Unas palabras contra las ideas de felicidad que nos vende la sociedad desarrollada. III Parte

La tercera y la última parte del artículo donde intentábamos hacer una crítica de algunas de las ideas de felicidad. Tal vez, esta última parte no sea más que un intento ingenuo del autor de darse ánimos a sí mismo. O, tal vez, sí pueda servir para algo más útil…

El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.

San Mateo, 10, 39

En las tradiciones populares de las tierras que hoy llaman Bielorrusia desde los tiempos inmemoriales sobrevive una leyenda sobre la flor de felicidad: paparać-kvietka. La noche del 7 de julio, durante la fiesta de Kupalle, los más valientes se adentraban en los profundos bosques para encontrar el helecho floreciente que les abriría misterios de la tierra y de la naturaleza, sus tesoros y sus riquezas. Esta antigua leyenda de cierto modo refleja las representaciones de felicidad de las generaciones muy pasadas y que, ciertamente, no pueden decir nada a aquellos que creen haber encontrado la respuesta al misterio de la felicidad en el contenido de algunas sustancias químicas del cuerpo. En una época donde dominaba el mito, las representaciones eran míticas. En los tiempos del dominio de la ciencia, estas son científicas. Pero no es la idea de felicidad que contiene esta antigua leyenda eslava lo que nos importa: son solo ideas, como las más modernas, que creen haber resuelto este misterio gracias a sus fórmulas científicas. Hay una imagen poética que se sirvió de esta antigua creencia para sugerir algo que, aunque no resuelva este misterio, tal vez tenga algo que decirnos…

Un poeta y escritor bielorruso, Uładzimir Karatkievič, en su corto poema U tuju noč… (Aquella noche…) traduce esta mítica aspiración de encontrar la flor de felicidad en un deseo popular, un deseo profundo y arraigado de la gente malgastada por la opresión y la miseria de encontrar formas de liberarse de ellas, de encontrar ese regalo divino o diabólico que ayude a romper sus eternas cadenas, de olvidarse del hambre y del frío. (Es evidente que no hay que olvidar que se trata de una imagen poética, no estamos hablando aquí de ningún hecho histórico concreto, no estamos hablando de ningún movimiento revolucionario histórico ni un levantamiento popular brusco y violento, sino solo recurrimos a una imagen para expresar un razonamiento. Bueno, hecha esa advertencia, prosigamos).

El poema empieza, de hecho, con la mención a las formas de padecimiento típicas de la sociedad basada en la servidumbre del campesinado, como lo fue la del Imperio Ruso en el siglo XIX: escasas cosechas, pobres y míseras cenas y almuerzos, el desahogo de las penas cotidianas mediante borracheras; y trabajo, trabajo y más trabajo… Sin que este trabajo permitiera gozar de un buen pedazo de pan fresco ni olvidarse de las penurias de la vida. Un trabajo cuyos frutos te dejan hambriento e infeliz. En el poema, la vida del campesino solo adquiere tonalidades oscuras, negras. La desdicha popular es abrumadora. Como aprecia sagazmente uno de los personajes de Karatkievič en otra obra suya: “no hay más infierno aparte de aquel que empieza con el nacimiento y dura hasta la muerte”. Y todos padecen en silencio su triste destino. Solo se escuchan rezos, como murmullos[1]

Sin embargo, a continuación se produce un milagro: durante una de estas misteriosas noches de búsqueda de la maravillosa flor, al pueblo, desesperado y carcomido por el hambre y la miseria, por fin, de alguna manera, se le obsequia con un don: y este no es otro que una lengua de oro. No es el pan, ni el vino, ni el reino de dios. Es la capacidad de denunciar la mentira en que se vive. A partir de aquella noche las cosas que se viven serán nombradas y pronunciadas por una voz popular. Al pueblo se le devolverá el don de palabra. Este conlleva una posibilidad de dicha popular: la denuncia de la realidad imperante abre una brecha en los muros de la cárcel donde se pudre el pueblo. La fe en las mentiras impuestas es la garantía de la sumisión. Y en las condiciones de sumisión solo el idiota dispone de la ilusión de una vida feliz, de una felicidad perfectamente individual. Lo primero, entonces, es el desengaño: la alegría no puede hallarse dentro de la cárcel, pero tal vez sí fuera de ella. Pero para salirse de las fronteras y las limitaciones de lo impuesto al menos hay que darse cuenta de que, efectivamente, estas están aquí y que no son naturales ni justificables.

