Expectativas políticas, libertad y publicidad

Decía Anders que “no daremos en el clavo mientras veamos en la publicidad solo un hecho más entre otros”, pues “desde el momento en que todos los objetos de todo tipo se han contagiado de los objetos del actual tipo dominante, a saber, del tipo mercancía, vale más bien decir que nuestro mundo es, ya de antemano, un universo de publicidades. Consiste en cosas, que se ofrecen y nos solicitan. La publicidad es un modo de nuestro mundo[1]. La publicidad también es lo que da su forma y carácter a lo que llamamos en los países desarrollados ‘libertad’. No es solo que nuestra concepción de libertad sea también el objeto de la publicidad, que lo es evidentemente, sino que se nos la presenta como la amplitud de la oferta y el derecho a escoger según el gusto o la opinión personal. La libertad de hoy es, en cierto sentido, esa abundancia de la oferta en la que uno está invitado a escoger lo que le conviene, lo que le gusta o a lo que puede aspirar.

Si asumimos el hecho que explicaba Anders, de que la publicidad es un modo del mundo en que vivimos, y razones para ello no faltan, se sobreentiende que nada hay más ingenuo que pensar que una persona o una organización de personas pueden desarrollar una actividad política institucional sin que ella se vea determinada por este modo publicitario de nuestro mundo. Evidentemente, ningún partido político puede escapar de esto, sea de izquierdas o de derechas (una distinción que hay que coger con pinzas hoy en día): de hecho, los partidos de izquierda, para tratar de persuadir a los indecisos electorales de que ellos constituyen, por ejemplo, una forma diferente de hacer política o incluso una política revolucionaria, no pueden hacer otra cosa que recurrir a la publicidad, publicitándose, precisamente, como ‘izquierda’, como algo que viene a subsanar los males de la sociedad causados por los señores del Capital. No es cuestión de voluntad ni de intención; es que la maquinaria tecno-democrática en la que se montan esos izquierdistas funciona así o de ningún otro modo. O te publicitas o simplemente estás fuera de combate. En un sistema tan complejo y con mecanismos de administración de la sociedad cada vez más tecnificados y, por ello, autónomos, con sus propias lógicas, las intenciones y las voluntades personales son adversarios bastante débiles. En todo caso, se puede entorpecer o parasitar la máquina, pero no hay mucho margen para utilizarla en contra de lo que ella misma reclama. Solo hay una voluntad, y es la de Dios. Y peor para aquellos que ni siquiera se enteran de eso.

Provistos de una buena dosis de buena fe, los políticos se dedican a cultivar, como en la buena publicidad, expectativas en el electorado, en la ciudadanía democrática. Esta tarea de cultivo de la expectación no es nada difícil, pues expresar una idea o un eslogan que la población entienda y apoye no exige ningún esfuerzo extraordinario, ya que en toda la sociedad cada uno dice lo que otros ya saben y cada uno escucha de boca de otros lo que él mismo dice. “Agora! A Galiza que queres” (del Bloque Nacionalista Galego), o incluso más claro aún: “Farémolo posible” (Sumar): lo que te ofrece un partido es lo que tú quieres; e incluso directamente puede apelar en sus eslóganes a hacer algo posible sin que se especifique el qué, pues lo importante no es tanto el qué ni el cómo, que siempre son variaciones de lo mismo, sino la mera instigación a realizar un deseo que se presenta como tu propio deseo. La Galicia que quieres o el coche que quieres: la política democrática ha asimilado las peores formas del mercadeo y de la publicidad. Y, ¿cómo no?, ¿cómo esto no se va a presentar como la señal de nuestra libertad en los países democráticos? Pues, si no lo crees, por ahí están varios países con gobiernos dictatoriales y revolucionarios en los que no se te ofrece “La Bielorrusia que quieres”, sino que se te constata que “No hay otra Bielorrusia que esta que tienes”.

A toda la sociedad, en fin, se le suministra una ingente cantidad de información que luego cada uno por su cuenta expresa como si esta proviniese de su interior y se posiciona respecto a ella según las preferencias ideológicas a las que esté más predispuesto. Por esta razón, los eslóganes que se ven por las calles de las ciudades y los pueblos durante las campañas electorales a menudo son insípidos y ya sabidos, pues han sido repetidos hasta la saciedad. Si está de moda el tema de la corrupción, los eslóganes serán eslóganes de anticorrupción, si de moda está el cambio generacional de dirigentes, los eslóganes promoverán la sangre joven que ‘hará una nueva política’, si de moda está el tema de la mujer, los eslóganes serán feministas, y si de moda está cambiar (para seguir siendo lo mismo), se ofrecerá el cambio (y si te ofrece la Revolución, como los camaradas de Venezuela, ¡ay de ti!).

