Por el aniversario de la muerte de Franz Kafka

Habiéndome enterado de forma desprevenida del centenario de la muerte del gran Franz Kafka, he considerado oportuno recordar a un muerto que quizá merezca la pena seguir viviendo y, de paso, aprovechar esta ocasión para hablar sobre un tema incómodo y actual.

Kafka, ante una manifestación obrera, observó: “¡Esta gente es tan consciente de sí, tan segura de sí y con tan buen humor! Son dueños de la calle y se creen dueños del mundo. Sin embargo, se engañan. Por detrás de ellos avanzan los secretarios, los burócratas, los políticos profesionales, todos los sultanes modernos que se aprestan a tomar el poder […]. La revolución se evapora, queda apenas el lodo de una nueva burocracia. Los grillos de la humanidad torturada están hechos de papeles de ministerios” (Löwy, Redención y Utopía, 1997:85). Kafka apunta así a un hecho fundamental de las revoluciones modernas: su tensión entre la radicalidad que inspira su apariencia y la sumisión al Orden que habita en su interior oculto, donde están los políticos profesionales, los gestores de la revolución, los hombres de Estado. Un político bien realista diría que qué se le va a hacer, las cosas son así. Pero ese intento de neutralización del peligro que conllevan las palabras de Kafka no desmiente el hecho de que acertara en formular algo verdadero que hay que tomar en serio: la revolución que triunfa es el preludio de un crecimiento del Estado; y ahí donde este crece y se organiza de forma más eficiente, empieza la contrarrevolución.

Las revoluciones modernas son ciertamente paradójicas: por un lado, puede habitar en ellas un verdadero deseo de liberación de las cadenas y del destino que se impone, de la realidad aplastante que no se quiere tolerar por más tiempo; pero, por el otro, aprovechando ese impulso renace en ella el principio del orden estatal, la vuelta al cauce, la reconstrucción de lo que se niega. La revolución moderna está demasiado apegada a la propia modernidad, con su crecimiento industrial, técnico, la explosión demográfica y todo lo que esto conlleva. El grito de “¡Libertad!” ha dejado paso demasiadas veces al perfeccionamiento del Estado, al desenfrenado desarrollo técnico y al brutal productivismo económico, y pasarlo por alto a estas alturas es imperdonable; hoy, en cierta medida, vivimos las consecuencias de un mundo en que los cambios revolucionarios no han descarrilado, sino que contribuyeron (tal vez, a pesar de algunos revolucionarios) activamente a tecnificar el Estado, a hacer la Administración más poderosa que nunca, a encerrarnos en la sociedad tecno-industrial. El triunfo de una revolución no ha supuesto sino esa reconstrucción de la mentira, ha allanado el camino para los burócratas con sus papeles de ministerios que, en nombre de revolución y sus conquistas, proceden a juzgar y someter, para imponer un orden revolucionario que no es, como bien se sabe, más que una nueva forma del dominio de siempre que se justifica a sí misma por llevar esa etiqueta de ‘revolucionaria’. Se puede y hasta se debe denunciar a un gobierno no progresista y reaccionario, liberal o democrático; pero ¡que a nadie se le ocurra cuestionar un gobierno instalado por la revolución!

Hoy ya no se puede denunciar un gobierno cualquiera o el orden capitalista sin más y quedarse uno tan contento. Eso no se puede tomar seriamente; y si se toma con toda la seriedad, eso debe de ser porque no estamos a la altura de lo que nos exigen las circunstancias y porque andamos perdidos en la niebla informativa. La idea misma de Gobierno ha progresado: ya no nos oprime un gobierno tiránico dentro de unas fronteras nacionales, ni tampoco solo somos presas del capitalismo transnacional. El Estado, en tanto que principio organizador de la sociedad, se ha tecnificado, se ha hecho más eficiente, se ha hecho más abstracto; el gobierno que nos amenaza pretende reducir toda la vida a la Administración del Hombre, pretende ser Gobierno total que, habiendo destrozado y estropeado los mecanismos propios de la naturaleza, pretende repararlos convirtiéndose él en una nueva naturaleza, completamente artificial, técnica y humana. No solo tu existencia en cuanto ejemplar humano de una urbe depende de esa Administración, sino los peces, las aguas de los ríos y las montañas. Él Hombre ya no puede dar una marcha atrás, retirarse y dejar de intervenir: pero justamente esta constante intervención suya tiene como efecto el estropicio de las cosas, lo que a su vez le obliga a intervenir más para remediarlas con sus avances técnicos y científicos. Y así está en un círculo vicioso que le lleva a aumentar su poder sobre la naturaleza y encerrarse a sí mismo en una cárcel.

Otra revolución hecha de papeles de ministerios no puede resolver nada importante a día de hoy. Las apelaciones al carácter revolucionario del anarcosindicalismo o del leninismo o maoísmo producen risa. La observación de Kafka es tanto más valiosa en cuanto que fue hecha hace más de un siglo en la época de revoluciones, ha visto su contradicción en un momento en que se creía que la revolución traía un mundo mejor. A nosotros nos corresponde tener en cuenta este tipo de recordaciones que vienen del pasado y las circunstancias nos obligan a tener una lucidez similar para afrontar la realidad de hoy. Si somos o no capaces de corresponder a esta exigencia jugará su papel, si es que ya no es demasiado tarde también para la lucidez.

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