Las plagas de la modernidad. El automóvil

Las plagas del Señor de antaño se reducían a un espacio geográfico bastante delimitado en comparación con lo que sucede hoy. Por ejemplo, las diez plagas egipcias bíblicas todavía se limitaron a un territorio concreto y duraron un relativamente corto espacio de tiempo. Una vez los israelitas consiguieron escapar de su servidumbre, las plagas cesaron. Nuestros señores modernos, el Estado y el Capital, en cambio, ya no se limitan solo a una región histórica ni tampoco restringen la duración de sus “plagas”. Uno de estos “obsequios” de nuestros Dioses actuales es, sin duda, el automóvil.

Estos días paseando por las calles de uno de los distritos costeros del Callao, hemos vivido una experiencia de lo más educativa. Íbamos a cruzar la calle, ya no pasaban los coches, pero justo en el momento de empezar a hacerlo se nos acerca un oficial de seguridad municipal o distrital (o como se llame, ¿qué interés hay en saberlo?) y nos indica que debemos cruzar la calle allí donde está señalado el paso con una cebra, que estaba a unos diez metros de donde estábamos nosotros. Al esmerado oficial le molestó nuestra irresponsabilidad y falta de civismo y nos recordó que si nos atropellaba un coche, la culpa sería de nosotros, por desobedientes. 

Todo ello, evidentemente, es muy anecdótico, pero hay una cuestión de fondo que no deja de ser importante. Lo que decía este orgulloso de su traje amarrillo y de su bicicleta oficial, sin saberlo claro está, sin ser para nada consciente de ello, es más o menos lo siguiente: “señores, vosotros paseáis aquí como si esto todavía fuera un espacio verdaderamente público, común, como las calles de antaño, como cuando la gente iba por medio del camino y cruzaba allí donde le diese la gana, pero os equivocáis: esto ya no es una calle de aquellas, ciegos de mierda, enteraos de una vez que esto es una pista para los automóviles, aquí quienes mandan son los ellos, los hijos de la Alta Velocidad y del Progreso inútil. Así que, por favor, respetad la autoridad de quien manda”.

Es verdad: nos olvidamos de que ya no hay calles como las de antaño, que aquellas se han reducido a pistas para los coches, pues todo lo que antes era una calle, callejón, camino o cualquier otra cosa donde la gente aún mal que bien podría hacer sus viajes, sus paseos y su vida, hoy está plagado de los automóviles que campan a sus anchas e inutilizan todo el espacio. Un camino, un paseo o una calle cualquiera llena de vida (y no de ese perpetuo movimiento de dinero en sus distintas formas) que aún permanece en el recuerdo de algunos de nosotros, pronto tendrá su lugar definitivo entre los innumerables precios pagados por el Progreso. Este cambio viene a evidenciar que esto que podía ser espacio público, de cualquiera, de uso común, ha sido destruido para que se monte por encima de sus restos el entorno artificial de la sociedad técnica con su locura automovilística.

Los automóviles lo han inundado prácticamente todo sin oposición ninguna. Esta particular especie plaga, en verdad, se ha servido de dos presupuestos para ser aceptada: en primer lugar, ha proclamado que viene a hacernos más libres y permitir que nos podamos mover con más independencia; y, en segundo lugar, que tiene utilidad. A estas alturas ya se ve bien que no son más que engaños: que, por un lado, el automóvil solo es utilizado por una masa cuyos ejemplares individuales están muy determinados prácticamente en todos sus movimientos por lo que se les impone y se les vende, es decir, van allá donde está mandado ir; por otro lado, su inutilidad para la gente se muestra claramente en cualquier atasco automovilístico: solo sirve para hacernos mover constantemente únicamente porque así lo requiere el dinero, pues en el movimiento está su vida.

Su inutilidad también se aprecia en otros aspectos importantes. Por ejemplo, gracias al automóvil nuestras ciudades se están convirtiendo a una gran velocidad en basura desparramada a los cuatro costados y nuestros campos, en desiertos que nos llevan a los centros asfaltados de circulación sin sentido. ¿Dónde están estos estimados señores gritones, que se autoproclaman representantes y defensores del pueblo, con las denuncias de esta terrible plaga? No están ni se les espera, claro: no pueden, pobres de ellos, cuestionar nada de verdad que sea indispensable para el Poder y para las masas que obedecen y se someten a sus dictados (que las más de las veces no se presentan como tales, sino como ofertas y oportunidades de elección). ¿Cómo van a cuestionar nada si ellos, al igual que sus electores, están tan contentos con sus autos?