Para Karatkievič, esta lengua de oro se encarna en la figura del poeta bielorruso Janka Kupała (1882-1942), que fue una de las voces más importantes y con más talento y lucidez de entre aquellas que se posicionaban en el lado popular, en el lado de los campesinos (ya en uno de sus más tempranos versos el poeta escribió: “y cualquiera que me pregunte / solo escuchará este grito en respuesta: / que aunque todos me desprecian, / ¡seguiré viviendo, porque soy campesino!”)[2]. Lo que se sugiere, a nuestro parecer, es que precisamente por medio del lenguaje poético que saldría de la boca de Kupała es como el pueblo llegará por fin a nombrar y denunciar la realidad que lo estaba estrangulando desde los tiempos remotos. Es a través del lenguaje suelto, vivo, capaz de expresar lo que susurran los bosques, los prados y los ríos como la gente por fin obtiene una posibilidad para experimentar algo parecido a una especie de felicidad comunitaria. Con este don es como si los rayos y los truenos, que sacuden sin piedad la tierra, adquiriesen el lenguaje humano y pudiesen gritar lo que grita un corazón lúcido y desesperado. La mentira, que hasta entonces se presentaba como Verdad absoluta (pero mortal) para el pueblo, perecería.

Es decir, se trazaría la posibilidad de que la dicha o, más bien, la simple alegría y la capacidad de descubrir o de darse cuenta de las mentiras que asfixian la vida pudiesen ir, al menos en algún momento, de la mano. Hay que insistir: es solo una de las posibilidades, pues momentos, sucesos, hechos, cosas y gente que nos pueda hacer, en cierta medida, felices son incalculables, y estaríamos cometiendo un error grosero si pretendiéramos aquí algo así como una conceptualización o medición de la felicidad. Pero volviendo a la imagen que nos ocupa: ya el mero descubrimiento de lo que a uno no le deja vivir se acompaña a menudo con la intuición de que si esto no fuera así, de que si lo que está impuesto no lo estuviese tanto, la vida pudiese tener otros sabores, dulces y amargos. Esto no sirve para huir del espantoso círculo que nos lleva a la muerte, pero al menos podría contener la alegría de vivir desengañado, sabiendo más o menos claramente dónde no hace falta nunca buscar ni alegría ni felicidad. El que aparezca una voz que denuncie la realidad establecida y, con ello, la imposición de tal o cual forma de dominio puede venir a la vez a sugerir que, debajo de todo esto, impedidas, abortadas y paralizadas, se encuentran las posibilidades de una vida que hasta ahora casi siempre permanece cancelada y suspendida, desconocida. Ya solo el hecho de que uno sienta claramente que esto no tendría por qué ser así lo libera de la monstruosa y pesada carga de pensar que esto no pudiese ser más que de esta forma. Y ello, incluso y sobre todo cuando uno no tiene un sustituto bien definido para el orden que acaba por descubrir como mortal para la vida.  Pues no hacen falta para nada sustitutos previamente establecidos y trazados: son resultado, casi siempre, no del encuentro con la inmensidad de la vida, sino de meras ideaciones sobre ella.

Esto requeriría, no obstante, la muy dolorosa renuncia a seguir siendo lo que uno es, porque mientras uno permanece dentro del sistema, necesariamente participa del mecanismo del aplastamiento de la vida. Para encontrar algo de vida, uno ha de deshacerse del sustituto que le han vendido como si fuera vida misma y que hasta ahora lo ha tomado como tal. Esta renuncia supone el hundimiento del individuo hecho a la medida del sistema del que forma parte: este se hace pedazos, se viene abajo, se caen sus ilusiones. Pero más allá de ser destructor y aterrador este momento de negación de lo que de uno ha hecho el Poder, tal vez, acaso también podría venir este acompañado de un momento liberador y alegre: moriría lo que estaba muerto y renacería lo que, muy abajo, permanecía vivo. La acción de una verdadera lengua de oro es, por tanto y necesariamente, destructora, pero su destrucción podría dar el paso al resurgimiento de la vida y a la creación.

En el poema, conscientemente o no, se sugiere esta posibilidad de ligazón entre la felicidad popular, común y la capacidad de la razón de mostrar lo que oculta la realidad establecida, aquella realidad que incluso ha pretendido en muchas ocasiones ser sinónimo de la verdad. Seguramente, el autor del poema daba mucho más importancia que nosotros a la figura de Janka Kupała: quería, de alguna manera, rendir homenaje a uno de los grandes espíritus que nació en su tierra. Pero la intuición que llega a plasmar en esta imagen poética y de la que estamos aquí hablando es de mucha mayor profundidad e interés. En este sentido, importa muy poco hasta qué punto Kupała a lo largo de su vida haya podido corresponder efectivamente a esta confianza que depositaba en él con posterioridad Karatkievič[3] (cuando se escribe este poema, Janka Kupała hace tiempo que había muerto). Importa la palabra que actúa, no tanto aquel que llega a pronunciarla. Que el verbo se haga carne, que vuelva a resucitar la palabra viva, que llegue un rayo de pensamiento que desvele la mentira imperante y cure a la gente de la ceguera a la que le condenaba la fe en las ideas que le imponía el Poder. De hecho, ya el propio Kupała era, al parecer, muy consciente de eso: el poeta o el músico verdadero no dice ni canta lo que personalmente quiere. En su poema Huślar[4] (1910) el viejo músico, a la exigencia de un rey de cantar una canción que le agrade, se niega a hacerlo aseverando que: “nadie dicta leyes para los huśli”. No hay voluntad real ni de ninguna otra índole que valga para una canción de verdad: el poeta o el músico solo es un servidor de la canción.

