El hombre de la masa

En un artículo anterior hablábamos de cómo la catástrofe que a nosotros muchas veces nos la presentan como futura y estadísticamente probable, como mostrándose amenazante en el horizonte, podría estar ocultando que la sociedad moderna ya está viviendo desde hace tiempo un derrumbe y un ahogamiento extremo. Y que, más bien, ahora estamos siendo arrastrados por una inercia que nos viene empujando desde atrás. Querríamos seguir apuntando algunos aspectos de esta situación en la que estamos inmersos.

Y es que el problema de nuestras sociedades no solamente se refleja en el lamentable estado de lo que se llama entorno natural. Otro daño más que notable que efectúa la sociedad de masas se puede apreciar en los hombres y las mujeres que ella produce. Aquí nos vienen a la mente unas lúcidas palabras de Jaime Semprun: “cuando el ciudadano-ecologista se atreve a plantear la cuestión que cree más molesta preguntando: “¿Qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos?”, en realidad está evitando plantear otra realmente inquietante: “¿A qué hijos vamos a dejar el mundo?”’[1]. (Considero innecesario recordar que de aquí en adelante realizo una descripción muy aproximativa, tosca y generalizada del individuo más o menos integrado en la sociedad avanzada, es decir, trato de rescatar las tendencias generales y dominantes en su forma de ser, pues una cosa como una descripción total, pormenorizada de los individuos, de cada uno de ellos en su singularidad, es una tarea imposible y hasta vana de llevar a cabo; además, la gente, al menos hasta ahora, siempre ha sabido de alguna manera escabullirse, por poco que sea, de la identidad que le impone una determinada cara del Poder, por lo que nunca se pueden aplicar estas generalizaciones a todos ni en igual medida. De todas formas, tampoco hay que olvidarse que se uniformiza a las masas por medio de exaltación y promoción de la singularidad de cada una de sus partes constituyentes: a cada uno le gusta una determinada marca de coche, cada cual lee prensa de determinada “postura” con la que más o menos se identifica, cada uno consume tales artículos de entretenimiento y tienes propias opiniones y creencias, entre otras muchas cosas, sin que esto suponga que estos individuos no sean intercambiables entre sí para el sistema).

El individuo triturado diariamente por la maquinaria social actual, en efecto, causa aún más temor que cualquier desastre ecológico. Su triste condición se revela en toda su crudeza cuando está metido, por ejemplo, en el habitual atasco automovilístico: impotente y rabioso, no puede oponer nada a la ansiedad que lo maltrata más que la fe en que está allí porque él mismo lo ha decidido así. Una acción medianamente sana en estos casos sería la de huir del coche, abandonándolo en medio del río de metal, y escapar del tamaño sufrimiento organizado, pero una acción de este tipo le es vedada, porque bien no cree necesario salir de su encierro o bien siente que no tiene otro remedio. Amaestrado en las mejores escuelas de obediencia y sumisión, liga su existencia a la de la sociedad que lo ha parido sin ninguna intención de ponerla en tela de juicio de una forma lúcida y razonable. Cuestionará la mala conducción de sus prójimos, la falta de respeto de las reglas establecidas, pero no tanto su condición de “accesorio” de automóvil. Acepta a sí mismo y, con ello, acepta a la sociedad, aunque aparentemente sea crítico con ella. El sistema técnico en el que vive ha creado para él un entorno complejo y simple a la vez, donde cree tener una mayor sensación de seguridad y control. Ha renunciado a vivir a cambio de la ilusión de que todas las condiciones de vida, en algún momento, estarán bajo el total control estricto y científico de la Humanidad. Cuando en el horizonte amenaza la catástrofe total, ese individuo se aferra principalmente a la sensación de seguridad que le proporciona el progreso técnico.