Y esta es justamente la otra diferencia respecto a las plagas bíblicas del Antiguo Egipto: y es que aquellas fueron tomadas por los egipcios como lo que eran: una especie de maldición de Dios. La plaga automovilística, sin embargo, más que aterrorizar y espantar, produce un estado de satisfacción embriagadora en las masas de conductores y pasajeros. Es la bondad caída del cielo divino para aquellos que ya se imaginan manejando uno de estos aparatos en plena libertad de movimiento e independencia. ¡Qué ternura ver a los bienintencionados padres regalarle uno de estos chismes a sus hijos recientemente entrados en la mayoría de edad! Ya uno se va haciendo hombre, y como corresponde a la sociedad de masas, un individuo se reafirma y se identifica a sí mismo como tal manejando uno de estos chismes personalizados. Así se confirma otra vieja regla religiosa: los hijos pagan por los pecados de sus padres, por lo que, lo mismo que los padres han tenido que someterse, con alegría y satisfacción, a la estupidez automovilística, también los hijos seguirán sus pasos hasta reducirse a meros “accesorios de automóvil”, como decía Agustín García Calvo.

Ningún supuesto agotamiento de petróleo tampoco parece que vaya a salvarnos de esta condena a ser conductores de auto: ya están siendo preparados los modelos verdes de esta monstruosidad para colmar las inquietudes de los que se preocupan por el medio ambiente. Por ahora, nuestros Señores no divisan en el lejano horizonte ningún futuro sin estos aparatos de la muerte: figuran en todos sus planes de gestión de la Humanidad.

¿A dónde te llevan, automovilista?

…y así como no es la peste y el ruido del Progreso la parte más espantable del automóvil, sino la cara del conductor, llena de aquella seriedad desconsoladora del que cree que está yendo a alguna parte.

Comuna Antinacionalista Zamorana, Comunicado urgente contra el despilfarro

Hablar de guerra no es ninguna exageración, si nos paramos a pensar en los millones de muertos causados por la circulación de automóviles y en toda clase de males que la acompañan: ciudades y zonas rurales trituradas, paisajes arrasados, etc. Esta guerra ha conformado un tipo humano particularmente representativo que con solo mirarlo se comprende el significado de la expresión hombre totalitario. Ejemplo de aquello en lo que se convierte el ser humano bajo la acción de las restricciones organizativas de la sociedad industrial, el automovilista continúa siéndolo cuando pone todo su empeño de ser civilizado en hacer de lubrificante de la técnica de la mejor manera posible, circulando cívicamente, incluso ecológicamente si es que posee un coche “limpio”, por el desierto transitable que le prepararon: en cualquier caso, sigue siendo el atropellador que el proyectil que conduce le ordena ser.

Jaime Semprun, El abismo se repuebla.

Una de las experiencias más espantosas de una vida bajo la asfixia de una aglomeración es la que se padece cuando uno se halla inmerso en el tráfico automovilístico. Mientras experimenta sus horrores, uno se da cuenta de que lo más esencial de ese proceso de embrutecimiento generalizado es la suspensión de toda forma de acción humana libre y de todo atisbo de esperanza. La posibilidad de maniobra humana libre y razonada es prácticamente anulada: las exigencias de la Velocidad del Progreso consiguen imponer sus propias dinámicas. La impotencia y la violencia, que amenazan con brotar en cualquier instante del atasco, surgen muchas veces como reacción justamente al hecho de que no se puede proseguir con el desplazamiento a la velocidad adecuada, es decir, es una reacción frente a la aparición muy clara del tiempo vacío que constituye el trayecto, tanto más sentido cuanto menos velozmente este se hace. La lucha se desata entre el permanecer lo más tranquilo posible o dejarse llevar por una impotencia de la que enseguida brota la agresividad y la rabia. Sin embargo, a pesar de toda la violencia y brutalidad que padecen los conductores, a pesar de toda la estupidez a la que están expuestos, sorprendentemente la cara del conductor permanece con esta aterradora expresión de aquel que no duda en ningún momento y que tiene muy claro su destino. Algunos de ellos se desesperan, a menudo insultan a los que van en otros coches y tratan de adelantarse los unos a los otros: es la imagen perfecta de cómo bajo la imposición de la Economía organizada unos hombres se convierten en lobos para otros, haciéndoles correr el riesgo de ser comidos como si fueran ovejas. Nunca, de hecho, el prójimo nos estorba tanto como durante los insufriblemente largos y lentos minutos y horas de tráfico. Pero es que así son los aires de Progreso, camarada: mira a esos muchachos de 16-17 años que sueñan con manejar uno de esos chismes y cuando por fin los ves conduciendo, hasta parecen haberse hecho más maduros. Sí, en estos tiempos tan extraños que corren uno a menudo parece hacerse un hombre, como antaño se solía decir, cuando ya es capaz de manejar este trasto. La exigencia de algunas mujeres de poder hacer uso de ellos en igualdad de condiciones que los pobres hombrecillos solo muestra otro ejemplo más de su asimilación al patrón masculino y de su sometimiento (de otra forma, ya no como parte excluida y marginada, sino como parte activa y protagonista) al Orden imperante.