Esto último, más bien, parece sugerir que los partidos políticos por sí solos no generan estas expectativas, más bien, en muchas ocasiones parece que se adecuan a lo que dicta el momento del sistema social a través de sus incontables medios de información de masas, la Academia y otras instituciones. Si se quedan rezagados en esto, lo cual ocurre también con los partidos, la sociedad seguirá adelante sin ellos. Muchas de esas expectativas, no obstante, ya de antemano habían sido exigencias del sistema social en general. Lógicamente, al sistema no le conviene mucho ofrecer algo que está fuera de su alcance. Y si lo hace, si te ofrece algo que a la postre no podrá cumplir, pues peor para él: producirá gente frustrada y rabiosa, resentida por el engaño y la promesa incumplida. Nadie está a salvo de las promesas incumplidas[2].

Sea como fuere, el hecho de que hacer política hoy en día consista inevitablemente en una promoción publicitaria de una especie de mercancía está a la vista de cualquiera, no hace falta una gran capacidad de observación para percibirlo. La contienda electoral es la que refleja con mayor sencillez el carácter publicitario de la libertad democrática. Cuando una de estas contiendas comienza, el espacio, en cuestión de poco tiempo, se convierte en una enorme red de carteles publicitarios que nos ofertan los productos políticos con el eslogan, la cara del candidato y el logo correspondientes. En Perú, por ejemplo, esta invasión de la publicidad llega hasta tal extremo que no queda calle, ni callejón, ni plaza ni casi edificio que no lleve una publicidad con la propaganda electoral. Los muros y las vallas también caen víctimas de la enfermedad electoral que se apodera sobre el país entero. En eso, todos los partidos actúan de la misma manera. Si no lo hacen, es que quedan en desventaja. ¿Cómo no lo van a hacer? Ya allí se puede apreciar el engaño de la política que quiere venderse como ‘alternativa’, sea de derechas o de izquierdas, pues, prometiendo hacer las cosas de otra forma, ya desde el inicio hace lo mismo que todos, pues, de lo contrario, queda fuera del juego. Y, no, el argumento según el cual todos los medios son buenos para conseguir un fin revolucionario ya no puede engañar a nadie que haya investigado, leído o simplemente se ha interesado un poco sobre la historia de las revoluciones. Las revoluciones modernas (o sea, sobre todo, a partir del modelo de la Revolución Francesa) son perfectos ejemplos de que por la vía estatal no se puede hacer nada que no sea el sometimiento a la lógica del Estado. Muchas revoluciones modernas nacieron, al menos en parte, de la negación del Estado, pero, cuando tuvieron éxito, no pudieron más que doblegarse ante él y ponerse a su servicio. Uno no cambia desde dentro las profundas estructuras de esta sociedad a su voluntad: esas estructuras cambian a uno según su propia lógica de desarrollo y funcionamiento.

Las expectativas, cumplidas y no cumplidas o, sobre todo, aún por cumplir, son el alimento de la política. Al ciudadano, al igual que al consumidor, hay que mantenerlo motivado. ¿Queda algún resquicio para una acción política que atente contra ese encierro publicitario? ¿Contra un sistema que cambia para perfeccionarse y volverse más difícil de atacar? Por ahora, tal vez solo nos queden las dudas de quienes aún se siguen haciendo este tipo de preguntas…


[1] Anders, Günther (2011): La obsolescencia del hombre (Volumen II). Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial. Pre-textos, Valencia, p.164.

[2] En un país como Perú, donde el sistema democrático es más débil y precario, la expectativa de una democracia más progresada, de una sociedad más próspera, la imagen de un país rico sin pobres, etc., choca con la triste realidad de una sociedad racista, corrupta y que parece caminar con constante rezago. Pero, como es evidente, esa exigencia no es imposible de cumplir para el sistema, y más si tenemos en cuenta el contexto global, pero lleva su tiempo y esfuerzo, y el éxito nunca es garantizado. Si miramos el último par de años, en Perú se ha vivido un breve lapso romántico en el cual la figura de un simple maestro provinciano aspiraba a representar la Revolución del Perú profundo sumido en la miseria. Ese sueño romántico ha terminado de forma grotesca, por una parte, y, por otra, sangrienta. Las expectativas generadas devinieron en decepciones y frustraciones para los que se las creyeron.