Esta especie de felicidad común, por tanto, solo llegaría para aquel que no se contenta con las ideas de felicidad que le vende la publicidad o incluso la vulgarización científica; aquel que se ha desesperado de vivir en un mundo donde el precio por la acomodación y la supuesta paz o bienestar personal tienen un precio desorbitado en cuanto a la renuncia a vivir realmente; aquel que sabe que por perder no tiene más que el tiempo vacío y la seguridad que le brinda la organización técnica de la sociedad; aquel que sabe que lo único que asegura esta es la muerte… Entonces, uno se libraría del hechizo que produce la meta y la seguridad de su presencia fija en el horizonte, y no le quedaría más que buscar nuevas fuentes de vida por los caminos que no se sabe exactamente a dónde podrían llevar. Para abandonar la marcha al abismo seguro, uno no tiene más remedio que arriesgar. Pero justamente esta falta de predestinación, que conlleva riesgo y menos seguridad en el mañana (algo lo que persigue la organización: asegurar que mañana no pase nada fuera de lo previsto), es la que posibilita esa búsqueda de nuevas fuentes de vida.

En un documental, que se titula Diego, un viejo anarquista mostraba algunas fotos de la gente que se levantaba en el lejano año 1936 para, justamente, romper con la mentira y la opresión en que vivía (y así, derribando la vieja sociedad, ir construyendo una nueva), y en todos sus rostros y miradas se apreciaba, según él, una incontenible alegría… Esa alegría se opondría, seguramente, a la idea de felicidad individual que promueve la publicidad contemporánea: pues el sentido de esa alegría común apuntaría, en todo caso, a descubrir y desvelar la sumisión y la mentira que constituyen a este individuo moderno y a la masa estatal de la que forma parte. Era una alegría propia de un momento en el que la gente veía ante sus ojos caer y deshacerse la opresión que hasta entonces padecía sin cesar. Lo muerto, lo podrido dejaba paso al aire fresco, aguas cristalinas y nuevos horizontes… Tal vez, efectivamente, ya en ese mismo proceso en que la mentira se hace evidente y se desnuda la falsedad de la supuesta verdad que justifica que el mundo sea tal y como es se halla una posible semilla de la que crezcan la dicha y la alegría para los que todavía no se han contentado del todo con ser individuos perfectamente totalitarios, perfectamente abstractos, perfectamente sometidos y muertos, muy entretenidos con los pasatiempos que les ofrecen en su camino a la muerte…


[1] No hay que caer en la trampa de que la miseria se acabó en el reino del bienestar y del desarrollo o que esta solo sobrevive en los países que se denominan en vías de desarrollo o incluso sub-desarrollados. Karatkievič habla de los campesinos bielorrusos de hace más de un siglo que padecían formas de miseria muy concretas: hambre, servidumbre, falta de tierra, abuso de las clases privilegiadas. Hoy estas formas, evidentemente, sobreviven por aquí y por allá, pero en muchos de los países que han podido progresar industrial y técnicamente son más marginales. No obstante, ello no quiere decir que la miseria, el constante esfuerzo por obstruir las posibilidades de vivir se hallan eliminado. La miseria se ha renovado y ha adquirido nuevas apariencias. No es que falte pan hoy en día para una población como la bielorrusa que ya no pasa el hambre o el frío que pasaban sus antepasados a finales del siglo XIX: la miseria más progresada consiste en que las cosas se vayan convirtiendo en meros pretextos para el movimiento dinerario, y que, por ello, a pesar de su abundancia, no sacien ni satisfagan a la gente.

[2] Como se aprecia, en este último momento del poema, sí aparece un momento histórico concreto.

[3] La poesía de Kupała, en verdad, está llena de contradicciones: la atinada e inspiradora denuncia del Poder y de la mentira reinante aparece de alguna manera entremezclada con las ideas que bien pueden considerarse como momentos de construcción positiva de formas de dominio alternativas, es decir, de mentiras que todavía no se llegaban a desvelar como tales, sino que se presentaban en un primer momento como rupturas con las viejas formas del Poder y su radical transformación (como, por ejemplo, la crítica del zarismo o del chovinismo ruso acompañada de una idea de un estado bielorruso independiente y democrático, donde los campesinos dispondrían de tierra y de libertad, de sal y de pan, tal y como proclamaba en uno de sus versos). Sobre todo a partir de los años 30 del siglo pasado su voz poética, aunque siguieran todavía publicándose sus poemas, ya había sido acallada por su sumisión a los dictados del Partido Comunista soviético, sus poemas perdieron ese don con el que le obsequió la flor de la felicidad. El poeta murió ya entonces, cuando tuvo que reproducir la voz del Poder. Para no estar trazando una línea demasiado rígida y simplificadora, hay que añadir a lo dicho que ya antes de aquel acatamiento de la voluntad del Partido y de su líder, Stalin, por parte del poeta, se puede encontrar uno con que Janka Kupała también expresaba ya en los años anteriores las nacientes ideas del todavía joven nacionalismo bielorruso, lo cual también sugiere que esta contradicción estaba en él ya desde antes. Sin embargo, sí es posible rastrear en distintos momentos de su poesía esa denuncia de la mentira, esa voz popular que llega a pronunciarse y, de esta forma, revela que detrás del Poder que asfixia al pueblo no hay verdad ninguna, sino tan solo coerción y mentira.