Los individuos amasados en tan poco espacio, enfrascados en un tráfico que lentamente destruye sus nervios y su salud, se ven forzados a expulsar su odio y rabia a los prójimos porque ya no pueden aguantar más (de hecho, algunos no aguantan nada y tocan el claxon y chillan a la primera de cambio). El odio nunca es tan inútil como cuando lo expresan los conductores durante algún embotellamiento. Suelen culparse entre ellos, enzarzarse en inútiles trifulcas verbales con las otras víctimas de tanto progreso no pedido: pues la enorme y compleja estructura tecno-industrial que muele sus huesos y sus nervios se ha convertido en su ambiente “natural” y por el hecho de estar en prácticamente todos lados ya ni se percibe, y por ello no se le dirige la mirada llena de ira. Echarán pestes sobre los demás cuando tengan que echarlas, pero pocos de ellos renunciarían a seguir siendo molidos, pues la dinámica del Progreso es tan fuerte y potente que arrastra consigo todo lo que encuentra a su paso, incluidos los automovilistas.

Esta potente dinámica se acompaña por los esfuerzos desde arriba por implantar en los corazones de la gente cierta predisposición a la sumisión, alimentada a veces por la impotencia y otras veces, por la fe en que lo que está es bueno que esté justamente porque está y, por tanto, tiene que haberlo y hay que aprovecharse y alegrarse de ello (y esta misma fe es la que les dicta que quien no esté contento con este Progreso necesariamente ha de ser un ridículo romántico amante de las cavernas prehistóricas). En este acatamiento más o menos resignado de las órdenes que se dan de una manera imperceptible y que son impuestas en función de las necesidades que tiene el Capital de seguir viviendo a costa de todo lo vivo se aprecia claramente la tendencia en las sociedades modernas hacia cierto orden totalitario bien cubierto de algodón, suave y esponjoso, que esconde bajo la aparente voluntad personal y libre circulación de los individuos la sumisión de estos a las exigencias que marca el desarrollo del Capital. La perpetuación de esta especie de sometimiento dulce y confortable por ahora parece estar bien asegurada: la masa de individuos no ofrece síntomas de tener mucho que oponer; en cambio, sí muestra cierta expresión de satisfacción más o menos contenida por la independencia y libertad que le brinda el automóvil. ¿Qué te puede hacer más libre e independiente que tu automóvil que te lleva allá donde quieras ir?

Tal vez no fuera del todo exagerado, en este sentido, preguntarse por si en verdad es el conductor quien conduce el coche o si es que es, al contrario, de alguna manera conducido por él. O, en todo caso, hacerse uno mismo la pregunta de hasta qué punto uno es conductor y no conducido. Ciertamente, a estas alturas del Progreso nuestra fe en que somos nosotros los conductores no parece tambalearse mucho. Es decir, creemos con cierta firmeza en que somos nosotros quienes tomamos las decisiones e imponemos nuestra voluntad a los variopintos aparatos que han entrado en el mundo y lo han transformado hasta dejarlo irreconocible. Uno está seguro de que decide libremente que tiene que irse a este u otro lugar, sea su trabajo, sea un centro comercial o cualquier cosa que sea, después coge su coche y gracias a su inestimable ayuda en un espacio de tiempo relativamente corto (o no tan corto, eso ya depende) ya está donde quiere. El automóvil, así, se presenta como un aparato que está al servicio del libre movimiento del individuo, que lo utiliza para desplazarse allá donde quiera o deba (por ejemplo, para llegar al lugar de su trabajo o a un festival cultural de masas). El individuo es obligado a creer que es el protagonista de la acción y que a su servicio están todos estos aparatos que trae consigo el Progreso; es decir, tiene que desechar bien rápido la sospecha de que este desarrollo técnico hace tiempo que ha cobrado protagonismo y le ha impuesto su propia impersonal voluntad. Es más, si por su cabeza no pasa ni la sombra de esa duda, tanto mejor: tiene que estar seguro de que lo mismo que el Hombre controla el Universo a través de su Ciencia, su ejemplar individual ejerce un control parecido sobre los aparatos que han venido a simplificarle la vida.