Unas palabras contra las ideas de felicidad que nos vende la sociedad desarrollada. Parte II

Junto a la ya muy arraigada idea de una redención al final del camino, es decir, la idea de felicidad estrechamente vinculada a la consecución de una meta (de LA META) que exige enormes esfuerzos y sacrificios (todos ellos, evidentemente, justificados por la propia meta redentora), se establece en nuestras sociedades también una idea de felicidad aparentemente más inmediata que no debe ser buscada en un futuro lejano sino simplemente vivida en el presente a partir de una mentalidad positiva y optimista de quienes aman lo que hacen y hacen lo que hacen porque lo aman. Tal y como corresponde a la situación actual en la sociedad desarrollada, una vez que se han venido abajo los así llamados grandes relatos y proyectos de la Modernidad, por utilizar la jerga docta de los académicos, (“en unos 20 años llegaremos al comunismo, tranquila, camarada, un poco de paciencia: que todavía el Partido no ha reunido todas las condiciones objetivas y subjetivas del Progreso de la Historia” – le decían a mi abuela hace unos 50 años para inyectar en ella y en los demás súbditos del Estado soviético la confianza en que todos los sacrificios realizados ahora tendrán sí o sí su recompensa en el idílico régimen redentor), se empieza a hacer mayor hincapié en el disfrute instantáneo de las cosas cotidianas y fragmentadas (pues en estos tiempos la gente ya no cree tanto en una felicidad monolítica y constante): este desplazamiento, no obstante, solo sirve para realizar el mismo intento de falsificación que la vieja y tradicional idea de una felicidad que llega como una recompensa a los duros trabajos y sacrificios. Solo cambia la forma en la que se presenta el engaño. Pero el disfrute, la alegría, el placer o la felicidad siguen permaneciendo en algún lugar muy alejado de una existencia que, en sus formas más progresadas, no puede más que “consumir consumo” y “producir producción” (La Comuna Antinacionalista Zamorana, Comunicado urgente contra el despilfarro), es decir, ser esencialmente abstracta, desabrida, sosa.

“¡Vive el presente!”: es el eslogan de una nueva idea de felicidad detrás del cual se esconde una manifiesta aceptación y sumisión ante lo impuesto. “¡Vive el presente!” quiere decir, en verdad, “¡conténtate con el presente!”, lo cual deja entrever también el tipo de personas a las que está dirigida este nuevo modelo de felicidad científicamente contrastada (decirle a un desempleado de 40 años, desgastado por la desesperación y el estrés, aburrido de la relación de pareja que lleva soportando mucho tiempo, que disfrute de lo que tiene ahora sería como reírse en su cara de sus desgracias). Además, por mucha insistencia retórica que se haga en el presente, en el vivir el ahora, no es difícil apreciar que esto no es sino un mal disimulo de la obediencia a los impulsos y deseos provocados de forma incesante por el Capital y el Estado, que con el desarrollo de la técnica han empezado a dominar y fabricar los instantes de la vida de sus clientes y súbditos. Lo importante es hacer cosas, por pequeñas que sean, que te ayuden a matar el tiempo y divertirte un poco. Al individuo de hoy día le resulta muy difícil vivir el ahora justamente porque este ‘ahora’ está cambiado por un instante de tiempo vacío que alimenta al Capital. Este ahora, liberado de las garras del Poder, seguramente podría llevar en sí posibilidades de verdadera alegría o tristeza, pero queda truncado al ser sustituido por otra cosa, que trae consigo el vacío del futuro y las formas de rellenarlo que ofrece el Capital.

Parece que estos dos modelos de felicidad, que promociona la publicidad y la cultura imperante, son dos alternativas para intentar ocultar de los ojos y del razonamiento el abismo al filo del cual se sitúan nuestros pies. Para no pensar en él y no darse mucha cuenta de su situación, el individuo corriente de la masa, ese al que se le considera más o menos normal, recorre a distintos medios: tener ilusiones, trabajar y dedicarse al Ocio para matar el tiempo y sobre todo creer en algo, como por ejemplo, creer en poder ser feliz, en su trabajo, en sus ideas o en sí mismo. Se trataría, en el fondo, de evitar pensar en que uno está andando en círculo, trazado sobre un abismo, del cual no puede salir ni escapar. Estos intentos por convencer de que uno puede aspirar a la felicidad, escogiendo entre la numerosa oferta del Mercado lo que a uno le conviene mejor, son maneras de organizar la ilusión de una huida imposible de este círculo. Y como uno parece que no puede detenerse o salirse de él, como parece estar abocado a tener que cerrarlo en algún momento, se impone la necesidad de entretenerse con algo en el camino y distraerse.

