futuro de un capitalismo aún más salvaje. Lo malo de todas esas reflexiones morales es que aquello lo que se está desmoronando no es más que un caos burocrático que está allí para no dejar vivir en paz, tranquilamente, sin venenos ni preocupaciones innecesarias. Aquello que vagamente podemos llamar vida está ahogado bajo este caos-que-pretende-pasar-por-orden, donde el Capital y el Estado campan a sus anchas y destruyen nuestras ciudades y campos por medio de una guerra de la que pocos se atreven a hablar en serio. Lo que pasa es que, al desmoronarse este orden, las masas serán aplastadas bajo su peso, pues se han acostumbrado a depender en prácticamente todo de él. De allí esa defensa que aquí se ataca. Es una defensa hecha por aquellos que no saben vivir de otra forma más que la que les han vendido o impuesto el Estado y el Capital. Los que pretenden estar en contra de todo eso, sin más, corren el riesgo de ser presentados como ilusos ante el crudo y más que nunca necesario “realismo” de aquellos que están dispuestos a engordar las instituciones del Poder establecido con tal de preservar todo lo bueno que han podido “conquistar” las generaciones anteriores, lograr nuevas conquistas y hasta “trascender” el capitalismo. Ante la «excepcionalidad» del momento, nos proponen la solución de siempre: someterse a los designios de los tiempos que corren.

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En la misma medida, ya no se trataría de estar en contra del Estado y del Capital, ni mucho menos de confrontarlos a través de un rechazo categórico de morir sin rechistar bajo su abrazo de hierro, o ni tan siquiera mantenerse en cierta contradicción incómoda, pues, por ejemplo, para muchos retoños del pensamiento académico (verdaderamente, es una imprudencia llamar eso que ellos divulgan pensamiento, una de las más nobles de las palabras) las cuestiones importantes son las que no se plantean: no es que no sean científicas o no es que crean que no pueden tratarse científicamente, simplemente no se plantean porque no se les pasa tan siquiera por la cabeza. El Estado ya no es ninguna cuestión política, lo mismo que la democracia, la burocracia o la sociedad de masas o cualquier otra cosa que está instaurada desde arriba: a lo que se dedica la mayoría es hablar de la gestión y la administración y de sus retos: para hacerlo, lógicamente, tienen que, lo primero, estar conformes con cómo las cosas son. Y sí que lo están bastante. Lo que nos quieren vender es que la cuestión central por la que nos tenemos que ocupar es la gestión: cómo gestionar nuestras ansiedades, cómo gestionar nuestro tiempo (pues la vida ha sido convertida en mero tiempo) y, evidentemente, cómo gestionar la sociedad dada. En este sentido, tampoco extraña que algunos ecologistas se conviertan en los más abanderados de la idea del Estado: pretenden, por medio de cierto tipo de falacia, reducir las posibilidades políticas a solo dos: o el eco-fascismo o ellos. Como todo enemigo que tiene intención de perdurar en el tiempo, las formas de Poder más progresadas favorecen la colaboración. A esa colaboración, a veces, se le llama responsabilidad ciudadana, otras veces, realismo político.

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Si se mira con algo de detenimiento y no se contenta uno con los clichés y los estereotipos, una gran parte de la izquierda que se autodenomina progresista no está en contra del sistema establecido (hay que reconocer, claro está, que también hay quienes sí lo están y que se reclaman de izquierdas): en algún caso, puede presentarse, a lo sumo, como futura alternativa a lo dado, pero, por ahora, tiene que aceptar las reglas del juego del Capital para ser lo que este necesita: un sector de oposición, otra versión de lo mismo, para que nadie, por descuido, en vez de cuestionar, a lo mucho, una determinada manera de administrar y gestionar la sociedad industrial, acabe por optar por una deserción de esta y por la puesta en marcha insegura e incierta, pero en todo caso más reconfortante que la cotidiana sumisión, hacia, ¿quién sabe?, a lo mejor una vida menos envenenada y tóxica, al margen y, sobre todo, en contra del sistema establecido. Se trata, como siempre, de mantener a televidentes-consumidores delante de las pantallas, grandes y pequeñas, siguiendo los escrutinios y el conteo de las votaciones. Se trata, por lo tanto, de seguir fabricando sus almas, unas almas (o personalidades) concordantes con los mecanismos básicos de la reproducción del sistema.