[4] Aquel que toca huśli, un instrumento musical de cuerdas.

Unas palabras contra las ideas de felicidad que nos vende la sociedad desarrollada. Parte II

Junto a la ya muy arraigada idea de una redención al final del camino, es decir, la idea de felicidad estrechamente vinculada a la consecución de una meta (de LA META) que exige enormes esfuerzos y sacrificios (todos ellos, evidentemente, justificados por la propia meta redentora), se establece en nuestras sociedades también una idea de felicidad aparentemente más inmediata que no debe ser buscada en un futuro lejano sino simplemente vivida en el presente a partir de una mentalidad positiva y optimista de quienes aman lo que hacen y hacen lo que hacen porque lo aman. Tal y como corresponde a la situación actual en la sociedad desarrollada, una vez que se han venido abajo los así llamados grandes relatos y proyectos de la Modernidad, por utilizar la jerga docta de los académicos, (“en unos 20 años llegaremos al comunismo, tranquila, camarada, un poco de paciencia: que todavía el Partido no ha reunido todas las condiciones objetivas y subjetivas del Progreso de la Historia” – le decían a mi abuela hace unos 50 años para inyectar en ella y en los demás súbditos del Estado soviético la confianza en que todos los sacrificios realizados ahora tendrán sí o sí su recompensa en el idílico régimen redentor), se empieza a hacer mayor hincapié en el disfrute instantáneo de las cosas cotidianas y fragmentadas (pues en estos tiempos la gente ya no cree tanto en una felicidad monolítica y constante): este desplazamiento, no obstante, solo sirve para realizar el mismo intento de falsificación que la vieja y tradicional idea de una felicidad que llega como una recompensa a los duros trabajos y sacrificios. Solo cambia la forma en la que se presenta el engaño. Pero el disfrute, la alegría, el placer o la felicidad siguen permaneciendo en algún lugar muy alejado de una existencia que, en sus formas más progresadas, no puede más que “consumir consumo” y “producir producción” (La Comuna Antinacionalista Zamorana, Comunicado urgente contra el despilfarro), es decir, ser esencialmente abstracta, desabrida, sosa.

“¡Vive el presente!”: es el eslogan de una nueva idea de felicidad detrás del cual se esconde una manifiesta aceptación y sumisión ante lo impuesto. “¡Vive el presente!” quiere decir, en verdad, “¡conténtate con el presente!”, lo cual deja entrever también el tipo de personas a las que está dirigida este nuevo modelo de felicidad científicamente contrastada (decirle a un desempleado de 40 años, desgastado por la desesperación y el estrés, aburrido de la relación de pareja que lleva soportando mucho tiempo, que disfrute de lo que tiene ahora sería como reírse en su cara de sus desgracias). Además, por mucha insistencia retórica que se haga en el presente, en el vivir el ahora, no es difícil apreciar que esto no es sino un mal disimulo de la obediencia a los impulsos y deseos provocados de forma incesante por el Capital y el Estado, que con el desarrollo de la técnica han empezado a dominar y fabricar los instantes de la vida de sus clientes y súbditos. Lo importante es hacer cosas, por pequeñas que sean, que te ayuden a matar el tiempo y divertirte un poco. Al individuo de hoy día le resulta muy difícil vivir el ahora justamente porque este ‘ahora’ está cambiado por un instante de tiempo vacío que alimenta al Capital. Este ahora, liberado de las garras del Poder, seguramente podría llevar en sí posibilidades de verdadera alegría o tristeza, pero queda truncado al ser sustituido por otra cosa, que trae consigo el vacío del futuro y las formas de rellenarlo que ofrece el Capital.

Parece que estos dos modelos de felicidad, que promociona la publicidad y la cultura imperante, son dos alternativas para intentar ocultar de los ojos y del razonamiento el abismo al filo del cual se sitúan nuestros pies. Para no pensar en él y no darse mucha cuenta de su situación, el individuo corriente de la masa, ese al que se le considera más o menos normal, recorre a distintos medios: tener ilusiones, trabajar y dedicarse al Ocio para matar el tiempo y sobre todo creer en algo, como por ejemplo, creer en poder ser feliz, en su trabajo, en sus ideas o en sí mismo. Se trataría, en el fondo, de evitar pensar en que uno está andando en círculo, trazado sobre un abismo, del cual no puede salir ni escapar. Estos intentos por convencer de que uno puede aspirar a la felicidad, escogiendo entre la numerosa oferta del Mercado lo que a uno le conviene mejor, son maneras de organizar la ilusión de una huida imposible de este círculo. Y como uno parece que no puede detenerse o salirse de él, como parece estar abocado a tener que cerrarlo en algún momento, se impone la necesidad de entretenerse con algo en el camino y distraerse.