A pesar del horror de la organización extrema de la sociedad moderna, a uno le siguen pasando cosas que nadie prevé, que le sorprenden para bien o para mal y que le proporcionan un verdadero placer o terror (es que no hay Dios tan todopoderoso como para asfixiar del todo la vida), pero, por encima de esto, se le hace creer que es uno mismo quien escoge las cosas que le tienen que pasar y que es allí donde se juegan sus posibilidades de ser feliz. El alto nivel de desarrollo o el elevado grado del progreso de la organización en las sociedades avanzadas se miden justamente por la imposición de esta creencia y por la consiguiente reducción de las posibilidades de que uno pueda vivir un poco o que le puedan pasar cosas que huelan a vida, a lo imprevisto, lo inesperado, de veras placentero. ¿No quiere el Hombre gobernar el universo con su Ciencia? Para el Capital y el Estado el ideal supremo de la sociedad consiste en que nunca pase nada que no esté ya previsto y planificado, que no esté considerado en la Ley o no pueda ser asimilado a una forma de matar el tiempo. Pero como en la gente, junto y en contra de esta pretensión de seguridad parece vivir otra cosa que más bien hace que anhelemos algo de vida y de felicidad, el Poder, para corresponder a la imagen del Padre que todo lo procura para sus hijos, tiene que encargarse también de difundir ideas de felicidad que entretengan a sus súbditos mientras están renunciando, una y otra vez y sin darse cuenta, a vivir un poco.

No obstante, a pesar de las claras síntomas de un sistema que tiene serias dificultades de cumplir con las expectativas que vende a sus piezas individuales[1], los promotores de la felicidad no se rinden. Estos sirvientes del Poder están convencidos y nos quieren convencer de que nuestra cárcel está preparada para albergar montones cuantificados de la felicidad certificados por los expertos de la Ciencia. Mientras que una voz, que llega no se sabe bien desde dónde, nos susurra que en esta cárcel ya no queda ni aire fresco, que habría que romper sus muros para poder respirar, ellos siguen a lo suyo. Vistas las tendencias de la sociedad, no extrañaría que en muy poco tiempo, si no ya mismo, la felicidad individual se convirtiera en asunto de Estado de primerísima importancia.

Por el contrario, intuimos, al menos aquí, que si nos alegramos o nos sentimos felices, ello no se debe a que el sistema funciona perfectamente sino todo lo contrario: ello se debe principalmente a algún fallo en su funcionamiento. Si todavía nos podemos enamorar de una mirada, de unos niños, felices en sus imprevisibles y entrañables juegos, de unas palabras que, caídos de unos labios frescos, nos atrapan desprevenidos y nos aclaran de golpe lo que antes aparecía oscuro y enrevesado, ello será probablemente una muestra de que la vida se sigue abriendo camino a pesar de todos los Capitales y todos los Estados con sus correspondientes masas de súbditos y clientes sumisos y dóciles.

Frente a esta complejidad, que apenas aquí alcanzamos a esbozar de una forma muy tosca y burda, siempre, claro está, queda la opción de convencerse de que, efectivamente, las ideas de felicidad que le venden los promotores del bienestar son verdaderas y, con ello, ser un más o menos perfecto ejemplar de la masa estatal que cree en su felicidad personal. El que no se contente con esto ha de evitar este tipo de ilusiones. Pero ¿es que hemos dejar de añorar la alegría o la felicidad? Parece imposible, pues este deseo de felicidad está muy vivo en nosotros. Y ya solo su presencia bien puede valer como una señal, aunque débil e insegura, de que hay algo de ello por debajo de todo lo que nos han impuesto.