A vueltas con el catastrofismo

Se nos ha inculcado desde siempre que el hombre crea la civilización para escapar del terror de la naturaleza, presentándonos, de paso, esa idea de una naturaleza esencialmente hostil a los humanos. En la visión dominante, el Hombre progresa en cuanto que domina cada vez más las fuerzas de su entorno, repleto de hostilidad y peligros. El dominio del fuego podría haber sido una de las piedras angulares de la creación de las civilizaciones. Las civilizaciones que construye son expresiones de su poderío y grandeza. Hoy en día, en cambio, no son pocos quienes se espantan al observar y sentir en carnes propias los efectos de la vida en el mundo civilizado y se proponen salvar la Naturaleza. Esta última, diezmada y entregada a la administración del Estado y del Capital, ya no se nos aparece como hostil y horrible, sino como un recuerdo y un sentimiento más o menos vago o preciso de lo que se perdió.

Todos los días nos dan de comer informaciones sobre el oscuro y tenebroso futuro que nos espera a la vuelta de la esquina. Nos hablan de la posibilidad, calculada con esmero por los científicos, de que esta civilización tecnocrática se hunda, dejando a las masas (cada vez más urbanizadas) solas frente al peligro. Algunos expertos, los más confiados de ellos, hasta se atreven a poner una fecha exacta para el punto de no retorno: 2030, 2041, 2055… Estamos en la cuenta atrás y hay que salvar el mundo. El guion de esta elaboración científica no se destaca precisamente por su originalidad. Pero aquí nos llama la atención una cosa acerca de todos esos discursos bienintencionados que nos cuentan los horrores del día de mañana: sospechamos que, cuando nos hablan de las cosas que perderemos o podemos perder en el futuro, en parte es porque no hablamos de las que ya hemos perdido y las que estamos perdiendo en cada momento.

En estos tiempos, parece que la insistencia en que el mundo creado por el Capital y el Estado es insostenible es a todas luces insuficiente para prender una llama de rebelión en contra de los ideales que marcan nuestros pasos. Que sea sostenible o no ya no es ninguna pregunta seria para cualquiera que no se deje engañar en demasía por eso de la sostenibilidad que nos vende la economía política del momento. Una de las preguntas que tendríamos que plantearnos sería esta: ¿por qué razones la evidencia de la falsedad y de la mentira de la sociedad desarrollada, la cotidiana demostración de todo el veneno que deja tras de sí y de los destrozos de campos y ciudades, no nos ha llevado, como cabía esperar, a la rebelión generalizada en su contra y al deseo de liberarse de sus pesadas e innecesarias cargas y miserias? Ligado a esto: ¿qué hacemos con los esquemas tradicionales de la revolución? Porque no parece que el aumento de la conciencia del desastre en curso empuje a las masas, potencialmente convertibles por medio de esa concienciación en revolucionarias, a la rebelión. Semprun y Riesel, de una forma notable, reconocen que “el conocimiento cada vez más preciso de este deterioro [de las condiciones de vida] se integraba sin dificultad en la sumisión y pasaba a formar parte sobre todo de la adaptación a nuevas formas de supervivencia en condiciones extremas” (Catastrofismo, administración del desastre y sumisión sostenible, 2008:21). En esta afirmación se deja traslucir la constatación de que las masas no están hechas para rebelarse, sino para obedecer: literalmente, están hechas a la imagen y semejanza de sus Señores, el Estado y el Capital y no se conciben sin ellos. No se rebelan contra el desastre en curso – este, más bien, pasa a formar parte de su sumisión y obediencia cotidianas.

En relación con el derrumbe de esta sociedad, es importante distinguir entre dos visiones de los hechos: por un lado, la que aprecia que esta vida, aquí y ahora, y desde hace mucho tiempo, es una continua manifestación del desastre en marcha: que la imposición de la sociedad tecnocrática y capitalista aplasta, en el proceso de su desarrollo y progreso, aquello que vagamente podríamos sentir como vida, ahogada por la construcción incesante del Capital (y su consiguiente generación de basura), que, como consecuencia, impone un proceso de destrucción generalizado para establecer la forma de “vida” que le conviene; y, por otro lado, la que sobre todo se fija en el deterioro y la amenaza del derrumbe de este Ideal que nos rige, y, con él, el colapso de las condiciones que el Capital y el Estado nos han impuesto hasta ahora y que mantienen con aparente vida a las masas. Está claro que no todos los que hablan de la catástrofe se refieren necesariamente a la misma cosa: las condiciones y las bases que se pretenden preservar de un derrumbe definitivo, con los retoques y renovaciones necesarias, por unos, son consideradas en sí un desastre por otros.