A pesar del horror de la organización extrema de la sociedad moderna, a uno le siguen pasando cosas que nadie prevé, que le sorprenden para bien o para mal y que le proporcionan un verdadero placer o terror (es que no hay Dios tan todopoderoso como para asfixiar del todo la vida), pero, por encima de esto, se le hace creer que es uno mismo quien escoge las cosas que le tienen que pasar y que es allí donde se juegan sus posibilidades de ser feliz. El alto nivel de desarrollo o el elevado grado del progreso de la organización en las sociedades avanzadas se miden justamente por la imposición de esta creencia y por la consiguiente reducción de las posibilidades de que uno pueda vivir un poco o que le puedan pasar cosas que huelan a vida, a lo imprevisto, lo inesperado, de veras placentero. ¿No quiere el Hombre gobernar el universo con su Ciencia? Para el Capital y el Estado el ideal supremo de la sociedad consiste en que nunca pase nada que no esté ya previsto y planificado, que no esté considerado en la Ley o no pueda ser asimilado a una forma de matar el tiempo. Pero como en la gente, junto y en contra de esta pretensión de seguridad parece vivir otra cosa que más bien hace que anhelemos algo de vida y de felicidad, el Poder, para corresponder a la imagen del Padre que todo lo procura para sus hijos, tiene que encargarse también de difundir ideas de felicidad que entretengan a sus súbditos mientras están renunciando, una y otra vez y sin darse cuenta, a vivir un poco.

No obstante, a pesar de las claras síntomas de un sistema que tiene serias dificultades de cumplir con las expectativas que vende a sus piezas individuales[1], los promotores de la felicidad no se rinden. Estos sirvientes del Poder están convencidos y nos quieren convencer de que nuestra cárcel está preparada para albergar montones cuantificados de la felicidad certificados por los expertos de la Ciencia. Mientras que una voz, que llega no se sabe bien desde dónde, nos susurra que en esta cárcel ya no queda ni aire fresco, que habría que romper sus muros para poder respirar, ellos siguen a lo suyo. Vistas las tendencias de la sociedad, no extrañaría que en muy poco tiempo, si no ya mismo, la felicidad individual se convirtiera en asunto de Estado de primerísima importancia.

Por el contrario, intuimos, al menos aquí, que si nos alegramos o nos sentimos felices, ello no se debe a que el sistema funciona perfectamente sino todo lo contrario: ello se debe principalmente a algún fallo en su funcionamiento. Si todavía nos podemos enamorar de una mirada, de unos niños, felices en sus imprevisibles y entrañables juegos, de unas palabras que, caídos de unos labios frescos, nos atrapan desprevenidos y nos aclaran de golpe lo que antes aparecía oscuro y enrevesado, ello será probablemente una muestra de que la vida se sigue abriendo camino a pesar de todos los Capitales y todos los Estados con sus correspondientes masas de súbditos y clientes sumisos y dóciles.

Frente a esta complejidad, que apenas aquí alcanzamos a esbozar de una forma muy tosca y burda, siempre, claro está, queda la opción de convencerse de que, efectivamente, las ideas de felicidad que le venden los promotores del bienestar son verdaderas y, con ello, ser un más o menos perfecto ejemplar de la masa estatal que cree en su felicidad personal. El que no se contente con esto ha de evitar este tipo de ilusiones. Pero ¿es que hemos dejar de añorar la alegría o la felicidad? Parece imposible, pues este deseo de felicidad está muy vivo en nosotros. Y ya solo su presencia bien puede valer como una señal, aunque débil e insegura, de que hay algo de ello por debajo de todo lo que nos han impuesto.


[1] Pero, curiosamente, esta incapacidad del Orden establecido de cumplir con las expectativas que él mismo genera en los individuos rara vez genera un rechazo de este sistema en sí, sino una búsqueda de modos de perfeccionarlo (aunque tal búsqueda de perfeccionamiento puede ir acompañada de una retórica radical y anti-sistema; pero ello no hace peligrar al Sistema tampoco, pues, de momento, suele encontrar modos de encausar el descontento de la gente hacia lugares donde le interesa: si lo que quieres es un puesto de trabajo, allí tienes la lucha por los derechos laborales; si lo que te mata es un trabajo que haces y que no sirve para nada, allí están las luchas por dignificar el trabajo; si no te gusta el turismo de masas, allí tienes el turismo de elites; y si no te gusta el consumo de las mayorías, poco justo y aún menos ecológico, allí tienes la forma de consumo ecológico y justo con sus correspondientes reivindicaciones).

Unas palabras contra las ideas de felicidad que nos vende la sociedad desarrollada. Parte I

A continuación vamos a presentar la primera de las tres partes de un artículo algo extenso, un poco arriesgado, sobre algunas ideas de felicidad que nos vende la sociedad del Desarrollo.

Como ser feliz: 7 simples claves científicamente probadas[1] que te ayudarán todos los días.