La sociedad lo empuja a negarse a cualquier gesto de libertad, le cuesta decir ‘no’ de veras a lo que se le impone (bien sea en forma de una orden sin más, bien sea en forma de una amable oferta o propuesta). En todo caso, si se trata de un buen ciudadano bien integrado en la sociedad, creerá en el sustituto de libertad que le vende la democracia y el Progreso: creerá, por ejemplo, que el automóvil le vuelve más independiente o que puede opinar lo que él quiera y hacer con su vida lo que considere oportuno. Es decir, está muy determinado por la propaganda democrática de la sociedad de masas. En verdad, si bien se mira, no puede hacer nada con su vida más allá de lo que ya viene en las indicaciones de uso para esta especie de “vida” que se le ha endosado: si quiere tener algo de seguridad mientras dure su hastiada existencia, si quiere ‘tener un futuro’, no puede menos que someterse a lo que más o menos la mayoría está obligada a hacer y renunciar, así, a todo atisbo de razón y de pasión por la vida y libertad. Si quiere ser parte más o menos funcional del sistema, tiene que adaptarse. En algunos casos esto le lleva a una fe bien asentada en que así es feliz y no necesita ni quiere otra cosa, en otros, a la adaptación a la realidad en silenciosa resignación e impotencia, en casos más extremos pero aparentemente cada vez más recurrentes, a la depresión.

Vive en unas condiciones tan insanamente tecnificadas y complicadas que pierde cualquier noción de que algo puede hacerse sin que haya que recurrir a los expertos y al Estado. No controla ya prácticamente nada de las condiciones en las que es obligado a existir. Necesita, por ello, de indicaciones: cómo cruzar la calle, cómo comer, cómo dormir y cómo usar su cuerpo. Para todo hay una receta: aún cuando va a pasear al monte, dispone de un camino bien señalizado por donde tiene que caminar. La sociedad de masas no vale nada como comunidad (más o menos autónoma del Estado y del progreso tecnológico): es muy dependiente de lo que hagan o dejen de hacer el Estado y los técnicos. La sociedad industrial ha desarrollado notablemente sus capacidades técnicas, pero en la misma medida ha atrofiado la capacidad de la gente de hacer su vida de forma más o menos libre e independiente, por cuenta propia. ¿Qué puede hacer de verdad un individuo, por ejemplo, ante un importante derrame de petróleo en el mar? Los problemas que genera la sociedad técnica exigen respuestas técnicas que uno sencillamente no puede proponer aunque lo quisiera. Estos problemas requieren de expertos especializados y de importante investigación científica, de enormes aparatos estatales y no-estatales, ingentes recursos, negociaciones políticas, etc. Requiere, en pocas palabras, del inmenso aparato burocrático como el actual. Tal vez sea también por esta razón que el individuo moderno, para sentir que está haciendo algo al respecto, la única acción que realiza es la de apelar a la responsabilidad de los entes abstractos que penden arriba sobre él: al Gobierno, a la Ciencia, a la Humanidad, etc. Sumándose a la masa o a los grupos políticos, provistos para este propósito, para exigir a los dirigentes y los expertos que se ocupen del asunto es como cree estar haciendo algo con los problemas generados por la propia marcha sin sentido de la sociedad. Ellos, allá Arriba, cree, pueden brindar una solución, la comunidad, la gente de a pie, no.

En este contexto la pregunta que surge por sí sola es esta: ¿es capaz este hombre, producido y bien amoldado por la sociedad de masas, afrontar decentemente lo que le está viniendo encima? La memoria nos dice que hay que abstenerse de pronósticos y de seguridad de que el día de mañana sea como nosotros lo imaginamos ahora. No se puede calcular ni medir, además, la dimensión del daño generado en la gente por la sociedad industrial, ni tampoco saber a ciencia cierta cuántas reservas de espíritu y de salud salvables le puede quedar todavía. Sea como fuere, lo único medianamente seguro es que lo que vaya a pasar también dependerá de lo que la gente haga: de si renuncia a su libertad más todavía o, al contrario, de si la ejerce, esto es, empieza a decir ‘no’, a negarse a seguir igual, a rechazar los sustitutos de vida, que es lo único que le puede ofrecer el sistema.


[1] Jaime Semprun (2016): El abismo se repuebla. Pepitas de calabaza, Logroño, p.44.

¿A dónde te llevan, automovilista?

…y así como no es la peste y el ruido del Progreso la parte más espantable del automóvil, sino la cara del conductor, llena de aquella seriedad desconsoladora del que cree que está yendo a alguna parte.