[1] Pero, curiosamente, esta incapacidad del Orden establecido de cumplir con las expectativas que él mismo genera en los individuos rara vez genera un rechazo de este sistema en sí, sino una búsqueda de modos de perfeccionarlo (aunque tal búsqueda de perfeccionamiento puede ir acompañada de una retórica radical y anti-sistema; pero ello no hace peligrar al Sistema tampoco, pues, de momento, suele encontrar modos de encausar el descontento de la gente hacia lugares donde le interesa: si lo que quieres es un puesto de trabajo, allí tienes la lucha por los derechos laborales; si lo que te mata es un trabajo que haces y que no sirve para nada, allí están las luchas por dignificar el trabajo; si no te gusta el turismo de masas, allí tienes el turismo de elites; y si no te gusta el consumo de las mayorías, poco justo y aún menos ecológico, allí tienes la forma de consumo ecológico y justo con sus correspondientes reivindicaciones).

Unas palabras contra las ideas de felicidad que nos vende la sociedad desarrollada. Parte I

A continuación vamos a presentar la primera de las tres partes de un artículo algo extenso, un poco arriesgado, sobre algunas ideas de felicidad que nos vende la sociedad del Desarrollo.

Como ser feliz: 7 simples claves científicamente probadas[1] que te ayudarán todos los días.

Una entrada en Internet[2].

A modo de introducción

Si se supone que en este estadio de Progreso de la Historia, en países como España o Francia, somos bastante libres y seguros[1], o que al menos esta sociedad desarrollada proporciona mayores cuotas de libertad a sus ciudadanos y clientes, es lógico que también se suponga que en esta sociedad uno pueda ser relativamente más feliz y contento. De hecho, la búsqueda de la felicidad personal, de las cosas que a uno le gustaría hacer y a través de las cuales realizarse ocupa un espacio nada desdeñable en la publicidad y en la educación. En las democracias avanzadas esta cuestión tan compleja sobre la felicidad, aparentemente, se ha resuelto de una manera muy sencilla: cada uno puede ser feliz a su manera, lo que corresponde a la idiosincrasia de un régimen en el que el corazón mismo del sistema se halla anclado en el corazoncito del individuo de la masa y en el que la producción de masas trata a sus clientes de forma individualizada. Una vez que se ha destruido la comunidad, una vez que el pueblo parece haberse retraído y silenciado, se apodera de nuestros corazones el sustituto democrático de la felicidad; la realización personal dentro de la sociedad establecida y la compra de artículos de toda índole producidos específicamente para generar en las masas un estado de satisfacción y felicidad salen al primerísimo plano.

Por otra parte, siempre junto a esas imágenes de la felicidad moderna, junto a los ejemplares individuales que han conseguido un relativo éxito en su vida (aman lo que hacen y, por ello mismo, triunfan) y que lucen sus alegres sonrisas para la publicidad, que han realizado sus proyectos y cuyos futuros han redimido los esfuerzos que hicieron en el camino hacia sus metas, aparece la imagen de la podredumbre social, del abismo que se repuebla cada vez más y más, del reino de la mediocridad y la mala fortuna, donde habitan sujetos a los que se les han cerrado (al menos temporalmente) todas las puertas que conducen a la felicidad, la libertad y el bienestar. Es vital que esta última imagen del abismo social siempre aparezca ante los ojos de los mal que bien integrados para que no se les olvide cuál es el camino para ser felices.

Nosotros aquí, como consideramos al tan distinguido individuo moderno, tan querido y alabado por la publicidad, como un sujeto mayoritariamente sumiso y dócil, tampoco nos sentimos muy convencidos por las ideas de felicidad que nos venden; evidentemente, momentos de eso que llamamos alegría aparecen de vez en cuando (es que el Estado, al fin y al cabo, no es tan poderoso y total como para poder montar un Ministerio de Felicidad y Alegría y, de esta manera, poder administrarlos como si de cualquier Ministerio de Justicia o de Economía se tratase), de hecho el propio sistema está interesado en ello, pues no le beneficia en absoluto tener a todo el mundo siempre descontento y encabronado (y para eso lleva años invirtiendo tanto tiempo y dinero, que son lo mismo, en desarrollar distintas formas de diversión y de ocio, de ofrecer diversos estilos de vida y, en general, desarrollar eso que se llama Cultura). En la primera parte de este escrito nos dedicaremos un breve momento a esta cuestión de la felicidad individual que se nos está vendiendo tanto desde distintos aparatos de la promoción ideológica, mientras que en la segunda trataremos de razonar acerca de las posibilidades de alegría cuando todavía no se nos ha reducido del todo a meros individuos atomizados de la masa; y lo haremos a través de una imagen poética que explicaremos en el debido momento.