Hay otra diferencia fundamental entre estas dos visiones: para apreciar el futuro colapso definitivo del capitalismo se necesita la ciencia y sus cálculos de futuros previsibles, mientras que para saber que esta “vida” que se nos vende y que administran el Estado y el Capital es una miseria, inutilidad y sinsentido no hacen falta tales cosas: con el sentido común y un poco de memoria basta. Cualquiera que no se haya intoxicado demasiado del veneno y de las mentiras que nos echan, puede sentir, aunque solo sea a ratos, lo invivible que es este mundo y el destrozo de todo lo que uno pudiera anhelar o añorar. No necesita de los cálculos y las estadísticas probabilísticas de la Ciencia. Esta misma imposición del Ideal de la sociedad desarrollada y avanzada que nos rige es en sí un desastre y un aplastamiento de la vida y que explica muchas cosas desastrosas que tenemos que sobrellevar.

Quien se niega a contentarse con los sustitutos y los venenos que le ofrece el Estado y el Capital, no puede más que ver una sucesión cotidiana de catástrofes y miseria en la vida normal (que a veces se interrumpe por alguna aparición de algo placentero y bueno: no es infalible el Sistema), no necesita augurios sobre un futuro tenebroso, porque en el momento presente, hoy como ayer, ve suficiente acumulación de desastres como para entretenerse con los cálculos científicos sobre las miserias y terrores de mañana. Del futuro nadie sabe nada, porque no lo hay, pero del presente, del día a día que se padece, sí se sabe mucho. Y el que tiene ojos, ve: ve el destrozo de lo que podía ser aprovechable y vivible, por medio de la construcción e imposición, en forma de proyectos y futuros por construir, del ideal de Desarrollo.

Por otra parte, los discursos sobre la catástrofe que viene sobre nosotros no harán mucho daño a nadie, sobre todo, ni al Capital ni al Estado. Es muy dudoso que las apelaciones al colapso o el recuerdo de la amenaza del eco-fascismo puedan contribuir a que se enciendan las llamas de una revolución necesaria, justamente porque todas estas amenazas están dirigidas para evitar la destrucción de las instituciones existentes o para promover transformaciones que “giran en redondo en el mismo circo”: ya vienen con las soluciones dadas: una mayor y más perfecta organización social y un mayor realismo político (es decir, una mayor sumisión a la política). Además, en tanto que amenaza científicamente elaborada, forma parte del sistema y sirve a sus fines. Este sistema, para renovarse y seguirse sosteniendo a costa de la posible vida, tiene que sí o sí aprovecharse de la crítica que se le hace: los discursos sobre la catástrofe que se cierne sobre nosotros le empujan a transformarse de acuerdo a las terribles e inestables circunstancias actuales.

Los males venideros y los que ya están aquí se usan y se usarán como pretexto para justificar el dominio del Estado, que es la peor idea que se la ha ocurrido a los hombres, “la encarnación de todos los males”, según lo definió alguna vez García Calvo. ¿Por qué? Sencillamente, como ya se sabe, porque la base de la mentira de la noción de Estado es que el dominio desde arriba se presenta ante nosotros como algo bueno y necesario para ordenar la vida y administrarla. En condiciones donde el caos y el derrumbe del ideal que nos rige es más notorio no faltarán voces, llenas de buena voluntad e intención, que apelarán al Estado más perfeccionado y mejor organizado como la única vía para mantener algo de orden y gestionar de forma científica el desastre en curso. Esto no nos debe extrañar: allí donde hay masas, siempre habrá alguna u otra forma de Estado, lo uno está ligado a lo otro: la masa necesita el Estado, el Estado necesita la masa. Si no hay una administración desde arriba que les provenga de soluciones e instrucciones para todo, no hay masas propiamente. El problema, por lo tanto, es a la vez social y psicológico: hay unas condiciones sociales que contribuyen a la proliferación de un tipo de individuo atado al Estado y al Capital. El paulatino derrumbe de sus formas actuales no lo empuja a deshacerse de los males que destrozan la vida y que se deterioran visiblemente: se adapta a ello.

Como el Poder cree que ya conoce su poco prometedor futuro, cree que conoce también las hojas de ruta para afrontarlo. Como se pretende que allá arriba ya saben lo que nos espera y lo que hay que hacer, a los de abajo no nos queda más remedio que colaborar con las instituciones en su reorganización y preparación para los tiempos llenos de turbulencias y fallas. Este es el simple, pero muy peligroso truco que se utiliza ahora desde el capitalismo ecologista para asegurar su marcha hacia delante. Nada de desvíos, nada de libertad, nada de iniciativas desde abajo, incontroladas.  Creo que Semprun y Riesel volvían a acertar cuando escribían, en el mismo libro que he citado arriba, que “Para que se entienda en qué sentido el desastre real es muy diferente de lo peor que pueda anunciar el catastrofismo, trataremos de definirlo en pocas palabras […]: al terminar de arruinar todas las bases materiales, y no solamente materiales, en que descansaba, la sociedad industrial crea tales condiciones de inseguridad, de precariedad generalizada, que solo un incremento de organización, es decir, de sometimiento a la máquina social, puede todavía hacer pasar este agregado de aterradoras incertidumbres por un mundo habitable” (Catastrofismo, administración del desastre y sumisión sostenible, 2008:22).