Una entrada en Internet[2].

A modo de introducción

Si se supone que en este estadio de Progreso de la Historia, en países como España o Francia, somos bastante libres y seguros[1], o que al menos esta sociedad desarrollada proporciona mayores cuotas de libertad a sus ciudadanos y clientes, es lógico que también se suponga que en esta sociedad uno pueda ser relativamente más feliz y contento. De hecho, la búsqueda de la felicidad personal, de las cosas que a uno le gustaría hacer y a través de las cuales realizarse ocupa un espacio nada desdeñable en la publicidad y en la educación. En las democracias avanzadas esta cuestión tan compleja sobre la felicidad, aparentemente, se ha resuelto de una manera muy sencilla: cada uno puede ser feliz a su manera, lo que corresponde a la idiosincrasia de un régimen en el que el corazón mismo del sistema se halla anclado en el corazoncito del individuo de la masa y en el que la producción de masas trata a sus clientes de forma individualizada. Una vez que se ha destruido la comunidad, una vez que el pueblo parece haberse retraído y silenciado, se apodera de nuestros corazones el sustituto democrático de la felicidad; la realización personal dentro de la sociedad establecida y la compra de artículos de toda índole producidos específicamente para generar en las masas un estado de satisfacción y felicidad salen al primerísimo plano.

Por otra parte, siempre junto a esas imágenes de la felicidad moderna, junto a los ejemplares individuales que han conseguido un relativo éxito en su vida (aman lo que hacen y, por ello mismo, triunfan) y que lucen sus alegres sonrisas para la publicidad, que han realizado sus proyectos y cuyos futuros han redimido los esfuerzos que hicieron en el camino hacia sus metas, aparece la imagen de la podredumbre social, del abismo que se repuebla cada vez más y más, del reino de la mediocridad y la mala fortuna, donde habitan sujetos a los que se les han cerrado (al menos temporalmente) todas las puertas que conducen a la felicidad, la libertad y el bienestar. Es vital que esta última imagen del abismo social siempre aparezca ante los ojos de los mal que bien integrados para que no se les olvide cuál es el camino para ser felices.

Nosotros aquí, como consideramos al tan distinguido individuo moderno, tan querido y alabado por la publicidad, como un sujeto mayoritariamente sumiso y dócil, tampoco nos sentimos muy convencidos por las ideas de felicidad que nos venden; evidentemente, momentos de eso que llamamos alegría aparecen de vez en cuando (es que el Estado, al fin y al cabo, no es tan poderoso y total como para poder montar un Ministerio de Felicidad y Alegría y, de esta manera, poder administrarlos como si de cualquier Ministerio de Justicia o de Economía se tratase), de hecho el propio sistema está interesado en ello, pues no le beneficia en absoluto tener a todo el mundo siempre descontento y encabronado (y para eso lleva años invirtiendo tanto tiempo y dinero, que son lo mismo, en desarrollar distintas formas de diversión y de ocio, de ofrecer diversos estilos de vida y, en general, desarrollar eso que se llama Cultura). En la primera parte de este escrito nos dedicaremos un breve momento a esta cuestión de la felicidad individual que se nos está vendiendo tanto desde distintos aparatos de la promoción ideológica, mientras que en la segunda trataremos de razonar acerca de las posibilidades de alegría cuando todavía no se nos ha reducido del todo a meros individuos atomizados de la masa; y lo haremos a través de una imagen poética que explicaremos en el debido momento.

*

…cada individuo está costituido en obediencia al Poder, le debe al Poder no su vida, ciertamente, pero sí ese sustituto de la vida que es la existencia, el ser fulano de tal, el tener un puesto en tal sitio, el tener derecho a tales trabajos y a tales diversiones.

Agustín García Calvo, ¿Quién dice No?

mi sensación interior de que soy una unidad aislada puede ser falsa, y la declaro falsa, porque no quiero darme por satisfecho con el horrible aislamiento.

Gustav Landauer, Escepticismo y mística

Vaya por delante que aquí no sabemos definir lo que es felicidad ni alegría (no porque no hayamos experimentado alegrías, sino porque aún cuando las vivimos se nos escapa de la lengua su comprensión conceptual clara y exacta) y no tenemos ni la menor intención de tratar de captarlas con nuestras toscas, siempre demasiado aproximativas palabras. ¿Para qué hacerlo? No vamos, entonces, a decir nada definitorio ni conceptual respecto a la posible felicidad que la gente suele anhelar o añorar y, cómo no?, incluso experimentar de vez en vez de forma inesperada y desbordante, tan solo atacaremos las ideas de felicidad que se venden desde Arriba y que sirven para legitimar el orden existente al insinuar que es completamente compatible esa vaga felicidad que añora la gente y las lógicas y el tipo de relaciones que sostienen a este Orden. Nosotros, en todo caso, nos inclinamos más por pensar que si hay alegrías en la gente es, casi siempre a pesar del Orden impuesto, no es el resultado de los esfuerzos desde Arriba en darnos alegrías.