Comuna Antinacionalista Zamorana, Comunicado urgente contra el despilfarro

Hablar de guerra no es ninguna exageración, si nos paramos a pensar en los millones de muertos causados por la circulación de automóviles y en toda clase de males que la acompañan: ciudades y zonas rurales trituradas, paisajes arrasados, etc. Esta guerra ha conformado un tipo humano particularmente representativo que con solo mirarlo se comprende el significado de la expresión hombre totalitario. Ejemplo de aquello en lo que se convierte el ser humano bajo la acción de las restricciones organizativas de la sociedad industrial, el automovilista continúa siéndolo cuando pone todo su empeño de ser civilizado en hacer de lubrificante de la técnica de la mejor manera posible, circulando cívicamente, incluso ecológicamente si es que posee un coche “limpio”, por el desierto transitable que le prepararon: en cualquier caso, sigue siendo el atropellador que el proyectil que conduce le ordena ser.

Jaime Semprun, El abismo se repuebla.

Una de las experiencias más espantosas de una vida bajo la asfixia de una aglomeración es la que se padece cuando uno se halla inmerso en el tráfico automovilístico. Mientras experimenta sus horrores, uno se da cuenta de que lo más esencial de ese proceso de embrutecimiento generalizado es la suspensión de toda forma de acción humana libre y de todo atisbo de esperanza. La posibilidad de maniobra humana libre y razonada es prácticamente anulada: las exigencias de la Velocidad del Progreso consiguen imponer sus propias dinámicas. La impotencia y la violencia, que amenazan con brotar en cualquier instante del atasco, surgen muchas veces como reacción justamente al hecho de que no se puede proseguir con el desplazamiento a la velocidad adecuada, es decir, es una reacción frente a la aparición muy clara del tiempo vacío que constituye el trayecto, tanto más sentido cuanto menos velozmente este se hace. La lucha se desata entre el permanecer lo más tranquilo posible o dejarse llevar por una impotencia de la que enseguida brota la agresividad y la rabia. Sin embargo, a pesar de toda la violencia y brutalidad que padecen los conductores, a pesar de toda la estupidez a la que están expuestos, sorprendentemente la cara del conductor permanece con esta aterradora expresión de aquel que no duda en ningún momento y que tiene muy claro su destino. Algunos de ellos se desesperan, a menudo insultan a los que van en otros coches y tratan de adelantarse los unos a los otros: es la imagen perfecta de cómo bajo la imposición de la Economía organizada unos hombres se convierten en lobos para otros, haciéndoles correr el riesgo de ser comidos como si fueran ovejas. Nunca, de hecho, el prójimo nos estorba tanto como durante los insufriblemente largos y lentos minutos y horas de tráfico. Pero es que así son los aires de Progreso, camarada: mira a esos muchachos de 16-17 años que sueñan con manejar uno de esos chismes y cuando por fin los ves conduciendo, hasta parecen haberse hecho más maduros. Sí, en estos tiempos tan extraños que corren uno a menudo parece hacerse un hombre, como antaño se solía decir, cuando ya es capaz de manejar este trasto. La exigencia de algunas mujeres de poder hacer uso de ellos en igualdad de condiciones que los pobres hombrecillos solo muestra otro ejemplo más de su asimilación al patrón masculino y de su sometimiento (de otra forma, ya no como parte excluida y marginada, sino como parte activa y protagonista) al Orden imperante.

Los individuos amasados en tan poco espacio, enfrascados en un tráfico que lentamente destruye sus nervios y su salud, se ven forzados a expulsar su odio y rabia a los prójimos porque ya no pueden aguantar más (de hecho, algunos no aguantan nada y tocan el claxon y chillan a la primera de cambio). El odio nunca es tan inútil como cuando lo expresan los conductores durante algún embotellamiento. Suelen culparse entre ellos, enzarzarse en inútiles trifulcas verbales con las otras víctimas de tanto progreso no pedido: pues la enorme y compleja estructura tecno-industrial que muele sus huesos y sus nervios se ha convertido en su ambiente “natural” y por el hecho de estar en prácticamente todos lados ya ni se percibe, y por ello no se le dirige la mirada llena de ira. Echarán pestes sobre los demás cuando tengan que echarlas, pero pocos de ellos renunciarían a seguir siendo molidos, pues la dinámica del Progreso es tan fuerte y potente que arrastra consigo todo lo que encuentra a su paso, incluidos los automovilistas.