Esa ilusión funciona como una especie de tranquilizante para su conciencia. Alguien que un sábado o viernes decide irse de escapada de fin de semana o de compras a un centro comercial y que recurre para ello a un coche en realidad no está nada claro que lo haga de forma tan libre como podría creerse, pues muchas de estas acciones ya estaban requeridas en la lógicas de las necesidades del Orden establecido, en el cual, por ejemplo, el turismo de todo tipo y la compra en el supermercado solo son dos modalidades del despilfarro de bienes. La planificación urbana y la ubicación específica de los centros comerciales u otros lugares de consumo de masas, el crecimiento de las aglomeraciones y la proliferación de autopistas y otras infraestructuras, la fabricación de automóviles y su promoción, entre muchas otras cosas, están configurando un ambiente en el que este individuo ha de vivir y determinan sustancialmente su forma de ser y de comportarse. La complejidad del asunto parece residir en que se consigue con cierta eficacia que este individuo-conductor, por lo general, tome este ambiente configurado según las necesidades del Capital como absolutamente normal, natural, inevitable. Porque solo si lo toma de esta manera no se le pasará por la cabeza que está literalmente recorriendo una ruta que ya estaba dibujada para que él o cualquier otro la recorriese. Que su libertad de movimiento está ya calculada, parida y medida en la necesidad que tiene de estar moviéndose continuamente el propio Capital.

Evidentemente, alguno tal vez pueda contradecir a eso que de cualquier modo nuestros actos van a ser condicionados por el entorno en el que los hombres desarrollan sus actividades: es un apunte válido, pero para este caso está mal dirigido. Pues la cuestión está en otra parte, a saber, en que el individuo ya no dispone de la libertad de intentar siquiera salirse de este entorno ni de cuestionar su pertinencia (más allá de los perfeccionamientos que se buscan para mejorarlo, pero eso no es cuestionamiento ninguno, sino su aceptación) y que, por otra parte, sus actividades se están reduciendo cada vez más a una u otra forma de Trabajo inútil, es decir, vienen impuestas por las necesidades que tiene el dinero de circular para vivir: las actividades de los hombres son cada vez menos producto de sus propias experiencias, búsquedas y sentimientos y cada vez más meras imposiciones de un sistema económico altamente tecnificado, que más que satisfacer las necesidades de la gente impone sobre ella las que tiene y crea él mismo. Cierta intuición de esta trampa de vez en cuando se asoma en nuestras almas individuales, pero la hemos de desechar pronto para no correr el riesgo de darnos cuenta de la profundidad del abismo que está debajo de nuestros pies.

Que el automóvil tiene que ser vendido no por una necesidad de la gente libre y no sometida, sino para cumplir con la sencilla regla de que lo que se produce ha de ser vendido para producir más todavía parece ser bastante evidente. Esta producción de coches, por otra parte, encaja perfectamente en la dinámica de la sociedad moderna y la apuntala a la vez. Como bien se sabe, el Capital, para vivir, tiene que asegurar un movimiento sin cesar de las cosas; evidentemente, sucede lo mismo con las personas: ellas también tienen que estar puestas en movimiento. Y el automóvil es uno de esos medios que cumple a la perfección este mandato. El éxito del coche posiblemente se debe, entre otros factores, a que en su propia estructura ofrece la posibilidad de movilizar continuamente los átomos individuales de la sociedad de masas. El movimiento de estos no es libre como mínimo desde hace tiempo, pues es el propio Capital el que necesita que se muevan, su estructura técnica apunta en este sentido.

Desde el mismo momento en que una marca de automóviles empieza a producirse y, después, publicitarse en el mercado, el uso que posteriormente se hará de él se halla literalmente grabado en su diseño y estructura[1], y prácticamente todo lo que hará el individuo con ese coche será más o menos lo que se esperaba que se hiciera, que es, en pocas palabras, llevar a cabo una modalidad de consumo o incluso inventar, sin pretenderlo, una nueva. Esto significa que los supuestamente libres actos del individuo, que comprará y usará ese automóvil, ya están de alguna manera prefijados y requeridos en la lógica de la vida acelerada del Capital, pues el automóvil viene a encauzar la vida de la sociedad según la dirección óptima para el Capital. Por tanto, estos actos pueden ser lo más cómodos posibles, ser producto de unas posibilidades de movilización y desplazamiento imposibles en otras circunstancias, es algo indiscutible, pero son actos publicitados y, por ende, no libres, impuestos en forma de una amable y seductora oferta. Es en este sentido cómo quiero sugerir que es el propio automóvil el que en cierta medida conduce al individuo que cree conducirlo.

