Decía Anders que “no daremos en el clavo mientras veamos en la publicidad solo un hecho más entre otros”, pues “desde el momento en que todos los objetos de todo tipo se han contagiado de los objetos del actual tipo dominante, a saber, del tipo mercancía, vale más bien decir que nuestro mundo es, ya de antemano, un universo de publicidades. Consiste en cosas, que se ofrecen y nos solicitan. La publicidad es un modo de nuestro mundo”[1]. La publicidad también es lo que da su forma y carácter a lo que llamamos en los países desarrollados ‘libertad’. No es solo que nuestra concepción de libertad sea también el objeto de la publicidad, que lo es evidentemente, sino que se nos la presenta como la amplitud de la oferta y el derecho a escoger según el gusto o la opinión personal. La libertad de hoy es, en cierto sentido, esa abundancia de la oferta en la que uno está invitado a escoger lo que le conviene, lo que le gusta o a lo que puede aspirar.
Si asumimos el hecho que explicaba Anders, de que la publicidad es un modo del mundo en que vivimos, y razones para ello no faltan, se sobreentiende que nada hay más ingenuo que pensar que una persona o una organización de personas pueden desarrollar una actividad política institucional sin que ella se vea determinada por este modo publicitario de nuestro mundo. Evidentemente, ningún partido político puede escapar de esto, sea de izquierdas o de derechas (una distinción que hay que coger con pinzas hoy en día): de hecho, los partidos de izquierda, para tratar de persuadir a los indecisos electorales de que ellos constituyen, por ejemplo, una forma diferente de hacer política o incluso una política revolucionaria, no pueden hacer otra cosa que recurrir a la publicidad, publicitándose, precisamente, como ‘izquierda’, como algo que viene a subsanar los males de la sociedad causados por los señores del Capital. No es cuestión de voluntad ni de intención; es que la maquinaria tecno-democrática en la que se montan esos izquierdistas funciona así o de ningún otro modo. O te publicitas o simplemente estás fuera de combate. En un sistema tan complejo y con mecanismos de administración de la sociedad cada vez más tecnificados y, por ello, autónomos, con sus propias lógicas, las intenciones y las voluntades personales son adversarios bastante débiles. En todo caso, se puede entorpecer o parasitar la máquina, pero no hay mucho margen para utilizarla en contra de lo que ella misma reclama. Solo hay una voluntad, y es la de Dios. Y peor para aquellos que ni siquiera se enteran de eso.
Provistos de una buena dosis de buena fe, los políticos se dedican a cultivar, como en la buena publicidad, expectativas en el electorado, en la ciudadanía democrática. Esta tarea de cultivo de la expectación no es nada difícil, pues expresar una idea o un eslogan que la población entienda y apoye no exige ningún esfuerzo extraordinario, ya que en toda la sociedad cada uno dice lo que otros ya saben y cada uno escucha de boca de otros lo que él mismo dice. “Agora! A Galiza que queres” (del Bloque Nacionalista Galego), o incluso más claro aún: “Farémolo posible” (Sumar): lo que te ofrece un partido es lo que tú quieres; e incluso directamente puede apelar en sus eslóganes a hacer algo posible sin que se especifique el qué, pues lo importante no es tanto el qué ni el cómo, que siempre son variaciones de lo mismo, sino la mera instigación a realizar un deseo que se presenta como tu propio deseo. La Galicia que quieres o el coche que quieres: la política democrática ha asimilado las peores formas del mercadeo y de la publicidad. Y, ¿cómo no?, ¿cómo esto no se va a presentar como la señal de nuestra libertad en los países democráticos? Pues, si no lo crees, por ahí están varios países con gobiernos dictatoriales y revolucionarios en los que no se te ofrece “La Bielorrusia que quieres”, sino que se te constata que “No hay otra Bielorrusia que esta que tienes”.
A toda la sociedad, en fin, se le suministra una ingente cantidad de información que luego cada uno por su cuenta expresa como si esta proviniese de su interior y se posiciona respecto a ella según las preferencias ideológicas a las que esté más predispuesto. Por esta razón, los eslóganes que se ven por las calles de las ciudades y los pueblos durante las campañas electorales a menudo son insípidos y ya sabidos, pues han sido repetidos hasta la saciedad. Si está de moda el tema de la corrupción, los eslóganes serán eslóganes de anticorrupción, si de moda está el cambio generacional de dirigentes, los eslóganes promoverán la sangre joven que ‘hará una nueva política’, si de moda está el tema de la mujer, los eslóganes serán feministas, y si de moda está cambiar (para seguir siendo lo mismo), se ofrecerá el cambio (y si te ofrece la Revolución, como los camaradas de Venezuela, ¡ay de ti!).