*

…cada individuo está costituido en obediencia al Poder, le debe al Poder no su vida, ciertamente, pero sí ese sustituto de la vida que es la existencia, el ser fulano de tal, el tener un puesto en tal sitio, el tener derecho a tales trabajos y a tales diversiones.

Agustín García Calvo, ¿Quién dice No?

mi sensación interior de que soy una unidad aislada puede ser falsa, y la declaro falsa, porque no quiero darme por satisfecho con el horrible aislamiento.

Gustav Landauer, Escepticismo y mística

Vaya por delante que aquí no sabemos definir lo que es felicidad ni alegría (no porque no hayamos experimentado alegrías, sino porque aún cuando las vivimos se nos escapa de la lengua su comprensión conceptual clara y exacta) y no tenemos ni la menor intención de tratar de captarlas con nuestras toscas, siempre demasiado aproximativas palabras. ¿Para qué hacerlo? No vamos, entonces, a decir nada definitorio ni conceptual respecto a la posible felicidad que la gente suele anhelar o añorar y, cómo no?, incluso experimentar de vez en vez de forma inesperada y desbordante, tan solo atacaremos las ideas de felicidad que se venden desde Arriba y que sirven para legitimar el orden existente al insinuar que es completamente compatible esa vaga felicidad que añora la gente y las lógicas y el tipo de relaciones que sostienen a este Orden. Nosotros, en todo caso, nos inclinamos más por pensar que si hay alegrías en la gente es, casi siempre a pesar del Orden impuesto, no es el resultado de los esfuerzos desde Arriba en darnos alegrías.

En este sentido, cabe sospechar que bajo esa ilusión de poder ser felices individualmente en esta sociedad se esconde una especie de estado de satisfacción sustitutiva: es decir, como la posible vida, que tal vez sí podría proporcionar cierto disfrute y alegría, se encuentra fundamentalmente ahogada bajo el peso de los numerosos sustitutos que promueven e imponen el Estado y el Capital, como la conversión de la sociedad en una masa de individuos sumisos se profundiza hasta los límites insospechados, el logro de estos sustitutos (por ejemplo, un buen empleo en una gran empresa, ser un doctor de una prestigiosa universidad, casarse y tener hijos, comprarse un nuevo aparatito inútil cualquiera, etc.) provoca un estado de satisfacción que se toma en muchas ocasiones por el de felicidad. Puede resultar muy difícil, según qué caso, separar nítidamente lo uno de lo otro, dónde está en cada ocasión concreta esta satisfacción sustitutiva y dónde está eso a lo que la gente siempre se ha referido como ‘alegría’ o ‘felicidad’, pues incluso bajo este impresionante aplastamiento de la vida por el Estado y el Capital la gente sigue experimentando verdaderas alegrías y tristezas (mucho más de lo segundo que de lo primero, evidentemente), se sigue encontrando con momentos en su vida que, sin saberse claramente por qué razón, le llenan a uno el corazón de alegría y de estremecimiento.

Lo que parece de todas formas claro es que este estado de satisfacción personal por conseguir un buen puesto de trabajo o de poder ir de vacaciones a un lugar muy promocionado por la industria turística o de sentirse plenamente realizado en las aspiraciones personales tiene mucho que ver con la aceptación y el estar de acuerdo con cómo son las cosas, con cómo es la realidad establecida. La idea, tal y como esgrime la publicidad, es siempre pensar en positivo (y si te rodeas de individuos positivos mejor todavía, pues con tanta positividad embriagadora uno no correrá el riesgo de tener que embriagarse de alcohol para ahogar sus penas).

Aún así, la gente no siempre es tan simple como les gustaría a los gestores de la publicidad y desconfía bastante de estas recetas para ser feliz supuestamente aprobadas por la ciencia: de hecho, para nadie es un secreto que el trabajo asalariado, el pilar fundamental de la existencia que nos impone el Capital, no hace feliz ni aporta sentido ninguno a una gran cantidad de la gente. Pero mientras más evidente se hace esta mentira, más empeño se hace en sostenerla (hasta que se vuelva insostenible y haya que dar el cambiazo para seguir igual). Si uno, en cambio, está descontento o muy descontento con esta realidad, si siente que lo aplasta y no le deja vivir, es decir, si no le seducen las zanahorias que le ofrece la publicidad, es muy difícil que este estado de satisfacción sea algo habitual en él y, por tanto, se hace también más difícil que acepte esta idea de felicidad individual y aislada que difunde la propaganda comercial.