Esta potente dinámica se acompaña por los esfuerzos desde arriba por implantar en los corazones de la gente cierta predisposición a la sumisión, alimentada a veces por la impotencia y otras veces, por la fe en que lo que está es bueno que esté justamente porque está y, por tanto, tiene que haberlo y hay que aprovecharse y alegrarse de ello (y esta misma fe es la que les dicta que quien no esté contento con este Progreso necesariamente ha de ser un ridículo romántico amante de las cavernas prehistóricas). En este acatamiento más o menos resignado de las órdenes que se dan de una manera imperceptible y que son impuestas en función de las necesidades que tiene el Capital de seguir viviendo a costa de todo lo vivo se aprecia claramente la tendencia en las sociedades modernas hacia cierto orden totalitario bien cubierto de algodón, suave y esponjoso, que esconde bajo la aparente voluntad personal y libre circulación de los individuos la sumisión de estos a las exigencias que marca el desarrollo del Capital. La perpetuación de esta especie de sometimiento dulce y confortable por ahora parece estar bien asegurada: la masa de individuos no ofrece síntomas de tener mucho que oponer; en cambio, sí muestra cierta expresión de satisfacción más o menos contenida por la independencia y libertad que le brinda el automóvil. ¿Qué te puede hacer más libre e independiente que tu automóvil que te lleva allá donde quieras ir?

Tal vez no fuera del todo exagerado, en este sentido, preguntarse por si en verdad es el conductor quien conduce el coche o si es que es, al contrario, de alguna manera conducido por él. O, en todo caso, hacerse uno mismo la pregunta de hasta qué punto uno es conductor y no conducido. Ciertamente, a estas alturas del Progreso nuestra fe en que somos nosotros los conductores no parece tambalearse mucho. Es decir, creemos con cierta firmeza en que somos nosotros quienes tomamos las decisiones e imponemos nuestra voluntad a los variopintos aparatos que han entrado en el mundo y lo han transformado hasta dejarlo irreconocible. Uno está seguro de que decide libremente que tiene que irse a este u otro lugar, sea su trabajo, sea un centro comercial o cualquier cosa que sea, después coge su coche y gracias a su inestimable ayuda en un espacio de tiempo relativamente corto (o no tan corto, eso ya depende) ya está donde quiere. El automóvil, así, se presenta como un aparato que está al servicio del libre movimiento del individuo, que lo utiliza para desplazarse allá donde quiera o deba (por ejemplo, para llegar al lugar de su trabajo o a un festival cultural de masas). El individuo es obligado a creer que es el protagonista de la acción y que a su servicio están todos estos aparatos que trae consigo el Progreso; es decir, tiene que desechar bien rápido la sospecha de que este desarrollo técnico hace tiempo que ha cobrado protagonismo y le ha impuesto su propia impersonal voluntad. Es más, si por su cabeza no pasa ni la sombra de esa duda, tanto mejor: tiene que estar seguro de que lo mismo que el Hombre controla el Universo a través de su Ciencia, su ejemplar individual ejerce un control parecido sobre los aparatos que han venido a simplificarle la vida.