En este sentido, cabe sospechar que bajo esa ilusión de poder ser felices individualmente en esta sociedad se esconde una especie de estado de satisfacción sustitutiva: es decir, como la posible vida, que tal vez sí podría proporcionar cierto disfrute y alegría, se encuentra fundamentalmente ahogada bajo el peso de los numerosos sustitutos que promueven e imponen el Estado y el Capital, como la conversión de la sociedad en una masa de individuos sumisos se profundiza hasta los límites insospechados, el logro de estos sustitutos (por ejemplo, un buen empleo en una gran empresa, ser un doctor de una prestigiosa universidad, casarse y tener hijos, comprarse un nuevo aparatito inútil cualquiera, etc.) provoca un estado de satisfacción que se toma en muchas ocasiones por el de felicidad. Puede resultar muy difícil, según qué caso, separar nítidamente lo uno de lo otro, dónde está en cada ocasión concreta esta satisfacción sustitutiva y dónde está eso a lo que la gente siempre se ha referido como ‘alegría’ o ‘felicidad’, pues incluso bajo este impresionante aplastamiento de la vida por el Estado y el Capital la gente sigue experimentando verdaderas alegrías y tristezas (mucho más de lo segundo que de lo primero, evidentemente), se sigue encontrando con momentos en su vida que, sin saberse claramente por qué razón, le llenan a uno el corazón de alegría y de estremecimiento.

Lo que parece de todas formas claro es que este estado de satisfacción personal por conseguir un buen puesto de trabajo o de poder ir de vacaciones a un lugar muy promocionado por la industria turística o de sentirse plenamente realizado en las aspiraciones personales tiene mucho que ver con la aceptación y el estar de acuerdo con cómo son las cosas, con cómo es la realidad establecida. La idea, tal y como esgrime la publicidad, es siempre pensar en positivo (y si te rodeas de individuos positivos mejor todavía, pues con tanta positividad embriagadora uno no correrá el riesgo de tener que embriagarse de alcohol para ahogar sus penas).

Aún así, la gente no siempre es tan simple como les gustaría a los gestores de la publicidad y desconfía bastante de estas recetas para ser feliz supuestamente aprobadas por la ciencia: de hecho, para nadie es un secreto que el trabajo asalariado, el pilar fundamental de la existencia que nos impone el Capital, no hace feliz ni aporta sentido ninguno a una gran cantidad de la gente. Pero mientras más evidente se hace esta mentira, más empeño se hace en sostenerla (hasta que se vuelva insostenible y haya que dar el cambiazo para seguir igual). Si uno, en cambio, está descontento o muy descontento con esta realidad, si siente que lo aplasta y no le deja vivir, es decir, si no le seducen las zanahorias que le ofrece la publicidad, es muy difícil que este estado de satisfacción sea algo habitual en él y, por tanto, se hace también más difícil que acepte esta idea de felicidad individual y aislada que difunde la propaganda comercial.

Mientras algunos de nosotros tenemos estas muy incómodas dudas (y un gran descontento ante lo que se nos impone como ‘esto es la realidad y no hay más, hijo’), los promotores de esta sociedad parecen no tener duda ninguna: a las primeras de cambio te van a soltar su ‘sé feliz’ y hasta mostrarte el camino de cómo llegar hasta ello: por ejemplo, comprando este último modelo de automóvil o yendo al estadio a ver a tu equipo favorito de fútbol o regalándole algo especial a tu pareja cada 8 de marzo (para hacerla feliz a ella, hombre, ¡no seas tan exageradamente egoísta pensando solo en tu felicidad!). Hasta tal punto ha llegado la tecnificación de nuestra vida que incluso eso de ser feliz podría pronto reducirse (si nos descuidamos) a la aplicación de unas cuantas técnicas científicamente probadas: pensar en positivo, relajarse, dejarlo ir, hacer lo que a uno le gusta, comprar cosas que a uno le gustan, etc. Todo es cuestión de técnica. Y como corresponde a una sociedad altamente tecnificada, tiene que en ella haber expertos en el manejo de estas técnicas: los expertos en felicidad que te indicarán las técnicas apropiadas si no para estar feliz, al menos para estar contento con la vida, saber disfrutar de pequeñas cosas y pensar en positivo.

Se pretende, de esta manera, hacernos creer que eso que llamamos vagamente ‘felicidad’ es compatible con la cárcel que es este Mundo y, si se descuida mucho, uno mismo (en el que ese Mundo crece y se desarrolla). Para los promotores de la positividad, la felicidad no tiene nada que ver con algo vago e indefinido que se pierde entre lo infinito de la vida y que cuando aparece siempre resulta difícil de ubicar con cierta exactitud. Como buenos constructores de proyectos que son, se creen estar en capacidad de crear proyectos de felicidad personal en masa, eso sí, personalizados para cada tipo de gustos y preferencias. La felicidad se traduce entonces en la capacidad de comprar y despilfarrar los seductores productos (entre los que están también los variopintos estilos de vida, modos de ser y modas identitarias)  que nos suministra el Mercado para endulzar nuestros moldeables paladares: ya desde bien pequeños los niños no hacen más que pedir a sus padres que compren este u otro chisme que ven por la tele y, cuando ya lo tienen en sus manos, se llenan de esa satisfacción de la que hablábamos antes. Tanto ellos mismos, como sus padres, que se enternecen mucho al ver a sus niños tan felices y contentos entreteniéndose con su nueva PlayStation N.º X.