Esto último, más bien, parece sugerir que los partidos políticos por sí solos no generan estas expectativas, más bien, en muchas ocasiones parece que se adecuan a lo que dicta el momento del sistema social a través de sus incontables medios de información de masas, la Academia y otras instituciones. Si se quedan rezagados en esto, lo cual ocurre también con los partidos, la sociedad seguirá adelante sin ellos. Muchas de esas expectativas, no obstante, ya de antemano habían sido exigencias del sistema social en general. Lógicamente, al sistema no le conviene mucho ofrecer algo que está fuera de su alcance. Y si lo hace, si te ofrece algo que a la postre no podrá cumplir, pues peor para él: producirá gente frustrada y rabiosa, resentida por el engaño y la promesa incumplida. Nadie está a salvo de las promesas incumplidas[2].
Sea como fuere, el hecho de que hacer política hoy en día consista inevitablemente en una promoción publicitaria de una especie de mercancía está a la vista de cualquiera, no hace falta una gran capacidad de observación para percibirlo. La contienda electoral es la que refleja con mayor sencillez el carácter publicitario de la libertad democrática. Cuando una de estas contiendas comienza, el espacio, en cuestión de poco tiempo, se convierte en una enorme red de carteles publicitarios que nos ofertan los productos políticos con el eslogan, la cara del candidato y el logo correspondientes. En Perú, por ejemplo, esta invasión de la publicidad llega hasta tal extremo que no queda calle, ni callejón, ni plaza ni casi edificio que no lleve una publicidad con la propaganda electoral. Los muros y las vallas también caen víctimas de la enfermedad electoral que se apodera sobre el país entero. En eso, todos los partidos actúan de la misma manera. Si no lo hacen, es que quedan en desventaja. ¿Cómo no lo van a hacer? Ya allí se puede apreciar el engaño de la política que quiere venderse como ‘alternativa’, sea de derechas o de izquierdas, pues, prometiendo hacer las cosas de otra forma, ya desde el inicio hace lo mismo que todos, pues, de lo contrario, queda fuera del juego. Y, no, el argumento según el cual todos los medios son buenos para conseguir un fin revolucionario ya no puede engañar a nadie que haya investigado, leído o simplemente se ha interesado un poco sobre la historia de las revoluciones. Las revoluciones modernas (o sea, sobre todo, a partir del modelo de la Revolución Francesa) son perfectos ejemplos de que por la vía estatal no se puede hacer nada que no sea el sometimiento a la lógica del Estado. Muchas revoluciones modernas nacieron, al menos en parte, de la negación del Estado, pero, cuando tuvieron éxito, no pudieron más que doblegarse ante él y ponerse a su servicio. Uno no cambia desde dentro las profundas estructuras de esta sociedad a su voluntad: esas estructuras cambian a uno según su propia lógica de desarrollo y funcionamiento.
Las expectativas, cumplidas y no cumplidas o, sobre todo, aún por cumplir, son el alimento de la política. Al ciudadano, al igual que al consumidor, hay que mantenerlo motivado. ¿Queda algún resquicio para una acción política que atente contra ese encierro publicitario? ¿Contra un sistema que cambia para perfeccionarse y volverse más difícil de atacar? Por ahora, tal vez solo nos queden las dudas de quienes aún se siguen haciendo este tipo de preguntas…
[1] Anders, Günther (2011): La obsolescencia del hombre (Volumen II). Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial. Pre-textos, Valencia, p.164.
[2] En un país como Perú, donde el sistema democrático es más débil y precario, la expectativa de una democracia más progresada, de una sociedad más próspera, la imagen de un país rico sin pobres, etc., choca con la triste realidad de una sociedad racista, corrupta y que parece caminar con constante rezago. Pero, como es evidente, esa exigencia no es imposible de cumplir para el sistema, y más si tenemos en cuenta el contexto global, pero lleva su tiempo y esfuerzo, y el éxito nunca es garantizado. Si miramos el último par de años, en Perú se ha vivido un breve lapso romántico en el cual la figura de un simple maestro provinciano aspiraba a representar la Revolución del Perú profundo sumido en la miseria. Ese sueño romántico ha terminado de forma grotesca, por una parte, y, por otra, sangrienta. Las expectativas generadas devinieron en decepciones y frustraciones para los que se las creyeron.