Las masas aceptarán de buen grado ese incremento de organización y sometimiento, más que nada porque la sociedad industrial, para preservarse, solo puede imaginar respuestas de este tipo. Cualquier intento de rebelión que acierte a atacar las raíces de nuestros problemas, como siempre, provocará un estallido de irá en su contra o, como mínimo, de incomprensión absoluta de esas masas hacia quienes se resisten a aceptar las soluciones que interesan al Estado y al Capital. Mientras tanto, se nos seguirán vendiendo propuestas de cambio, incluso supuestamente revolucionarias y que por regla general nunca atinan en dar en el blanco en sus ataques: “inventad nuevos socialismos, nuevos capitalismos, nuevas constituciones, no habréis resuelto nada, sino solamente girado en redondo en el mismo circo” (Ellul, La autopsia de la revolución, 1973:258). Solo aquellos que sienten y razonen que esto que ellos nos venden como “vida” no lo es, que es imposible seguir así y que la solución a esto no puede provenir de la gestión del desastre en curso tendrán alguna oportunidad de oponer algún tipo de resistencia que puede que valga para algo. Eso sí, su resistencia discurre y seguirá discurriendo rodeada de las peores adversidades.

Derecha-izquierda, izquierda-derecha

En España hemos vivido hace poco una gran juerga del politiqueo parlamentarista, con las caras de derechistas y de izquierdistas apareciendo por todos los sitios (uno empezaba a tener cierto miedo de mirarse en el espejo, por si, por alguna razón, en vez de la cara que uno acostumbra encontrar allí aparecía una geta de uno de esos ejecutivos estatales) y con los que se dan de pensadores y que instigaban (con una retórica que recordaba los tiempos de guerra: que si no votas al buen bando, serás culpable de la victoria del Enemigo y de todas las pestes por venir) a la población a votar para salvar la democracia y cosas por el estilo (yo ni siquiera me he aclarado quién, al final, quería salvar la democracia y de quién: pues tanto los de un lado como los del otro se presentaban como sus salvadores y garantes de sus inveterados valores). Y todavía puede que nos vuelvan a dar la lata en poco tiempo.

La actualidad política europea sigue basándose en la oposición derecha-izquierda, en ese juego democrático que nos regala la posibilidad de elegir legalmente lo que nos gusta. Aunque, por lo bajo, de vez en cuando uno espeta: “pero si es que en el fondo son los mismos”. Pero solo por lo bajo. Luego, la propaganda se impone a la voz viva. La actualidad manda creer en esa diferencia. Los derechistas (tan patrióticos ellos: dicen ‘España’, y se les hincha el pecho y se les humedecen los ojos) están aterrorizados ante la amenaza “comunista”, mientras que los votantes de izquierda (la domesticada, pobre ella, a no poder más y ahogada en sus propios clichés y superficialidades) están aterrorizados ante la posibilidad de que algún partido de derecha extrema acabe gobernando en su país y volvamos a los tiempos de oscuridad y terror. ¡Cómo si este aparatoso e irracional tinglado montado sobre lo ancho del mundo dependiera de algún partido político! La sola idea es absurda, pero ¡qué les importa el sinsentido del mundo que quieren administrar y en el cual seguir haciendo sus carreras!

Es muy cansino este tema y más cansino todavía ver cómo las masas, a pesar de la evidencia, se siguen tragando esta falsa oposición entre los unos y los otros. Pero hay que hacer que suene, a pesar de la propaganda, esa voz que de vez en cuando nos dice por lo bajo que los políticos de distintos colores son lo mismo. Se me ocurre una imagen que podría explicar en parte hasta qué punto llega en verdad esa diferencia entre ambos polos de la política de conformidad: estamos rodeados de árboles: por allí y por allá vemos abedules, robles y arces, pero damos unos cuantos pasos, y ante nuestros ojos aparecen, por acá y por allá, pinos y abetos. Si creemos en la Izquierda y en la Derecha, si creemos que son dos polos radicalmente distintos, sin apenas punto de contacto, nos parecerá que vemos ante nuestros ojos dos tipos de bosque distintos, separados. Pero con un poco de atención y perspectiva uno ve que no estamos sino en un solo bosque, compuesto de árboles de dos clases de hoja, dos clases que forman un todo, que forman un solo bosque.