Mientras algunos de nosotros tenemos estas muy incómodas dudas (y un gran descontento ante lo que se nos impone como ‘esto es la realidad y no hay más, hijo’), los promotores de esta sociedad parecen no tener duda ninguna: a las primeras de cambio te van a soltar su ‘sé feliz’ y hasta mostrarte el camino de cómo llegar hasta ello: por ejemplo, comprando este último modelo de automóvil o yendo al estadio a ver a tu equipo favorito de fútbol o regalándole algo especial a tu pareja cada 8 de marzo (para hacerla feliz a ella, hombre, ¡no seas tan exageradamente egoísta pensando solo en tu felicidad!). Hasta tal punto ha llegado la tecnificación de nuestra vida que incluso eso de ser feliz podría pronto reducirse (si nos descuidamos) a la aplicación de unas cuantas técnicas científicamente probadas: pensar en positivo, relajarse, dejarlo ir, hacer lo que a uno le gusta, comprar cosas que a uno le gustan, etc. Todo es cuestión de técnica. Y como corresponde a una sociedad altamente tecnificada, tiene que en ella haber expertos en el manejo de estas técnicas: los expertos en felicidad que te indicarán las técnicas apropiadas si no para estar feliz, al menos para estar contento con la vida, saber disfrutar de pequeñas cosas y pensar en positivo.

Se pretende, de esta manera, hacernos creer que eso que llamamos vagamente ‘felicidad’ es compatible con la cárcel que es este Mundo y, si se descuida mucho, uno mismo (en el que ese Mundo crece y se desarrolla). Para los promotores de la positividad, la felicidad no tiene nada que ver con algo vago e indefinido que se pierde entre lo infinito de la vida y que cuando aparece siempre resulta difícil de ubicar con cierta exactitud. Como buenos constructores de proyectos que son, se creen estar en capacidad de crear proyectos de felicidad personal en masa, eso sí, personalizados para cada tipo de gustos y preferencias. La felicidad se traduce entonces en la capacidad de comprar y despilfarrar los seductores productos (entre los que están también los variopintos estilos de vida, modos de ser y modas identitarias)  que nos suministra el Mercado para endulzar nuestros moldeables paladares: ya desde bien pequeños los niños no hacen más que pedir a sus padres que compren este u otro chisme que ven por la tele y, cuando ya lo tienen en sus manos, se llenan de esa satisfacción de la que hablábamos antes. Tanto ellos mismos, como sus padres, que se enternecen mucho al ver a sus niños tan felices y contentos entreteniéndose con su nueva PlayStation N.º X.


[1] Si uno mira, aunque sea muy por encima, a lo que nos cuenta la Historia sobre los recorridos que han hecho las gentes de por allá y de por acá se dará rápidamente cuenta de que, efectivamente, parece ser que la gran parte de ellas ha estado marcada por la condición de sufrir una u otra forma de dominación. Esta dominación siempre muestra distintos rostros, pero todos ellos están apuntando a reducir las posibilidades de vida de la gente y a su sometimiento. Las formas actuales del Poder son las que más eficacia parecen presentar, en lo que a la reducción de esas posibilidades se refiere, precisamente gracias al proceso de ensanchamiento de los límites de la vida subyugada o de la muerte administrada (García Calvo): así, el tener el derecho a escoger una de las tantas formas de someterse (que rara vez se presentan hoy como expresión de la sumisión y la docilidad, sino como expresión de la libertad de elección y la voluntad personal) crea la ilusión de que aquí y ahora, en este estadio del Desarrollo, el individuo por fin disfruta de unas cuotas de libertad más que notables (el hecho de que hasta ahora se sigue hablando de ir ganando mayores cuotas de libertad, algo que es, como el amor, inmensurable, muestra a las claras que sigue imperando la mentalidad progresista que se cree escalando poco a poco hacia mundos cada vez más perfectos, al menos en potencia). Claro está: esto se refiere sobre todo a los países democráticos avanzados, donde los niveles del bienestar alcanzados se consideran relativamente altos, pues en los países en vías de Desarrollo, el llamado por los expertos Tercer Mundo, todavía se tiene que trabajar con mucho esfuerzo y muchos sacrificios para alcanzar el mismo nivel de bienestar y libertad.


[1] Resaltado en negrita mío.

[2] Accesible en https://postcron.com/es/blog/como-ser-feliz/.