Es evidente, por lo demás, que ya por el mero hecho de haber toda esa propaganda publicitaria que trata de asegurarnos de las necesidades que tenemos y que quedarían sin resolver si no dispusiéramos de esa maravilla podemos sospechar de la inutilidad originaria del automóvil: es decir, que en condiciones más sanas no habría necesidad de él. “¿Cómo te voy a llevar a un hospital si te pasa algo y no tenemos un coche para hacerlo?” Una pregunta que, por ejemplo, a muchos limeños les parece confirmar la necesidad del coche, pero lo que pasa es que no siempre suelen profundizar en el razonamiento para llegar a comprender que es una necesidad fabricada, impuesta, falsa (y por ello pretenden justificar con usos muy excepcionales un trasto que por regla general no hace más que expandir el mal allí por donde pasa): que el automóvil se ha vuelto necesario solo porque se han impuesto las condiciones urbanas propicias para el desarrollo del Capital, pues no solo es adaptable a ellas, sino que en su propio funcionamiento ayuda a instalarlas primero y arraigarlas después. El que hace esta pregunta de forma ciega también está ciego respecto a un hecho sencillo: las distancias que tiene que recorrer un limeño para hacer tal o cual cosa son fruto no de una evolución natural, sino del aplastamiento de la vida y del sometimiento de las tierras, los valles y los cerros a las necesidades del Capital, que para vivir necesita expandirse y ocuparlo y movilizarlo todo a su alrededor.

Pero que no se engañen demasiado los apagados habitantes de las aglomeraciones del mundo entero: esta reconfiguración del espacio no es un producto de mentes conspiradoras que quieran gobernarnos a todos: ¡qué sencillo sería acabar con ese gobierno! No, parece más bien que es el propio desarrollo técnico, impersonal y frío, impulsado por el sistema capitalista, el que marca cada vez más nuestro modo de vivir, el de todos nosotros, los que están más arriba y los que estamos más abajo. Lo que son solo posibilidades para el sistema técnico actual, para los hombres y las mujeres que están dentro de él son muchas veces imperativos, presentados en forma de ofertas de consumo. Y si para este sistema es posible hacernos conducir un automóvil durante 6-8 horas para llegar a un lugar más o menos turístico (prácticamente cada lugar es potencialmente turístico), nos movilizará, pues ¿a quién no le seduce la seductora oferta que nos ha preparado el desarrollo del Estado con sus autopistas y tan diversos lugares y modos de consumo? El sistema técnico en el que vivimos es el molde donde a nosotros no nos cabe más opción que rellenarlo de la manera que corresponde. La entrada del automóvil en nuestra vida no ha supuesto sino eso: adaptación nuestra (nuestra conversión en conductores) y el de nuestras ciudades y pueblos (que se vuelven totalmente irreconocibles una vez que se someten al imperio del automóvil) a los parámetros que ya venían preestablecidos en él. Enseguida se vuelve un estimulante para la fabricación de otros productos (que vienen a rellenar las necesidades que se crean en su torno): las gasolineras, los servicios de lavado de coches, centros de revisión técnica, las autopistas y etc. No podría funcionar si el espacio social, la economía, la forma de vivir de los individuos, entre otras cosas, no estuvieran en sintonía entre ellos y se rigiesen bajo mismas lógicas: es decir, el automóvil forma parte de un sistema complejo e integrado, muy cohesionado, que se ha convertido en el ambiente cotidiano de los individuos. Es fácil imaginar que si cayeran todas estas condiciones de sostenimiento del Capital, caería junto con ellas cualquier atisbo de utilidad en el automóvil.

Si para ti, querido lector, todo ello constituye algo natural o normal, pues nada más queda por hacer: ve a ponerte al volante de uno de estos monstruos y alégrate de vivir rodeado de tanto conductor de Progreso. Si, en cambio, hueles e intuyes la trampa que se esconde detrás de esta figura sobre cuatro ruedas entonces, tal vez, aún haya vida por delante, aún haya cosas que hacer y que no serán precisamente las que están mandadas e impuestas sobre nosotros en forma de amables e inofensivas ofertas. Quién sabe…


[1] En este sentido sería muy interesante estudiar cómo el uso del automóvil ha contribuido seguramente a la degeneración del viajar al hacer turismo.