[1] Si uno mira, aunque sea muy por encima, a lo que nos cuenta la Historia sobre los recorridos que han hecho las gentes de por allá y de por acá se dará rápidamente cuenta de que, efectivamente, parece ser que la gran parte de ellas ha estado marcada por la condición de sufrir una u otra forma de dominación. Esta dominación siempre muestra distintos rostros, pero todos ellos están apuntando a reducir las posibilidades de vida de la gente y a su sometimiento. Las formas actuales del Poder son las que más eficacia parecen presentar, en lo que a la reducción de esas posibilidades se refiere, precisamente gracias al proceso de ensanchamiento de los límites de la vida subyugada o de la muerte administrada (García Calvo): así, el tener el derecho a escoger una de las tantas formas de someterse (que rara vez se presentan hoy como expresión de la sumisión y la docilidad, sino como expresión de la libertad de elección y la voluntad personal) crea la ilusión de que aquí y ahora, en este estadio del Desarrollo, el individuo por fin disfruta de unas cuotas de libertad más que notables (el hecho de que hasta ahora se sigue hablando de ir ganando mayores cuotas de libertad, algo que es, como el amor, inmensurable, muestra a las claras que sigue imperando la mentalidad progresista que se cree escalando poco a poco hacia mundos cada vez más perfectos, al menos en potencia). Claro está: esto se refiere sobre todo a los países democráticos avanzados, donde los niveles del bienestar alcanzados se consideran relativamente altos, pues en los países en vías de Desarrollo, el llamado por los expertos Tercer Mundo, todavía se tiene que trabajar con mucho esfuerzo y muchos sacrificios para alcanzar el mismo nivel de bienestar y libertad.


[1] Resaltado en negrita mío.

[2] Accesible en https://postcron.com/es/blog/como-ser-feliz/.

Váyanse al psicólogo

Una vez más lanzamos una breve reflexión, a ver si con ella acertamos o no en decir algo que valga la pena ser pronunciado. No podíamos quedarnos sin decir nada respecto a la milagrosa proliferación de todo tipo de expertos en el alma y de sus recetas curativas, con las que pretenden solucionar nuestra vida.

¿Qué, pobre diablillo? ¿Qué esto que ellos venden como vida te está destrozando? ¿Y que, encima, en vez de hacerlo de forma instantánea, lo hace lenta y dolorosamente, como disfrutando y revolcándose del gusto en tu sufrimiento? ¿Y qué no puedes aguantar por mucho tiempo este sentimiento que se te está revelando en cada nueva herida abierta? ¿Qué si lo que quieres tú es ser feliz, pero que a cada paso esa felicidad individual se te revela como una mera ilusión y que, por ello, no haces más que pasar disgustos? ¿Qué ni el trabajo, ni la novia ni tus hobbies te curan del mal? ¿Qué has intentado refugiarte en la rutina y ni así? Bueno, ya estás agotado de tantas preguntas que te estoy haciendo.

Aquí no vas a encontrar remedios para cerrar en falso tus heridas, pues lo que hacemos aquí es lo contrario: no dejar que estas heridas se cierren en falso, hacer el muy humilde esfuerzo por tratar de hacer ver el veneno y la mentira de los grandes y pequeños remedios a los grandes y pequeños males que nos asechan. Y si hace falta, preferimos que estas heridas estén abiertas, porque solo los muertos, se supone, no sienten dolor. Y nosotros, como queremos vivir un poco a pesar de la muerte reinante, ¿cómo vamos a permitir que estas muestras de la vida, aunque solo sea de dolor y de desengaño, no broten para hacernos ver que estamos en el reino de la muerte? Esta parece ser la gran paradoja en la que estamos metidos por estas alturas del progreso: que el progreso ya no nos hace felices, que, más bien, nos jode la vida, se impone sobre ella aplastándola; y tú tienes que escoger entre el vivir de estas heridas, esperando que de ellas brote nueva sangre con la que podrías, tal vez, destruir el veneno que te suministran cada día, sentir el dolor por aquello que te acaban por truncar y suplantar por un sucedáneo que no te hace sentir nada o, en cambio, buscar con todas tus fuerzas cerrarlas, siempre en falso, evidentemente, pues los remedios que te venden como soluciones a tus dolores no son más que aturdimientos de dolor y de conciencia. Si, ya puesto, prefieres lo primero, no queda más que seguir afrontando lo que se nos viene cada día encima pero, al menos, sin dejarnos engañar en demasía. Si optas, al contrario, por lo segundo, ya sabes lo que tienes que hacer sin que yo te lo tenga que decir: vete al psicólogo.