Así sucede con la izquierda y la derecha: son dos polos opuestos que sostienen la misma estructura y, por ende, comparten el material del cual esta está hecha. Lo que ocurre es que su colaboración para el sostenimiento del Sistema procede por medio de oposición. Ambas en conjunto delimitan las posibilidades que tiene el Sistema en un momento determinado: son opciones de reproducción institucional del Sistema que tienen que rivalizar para que el esquema del Estado democrático se siga sosteniendo. Si es que la una no se sostiene sin la otra: ¿qué sería de la derecha si no hubiera una amenaza izquierdista? De igual manera, ¿qué pasaría con la izquierda si no hubiera una derecha contra la que dirigir a la masa de sus votantes? Sus diferencias están hechas en función de servir al mismo Señor. De hecho, tanto alarde que se hace de sus diferencias, tanta propaganda política y palabrería académica y experta, obedecen mayoritariamente a la necesidad inconsciente de ocultar su evidente sustrato común.

Es cierto que tal división ha respondido en el pasado a la necesidad de establecer diferencia entre aquellos quienes sostienen el Poder y aquellos otros que lo padecen. La derecha ha representado el Poder, mientras que la izquierda era lo que se le oponía. Ahora bien, lo que es la izquierda política (asociaciones, partidos, sindicatos) hace mucho tiempo que está plenamente integrada en la estructura del Poder. Aquí, cualquiera que se siente incómodo en el plano abstracto y metafísico que estoy utilizando, puede situarse en el plano histórico y ver que, en efecto, lo que han hecho históricamente las poderosas organizaciones izquierdistas, sobre todo por medio de su acceso al Poder, sea por medio de una revolución o por medio de una votación democrática, es perpetuar el Estado y servir al Capital. Y si no le gusta la Historia del pasado, fíjese en una pantallita de esas que todos tenemos a mano, donde nos cuentan la Historia de cada día, y verá que la izquierda que aparece ahí está condenada a servir al Amo, al igual que la derecha.

Dependiendo de cuáles son tus aspiraciones y convicciones personales (es decir, cuáles son las aspiraciones y las convicciones que te ha inculcado el Sistema por medio de su propaganda, publicidad o educación y que te tomas como si fueran tuyas propias) normalmente escoges alguna de estas variantes. En una democracia estás en tu pleno derecho de hacerlo. Sobre todo, si crees que el cambio de las figuritas en el escenario político puede de verdad significar algo más allá de la habitual política de conformidad, que los que acceden a aquellos puestos al servicio del Señor pueden hacer algo en contra de sus mandamientos… Pero… Si lo que quieres es abrir una brecha (y lo más grande posible) en los muros donde te han condenado a ir muriendo en vida, si no te quedas contento con esto que te venden como vida, como la aplastante realidad, no hay que entretenerse demasiado con los engaños democráticos: no queda más remedio que tener que reconocer el fundamento común de ambos polos y la necesidad de negación de ese fundamento, con lo cual esa oposición entre derecha e izquierda se vuelve mucho más superflua de lo que aparece en los medios de información de masas y en la mayor parte de los libros de ciencia política o sociología. La rebelión de la gente, si es atinada, estará dirigida en contra de ambos polos.

Ahora bien, la división entre el Poder y sus sirvientes, por un lado, y los que lo padecen, por el otro (pues que haya gente viva a pesar de la obra del Estado y que se niega a tragar las mentiras que le sueltan todos los días, no depende del buen hacer del izquierdismo… por suerte) no desaparece con la evidencia de la falsedad de la oposición derecha-izquierda, ni mucho menos. Tal división se mantiene, a pesar de todos los esfuerzos del Poder por asimilar y fabricar a la gente a su imagen y semejanza. Se puede, si se exige una alternativa, utilizar la distinción entre los de Arriba y los de abajo, cuyos términos no son tan engañosos como derecha e izquierda, aunque, eso sí, hay que usarlos con cuidado y cierta precisión (de la que podremos hablar en otro momento). El término Arriba, evidentemente, incluiría a los servidores del Estado tanto desde la derecha, como desde la izquierda. Y lo que es más importante aún: en el ideal, se pretende que no quede más que Arriba, que abajo se imponga la Ley de Arriba no solo como entidad externa, sino como una expresión del interior de los individuos. Hasta donde me consta, los políticos y los opositores institucionalizados no recurren a este tipo de oposición. Así que es una opción que podría aprovecharse todavía.