Esa ilusión funciona como una especie de tranquilizante para su conciencia. Alguien que un sábado o viernes decide irse de escapada de fin de semana o de compras a un centro comercial y que recurre para ello a un coche en realidad no está nada claro que lo haga de forma tan libre como podría creerse, pues muchas de estas acciones ya estaban requeridas en la lógicas de las necesidades del Orden establecido, en el cual, por ejemplo, el turismo de todo tipo y la compra en el supermercado solo son dos modalidades del despilfarro de bienes. La planificación urbana y la ubicación específica de los centros comerciales u otros lugares de consumo de masas, el crecimiento de las aglomeraciones y la proliferación de autopistas y otras infraestructuras, la fabricación de automóviles y su promoción, entre muchas otras cosas, están configurando un ambiente en el que este individuo ha de vivir y determinan sustancialmente su forma de ser y de comportarse. La complejidad del asunto parece residir en que se consigue con cierta eficacia que este individuo-conductor, por lo general, tome este ambiente configurado según las necesidades del Capital como absolutamente normal, natural, inevitable. Porque solo si lo toma de esta manera no se le pasará por la cabeza que está literalmente recorriendo una ruta que ya estaba dibujada para que él o cualquier otro la recorriese. Que su libertad de movimiento está ya calculada, parida y medida en la necesidad que tiene de estar moviéndose continuamente el propio Capital.

Evidentemente, alguno tal vez pueda contradecir a eso que de cualquier modo nuestros actos van a ser condicionados por el entorno en el que los hombres desarrollan sus actividades: es un apunte válido, pero para este caso está mal dirigido. Pues la cuestión está en otra parte, a saber, en que el individuo ya no dispone de la libertad de intentar siquiera salirse de este entorno ni de cuestionar su pertinencia (más allá de los perfeccionamientos que se buscan para mejorarlo, pero eso no es cuestionamiento ninguno, sino su aceptación) y que, por otra parte, sus actividades se están reduciendo cada vez más a una u otra forma de Trabajo inútil, es decir, vienen impuestas por las necesidades que tiene el dinero de circular para vivir: las actividades de los hombres son cada vez menos producto de sus propias experiencias, búsquedas y sentimientos y cada vez más meras imposiciones de un sistema económico altamente tecnificado, que más que satisfacer las necesidades de la gente impone sobre ella las que tiene y crea él mismo. Cierta intuición de esta trampa de vez en cuando se asoma en nuestras almas individuales, pero la hemos de desechar pronto para no correr el riesgo de darnos cuenta de la profundidad del abismo que está debajo de nuestros pies.

Que el automóvil tiene que ser vendido no por una necesidad de la gente libre y no sometida, sino para cumplir con la sencilla regla de que lo que se produce ha de ser vendido para producir más todavía parece ser bastante evidente. Esta producción de coches, por otra parte, encaja perfectamente en la dinámica de la sociedad moderna y la apuntala a la vez. Como bien se sabe, el Capital, para vivir, tiene que asegurar un movimiento sin cesar de las cosas; evidentemente, sucede lo mismo con las personas: ellas también tienen que estar puestas en movimiento. Y el automóvil es uno de esos medios que cumple a la perfección este mandato. El éxito del coche posiblemente se debe, entre otros factores, a que en su propia estructura ofrece la posibilidad de movilizar continuamente los átomos individuales de la sociedad de masas. El movimiento de estos no es libre como mínimo desde hace tiempo, pues es el propio Capital el que necesita que se muevan, su estructura técnica apunta en este sentido.

Desde el mismo momento en que una marca de automóviles empieza a producirse y, después, publicitarse en el mercado, el uso que posteriormente se hará de él se halla literalmente grabado en su diseño y estructura[1], y prácticamente todo lo que hará el individuo con ese coche será más o menos lo que se esperaba que se hiciera, que es, en pocas palabras, llevar a cabo una modalidad de consumo o incluso inventar, sin pretenderlo, una nueva. Esto significa que los supuestamente libres actos del individuo, que comprará y usará ese automóvil, ya están de alguna manera prefijados y requeridos en la lógica de la vida acelerada del Capital, pues el automóvil viene a encauzar la vida de la sociedad según la dirección óptima para el Capital. Por tanto, estos actos pueden ser lo más cómodos posibles, ser producto de unas posibilidades de movilización y desplazamiento imposibles en otras circunstancias, es algo indiscutible, pero son actos publicitados y, por ende, no libres, impuestos en forma de una amable y seductora oferta. Es en este sentido cómo quiero sugerir que es el propio automóvil el que en cierta medida conduce al individuo que cree conducirlo.

Es evidente, por lo demás, que ya por el mero hecho de haber toda esa propaganda publicitaria que trata de asegurarnos de las necesidades que tenemos y que quedarían sin resolver si no dispusiéramos de esa maravilla podemos sospechar de la inutilidad originaria del automóvil: es decir, que en condiciones más sanas no habría necesidad de él. “¿Cómo te voy a llevar a un hospital si te pasa algo y no tenemos un coche para hacerlo?” Una pregunta que, por ejemplo, a muchos limeños les parece confirmar la necesidad del coche, pero lo que pasa es que no siempre suelen profundizar en el razonamiento para llegar a comprender que es una necesidad fabricada, impuesta, falsa (y por ello pretenden justificar con usos muy excepcionales un trasto que por regla general no hace más que expandir el mal allí por donde pasa): que el automóvil se ha vuelto necesario solo porque se han impuesto las condiciones urbanas propicias para el desarrollo del Capital, pues no solo es adaptable a ellas, sino que en su propio funcionamiento ayuda a instalarlas primero y arraigarlas después. El que hace esta pregunta de forma ciega también está ciego respecto a un hecho sencillo: las distancias que tiene que recorrer un limeño para hacer tal o cual cosa son fruto no de una evolución natural, sino del aplastamiento de la vida y del sometimiento de las tierras, los valles y los cerros a las necesidades del Capital, que para vivir necesita expandirse y ocuparlo y movilizarlo todo a su alrededor.

Pero que no se engañen demasiado los apagados habitantes de las aglomeraciones del mundo entero: esta reconfiguración del espacio no es un producto de mentes conspiradoras que quieran gobernarnos a todos: ¡qué sencillo sería acabar con ese gobierno! No, parece más bien que es el propio desarrollo técnico, impersonal y frío, impulsado por el sistema capitalista, el que marca cada vez más nuestro modo de vivir, el de todos nosotros, los que están más arriba y los que estamos más abajo. Lo que son solo posibilidades para el sistema técnico actual, para los hombres y las mujeres que están dentro de él son muchas veces imperativos, presentados en forma de ofertas de consumo. Y si para este sistema es posible hacernos conducir un automóvil durante 6-8 horas para llegar a un lugar más o menos turístico (prácticamente cada lugar es potencialmente turístico), nos movilizará, pues ¿a quién no le seduce la seductora oferta que nos ha preparado el desarrollo del Estado con sus autopistas y tan diversos lugares y modos de consumo? El sistema técnico en el que vivimos es el molde donde a nosotros no nos cabe más opción que rellenarlo de la manera que corresponde. La entrada del automóvil en nuestra vida no ha supuesto sino eso: adaptación nuestra (nuestra conversión en conductores) y el de nuestras ciudades y pueblos (que se vuelven totalmente irreconocibles una vez que se someten al imperio del automóvil) a los parámetros que ya venían preestablecidos en él. Enseguida se vuelve un estimulante para la fabricación de otros productos (que vienen a rellenar las necesidades que se crean en su torno): las gasolineras, los servicios de lavado de coches, centros de revisión técnica, las autopistas y etc. No podría funcionar si el espacio social, la economía, la forma de vivir de los individuos, entre otras cosas, no estuvieran en sintonía entre ellos y se rigiesen bajo mismas lógicas: es decir, el automóvil forma parte de un sistema complejo e integrado, muy cohesionado, que se ha convertido en el ambiente cotidiano de los individuos. Es fácil imaginar que si cayeran todas estas condiciones de sostenimiento del Capital, caería junto con ellas cualquier atisbo de utilidad en el automóvil.

Si para ti, querido lector, todo ello constituye algo natural o normal, pues nada más queda por hacer: ve a ponerte al volante de uno de estos monstruos y alégrate de vivir rodeado de tanto conductor de Progreso. Si, en cambio, hueles e intuyes la trampa que se esconde detrás de esta figura sobre cuatro ruedas entonces, tal vez, aún haya vida por delante, aún haya cosas que hacer y que no serán precisamente las que están mandadas e impuestas sobre nosotros en forma de amables e inofensivas ofertas. Quién sabe…


[1] En este sentido sería muy interesante estudiar cómo el uso del automóvil ha contribuido seguramente a la degeneración del viajar al hacer turismo.